La rebelión de Rapa Nui




En medio del conflicto en Isla de Pascua por la creciente inmigración de continentales, uno de los clanes rapanui más importantes y antiguos explica por qué se resiste al mestizaje, advierte sobre la pérdida de identidad y revela la historia familiar que los tiene hoy en pie de guerra. "Esto no es Chile. Esto no está en el mapa de Chile, está en la mitad del mar. Porque la sangre que corre por aquí no es chilena. Es rapanui", señalan los Pakatari.

SABINE DRYSDALE, en RAPA NUI 


-Los inmigrantes son como una plaga. María Atán Pakarati escupe esa frase con los pies sumergidos en el mar. La piel oliva, el cutis terso, las piernas torneadas, el pelo largo; a sus 55 años tiene un aire juvenil. Enjuaga conchas negras en el agua salada. Antes las pasó por soda cáustica y las hirvió. Con ellas fabricará collares para los turistas.

-Yo no estoy en contra de los continentales, -se corrige-. Pero hay contis y contis. Están los turistas, gente más decente, pero los que se vienen a vivir son gente de mala clase. Roban. Andan curados. Se traen a vivir a la mamá, a los cuñados, a los compadres, hasta el perro. Yo no me relaciono con esa gente.

María habla golpeado, en un castellano duro, forzado. Es artesana, cuarta generación de uno de los clanes más importantes de la Isla de Pascua: los Pakarati, descendientes de Nicolás Pakarati, el primer catequista de la isla que viajó a Morea, Tahiti, alentado por los padres misioneros a aprender religión para que regresara a evangelizar. Extraoficialmente se calcula que un cuarto de los isleños lleva esa sangre; sus rostros reconocibles por las facciones polinésicas, sus mujeres bonitas. Una de las familias más férreas en la defensa de la tradición rapanui, que se resiste al mestizaje, pese a que ellos mismos ya mezclaron su sangre con la del continente. Como todos. En esta isla ya no existe la raza pura.

Un centenar de taxis pasan veloces, sin ley, echando humo por las callejuelas de Hanga Roa, el único pueblo de la isla. Blancos, amarillos, autos viejos, la mayoría vacíos, manejados por choferes de Santiago que no conocen las calles. En los taxis, en la construcción de la ampliación del hotel Hanga Roa y en la industria del turismo se concentra la población de continentales que emigraron cautivados por el trabajo bien pagado, el clima, la vida relajada, el mar cálido y las tardes de surf. Un lugar idílico, salvo por el encono de los isleños.

El aeropuerto de Mataveri fue tomado por un grupo de rapa nui en protesta por esta "invasión" y cortaron el único canal de comunicación permanente con el continente. Un conflicto que los devolvió al mapa. Los pascuenses resienten el abandono del Estado. María Atán Pakarati es una de las mujeres que lideraron la toma. El tema para ella no era nuevo. El 20 de agosto de 2000 había mandado una carta a la gobernación ofreciéndose para organizar una oficina de migraciones. Como si la isla perteneciera a otro país, proponía que las personas que quisieran entrar tuvieran que explicar a qué vienen, por cuánto tiempo, dónde se quedan, cuánto dinero traen, y con derecho a veto. La carta nunca obtuvo respuesta.

Ahora espera la respuesta del subsecretario del Interior, Patricio Rosende, quien tuvo que viajar a la isla a deponer la toma. Le pidieron regular la entrada y que una vez que termine la construcción del hotel Hanga Roa, que todos los trabajadores regresen a Santiago.

-Ojalá tengamos una respuesta pronto, porque si no, vamos a tener que tomarnos el aeropuerto de nuevo. Y la próxima vez no va a ser pacífico -dice amenazante-. Estamos aburridos de ver tanta gente de afuera.

María Atán Pakarati vive prácticamente sola al otro lado de la isla, en La Perousse, una pequeña caleta donde atraca un puñado de lanchones atuneros. Son 15 minutos en auto por la carretera, pero es como estar en medio de la nada. No hay árboles, sólo tierra, mar y cuatro precarias cabañas. Una es suya. Ahí, estaciona su camioneta y se pasa meses en completa soledad haciendo collares, vestidos de baile. En La Perousse no llega la señal de celular. Se calienta con fuego. El excusado es un pozo negro. Se baña con agua dulce que emerge de las rocas. Si tiene hambre saca su caña y pesca. Le gusta el sashimi.

Las paredes de su cabaña no están revestidas, ni pintadas. En un estante a la vista está su ropa, algunos víveres, champú. Dos colchonetas tiradas en el suelo. Una mesa, cuatro sillas de plástico y un vaso con flores rojas. María saca un bistec de un cooler, lo echa a freír con ajo y cebolla, prepara puré en caja y ensalada de tomate y lechuga. Ofrece vino tinto "Quiltro", una marca de la viña Porta -aclara- de Petero Ibáñez, como llama a Pedro Ibáñez, dueño del hotel Explora, donde ella vende sus collares. Él y su familia son de la clase de contis que ella estima.

-A mí no me interesa el progreso. El desarrollo hizo que la gente se interesara por la plata, tienen los ojos con el signo peso. No quiero que esta isla se desarrolle más para el turismo, para qué otro aeropuerto, es mucho con lo que ya hay -dice. María vive de sus collares y sus trajes. Con eso, dice, le sobra para vivir. Ha ido a Europa dos veces. Acaba de pasar un mes de vacaciones en Tahiti. Cuando va a Santiago tiene amigos que la alojan en Vitacura. 

-Para mí la plata no es nada. Yo no vivo de la plata. Esta casa tal como está a mí me gusta. Yo no quiero un baño con agua. Para qué quiero más si estoy feliz, agrga. Su marido, un continental con quien lleva 25 años de matrimonio, y sus hijos la esperan a que regrese de este autoexilio a la casa que tienen en el pueblo.

Azotados frente a la iglesia

Hasta hace 43 años, cuando Eduardo Frei Montalva promulgó la Ley Pascua, los pascuenses vivían literalmente prisioneros en su propia isla. "Ellos estaban circunscritos en Hanga Roa y no podían circular libremente por la isla que estaba cercada por alambres de púa. El resto era un gran campo ovejero controlado primero por la compañía inglesa Williamson Balfour, y finalmente por la Armada, que tomó control en 1952", cuenta el arqueólogo Edmundo Edwards, el continental que más años lleva viviendo en la isla.

Un grupo de isleños se reveló. Doce botes a remo llenos de pascuenses escaparon de la isla hacia Tahiti. Entre ellos, el padre de María Atán Pakarati. Sólo nueve regresaron sin haber logrado su cometido. El resto se perdió en el mar. "Mi padre nunca regresó. Se fue el 16 de agosto de 1956. Yo tenía 3 años y mi mamá estaba a punto de tener a mi hermano menor, que nació un mes después. Lo esperamos mucho tiempo, y hasta el día de hoy", dice. "Se llamaba Esteban Atán Pakomio".

"Mientras la Armada tuvo el control se aplicó la Ley Naval, ya que no había instituciones civiles en la isla, pese a que a los rapanui se les reconoció la nacionalidad chilena en 1888. La gente, por ejemplo, era condenada a azotes al frente de la Iglesia, amarrados a una higuera", cuenta Edwards, que por ser continental tenía libertad de movimiento. Fue la familia Pakarati la que lo acogió en la isla. Vivió varios años en la casa de Santiago Pakarati, hijo de Nicolás, el catequista, junto a un grupo de amigos de Santiago.

"La mezcla no funciona"

El avión de las 11:30 aterriza en la pista de Mataveri. En medio de los collares de flores está sentada Noemí Pakarati, hija de Santiago, nieta de Nicolás, tía de María Atán Pakarati. Noemí (65) tiene el pelo largo, entrecano. Todos los días espera el avión. A los turistas que le compran sus collares. Después camina por Hanga Roa. Todos la conocen. Noemí no detesta a los continentales, pero está preocupada por su isla, un lugar frágil, dice. "Hoy es muy feo, muchas cosas han cambiado. Recuerdo cuando niña. No había nadie, ni casas ni gente. Era la pura isla, los puros viejos, mucho caballo", suspira.

Lamenta tener que comunicarse en castellano. "No puedo sentir en otro idioma. Hay palabras en rapanui que es imposible traducir", dice. La pérdida del idioma es lo que más le preocupa. "No me molestan los continentales, sino la gente que viene aquí a hacer cambios", agrega. Noemí aprendió castellano en Santiago. Llegó a Valparaíso cuando aún no tenía 18 años. Se casó a escondidas de sus padres con Carlos Carrasco Aldunate, que trabajaba como ingeniero en la U. de Chile, uno de los continentales que vivían en su casa y que tuvo que luchar por conquistarla. "Yo estaba chúcara como india, siempre escondida, enojada, como un gato", recuerda. Tuvieron tres hijos. Vivió 14 años en Santiago, luego en Concón. Tenía dos nanas, jardineros.
"En el conti las cosas que vi me impactaron: las casas de los pobres, que no tenían cama, ni comida, que vivían hacinados", recuerda. En un viaje a Tahiti hizo escala en la isla y ahí se quedó para siempre. Su matrimonio no funcionó. Hoy vive en una modesta casa de Hanga Roa con los 200 mil pesos que gana vendiendo collares. "Me gusta más tener menos cosas, sólo una cuchara, un cuchillo y una taza. Cuando era chica vivía sin plata. Mi papá guardaba dólares en un tarro, estaba lleno de billetes, pero acá no había en qué gastarlos. En el terreno tengo plátanos, camotes, piñas. Saco mi anzuelo y pesco. La plata sólo la necesito para pagar la luz y el agua", dice. Para un taxi, pide que la lleve a la casa de su sobrino René Pakarati, de 39 años, soltero. Él estudió ingeniería eléctrica en Valparaíso. Es el encargado de la planta de electricidad de la isla.

Noemí es tajante: la mezcla entre continentales y rapanui no funciona. Ella lo vivió en carne propia. Tuvo tres hijos: dos hombres y una mujer que estudia sicología en EE.UU. "Uno de mis hijos fue criado por los Carrasco Aldunate, en otro estilo de vida. Mal enseñado, no sabe sobrevivir, todo se lo dan", dice. Para la familia Pakarati, la palabra sobrevivir cobra un significado especial. "En cambio a mí mi papá me enseñó a trabajar", recuerda.

René, alto, atlético, asegura que nunca se casará con una continental. "Es tan distinta la mentalidad. Uno tiene que seguir manteniendo las raíces. La conti va a traer a sus padres y hermanos y el vínculo con lo cultural, el idioma, va desaparecer", dice. Da un ejemplo: "Si uno saca un pescado, la mujer rapanui abre el pescado, lo limpia, le saca las tripas, las ordena. Una continental lo quiere fileteado y lo mete al microondas", asegura. René vive en una pequeña cabaña de dos aguas en un sitio con vista al mar. "¿Sabes qué?", dice, "son muy flojos los conti, tienen que contratar a una persona que les haga las camas, que les cocine. Si quieren patio, contratan jardinero. No son autosuficientes". 

Noemí parte al almacén a comprar un poco de pan. Echa marraquetas mientras reclama que los rapanui ya perdieron la costumbre de hacer sus propio pan que tiene forma de panqueque. "¿Te digo cómo es ser un Pakarati? Los originales como mi papá no hablaban mucho, pero todo te lo enseñaban. Te explicaban detalle por detalle cómo pescar, cómo bucear, cómo sembrar. Eso se ha perdido".

El sol ya se puso frente a la cabaña de María Atán Pakarati. El bistec con ajo y cebolla está listo. Sirve los platos, se sienta, sirve otra copa de "Quiltro". Sólo se escucha el viento permanente de agosto y el mar. Recuerda cuando partió a estudiar al Liceo de Niñas de La Serena. Cuando una compañera le gritaba india leprosa. "Un día le saqué la mierda. Tomé un palo con un clavo y se lo enterré en la cabeza. Nunca más me molestaron". Ese ejemplo para ella define a un Pakarati: "Nunca se deja humillar por nadie". Levanta la cabeza y vocifera. "Esto no es Chile. Esto no está en el mapa de Chile, está en la mitad del mar. Porque la sangre que corre por aquí" -mira directo a los ojos, tocándose el antebrazo-, "esta sangre, no es chilena. Es rapanui".
 
* Publicado originalmente en Revista El Sábado.
http://www.azkintuwe.org

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