Monopoly rural




Autor: Gustavo Duch



La periodista Amy Goodman cuenta que, en 1998, visitó a la familia de Ken Saro-Wiwa, el poeta y activista nigeriano ahorcado, junto a ocho compañeros más, tres años antes por las fuerzas militares nigerianas, acusado de liderar el enfrentamiento del pueblo Ogoni frente a la transnacional Royal Dutch Shell. El padre de Ken –dice Amy– fue muy claro: “Shell fue la primera empresa que el gobierno nigeriano utilizó para saquear nuestra propiedad, para quemar nuestras casas (…). Shell tiene las manos manchadas de sangre en el asesinato de mi hijo”. Aunque la petrolera niega cualquier implicación, este pasado mes de junio acaba de aceptar pagar unos 11 millones de euros para poner fin al juicio que afrontaba al respecto frente al Tribunal Federal de Nueva York.

Shell llegó a las tierras de Nigeria en 1958, igual que otras petroleras lo hicieron a otros países empobrecidos del Sur, en busca de su Dorado: los yacimientos petrolíferos del delta del Níger. Su presencia significó la destrucción de los bosques, de los manglares y la contaminación de todo el territorio (aire, agua y tierra) indígena usurpado. Muchas comunidades fueron expulsadas y otras vienen sufriendo desde entonces graves problemas de salud y de dificultades para acceder a los recursos productivos básicos. Contra todo eso luchó Saro-Wiwa y Shell fue, como decía su padre, la primera empresa, pues 20 años después siguen desembarcando otras que capitanean el renovado interés de algunos países por el control de un bien tan preciado como el petróleo: la tierra cultivable. 

La población aumenta, el clima se calienta y el libre mercado capitalista se demuestra como un modelo fallido. Ante estas evidencias, algunos países (sobre todo aquellos muy industrializados y con pocas tierras agrícolas) ven peligrar el abastecimiento de alimentos para su población. No tienen capacidad agrícola suficiente y las puertas de los mercados se pueden cerrar, como ocurrió durante la crisis alimentaria del año pasado. Solución: alquilar o comprar tierras que producirán alimentos. El petróleo se acaba, muchos gobiernos apuestan (que remedio –dicen–) por las energías renovables y surgen los agrocombustibles como nuevo milagro tecnológico. Pero su eficiencia es muy baja (en algunos casos incluso negativa) y se requieren enormes extensiones de tierra para llenar los depósitos del planeta. Solución: alquilar o comprar tierras que producirán biodiesel o bioetanol. La burbuja puntocom ya explotó hace años, la detonación de la burbuja inmobiliaria aún resuena y, mientras se elucubra en dónde multiplicar el capital, los fondos financieros ya tienen un plan: invertir sobre fondos de inversión ligados a la tierra agrícola. Solución: alquilar o comprar dichas tierras. 

Sólo explorando la Nigeria de Saro-Wiwa y gracias a los datos aportados por la periodista Stefania Muresu podemos hacernos una idea de la presión que todos estos factores generan sobre las hectáreas fértiles de muchos otros países. El Gobierno nigeriano ha facilitado que, a través de la empresa Casplex Company, sus socios chinos han comprado 15.000 hectáreas de tierra para el cultivo de yuca para producir etanol. Que la alemana Hagen & Co Engineering Gbr ha adquirido amplias zonas fértiles en diferentes comunidades del delta del Níger para el cultivo de agrocombustibles y transgénicos para alimentación. Que Food for All International (FFAI) and Centre for Jatropha han adquirido terrenos cultivables en muchas comunidades en el Delta del Níger donde ya han empezado el cultivo de la planta de jatropha para producir más agrocombustibles. Y, como pasó con la presencia de las petroleras, los efectos sobre la población originaria se repiten y se repetirán. 

Es tan alarmante, global y rápido este proceso de acaparamiento de tierras (sólo en los últimos tres años, según datos del International Food Policy Research Institute, 20 millones de hectáreas de tierras agrarias han sido objeto de transacciones que implican a compradores extranjeros, es decir, una superficie similar al área agrícola de toda Francia) que a las voces críticas de algunas ONG y movimientos campesinos se ha sumado la propia FAO (Organización Mundial de la Alimentación) y la Relatoría Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación. Su relator Olivier De Schutter ha solicitado a los líderes del G-8 que en la cumbre que van a celebrar en Italia este mes de julio se aborde el tema de estas “inversiones en la agricultura”, reclamando una regulación sobre las mismas. De Schutter y la FAO son, a mi juicio, muy confiados, porque entienden que una regulación ética “podría ser positiva, después de muchos años en los que ha habido falta de interés en el mundo por invertir en la agricultura”. Proponen que los inversores firmen contratos con las autoridades locales, en lugar de optar por comprar tierras; que los inversores se comprometan a que una parte de la cosecha obtenida se venda en el país; que se minimicen los cultivos que se usarán como materias primas para biocarburantes; que los Gobiernos y los inversores promuevan sistemas agrícolas que incrementen el empleo local –en lugar de otros mecanizados– y en dar prioridad a producciones más ecológicas, así como a la gestión sostenible del agua. Son muy confiados porque, con la propagación de tratados bilaterales de libre comercio, estos especialistas en la especulación se han asegurado que sus inversiones no tengan que acatar condiciones. Comparto, en cambio, el grito de los campesinos en América Latina a favor de su soberanía sobre sus recursos, “La tierra no se vende. Se trabaja y se defiende”. Como la defendió el poeta nigeriano que escribió: “Los cuerpos se han multiplicado. Y cubren la tierra. El xilófono del jefe muerto. Ahí continúa, ha olvidado el pasado. Los espíritus ancestrales caminan a casa. Caminan llorando. Las tierras huérfanas se lamentan”.

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