En Indonesia también asesinan a los elefantes


Andre Vtlchek
CounterPunch


Los animales indonesios, tanto las criaturas pequeñas como las enormes, no pueden contar con la benevolencia o la compasión del régimen indonesio ni de la gente común y corriente. En este país, los animales no son ‘amigos’, no se les aprecia ni se les admira y definitivamente están desprotegidos.
En el mejor de los casos se les considera una fuente de ingresos o de alimentos, en el peor una molestia que hay que evitar o incluso exterminar.
Apenas queda compasión en Indonesia, ni siquiera para la gente, y todavía menos para los animales. Es el país que ha cometido tres genocidios desde 1965, primero masacrando entre dos y tres millones de izquierdistas, ateos, intelectuales y miembros de la minoría china; masacrándolos a sangre fría. Otros dos genocidios –el de Timor Oriental y el de Papúa– ocurrieron poco después.
Ahora Indonesia vive constantes ataques religiosos, étnicos y sociales casi por todas partes, en todo su territorio, de Java a Ambon, Sumatra y Sulawesi, Kalimantan y Sumbawa. Parece que el país está constantemente en guerra consigo mismo, con la Madre Naturaleza y con su propia conciencia.
Masacrar animales, destruir sus hábitats, invadir su territorio, aquí todo está permitido y es admisible mientras produzca dinero o impida su pérdida.
En Indonesia, la gente muere en desastres naturales y en los que causan los hombres. Regularmente, la ONU declara que el país es el más afectado del mundo por los desastres.
Todas las islas están desoladas, despojadas de sus bosques y de todos los demás recursos naturales. Aludes, envenenamiento de la tierra y de las costas y una contaminación fuera de control completan esta tendencia.
Los animales, de hecho todas las criaturas, incluso la naturaleza en sí, ahora no sin siquiera secundarios; son terciarios, considerados irrelevantes para víctimas y victimizadores humanos.
Green Peace calificó a Indonesia de nación número uno del mundo en cuanto a desforestación. Este vasto archipiélago es el tercer emisor de gases invernadero del mundo, en gran parte como resultado de la destrucción de las selvas tropicales y de las turberas con sus grandes depósitos de carbono. A finales de 2009, representaba un 8% de las descargas globales de dióxido de carbono.
No se puede decir que semejante situación sea un paraíso para el reino animal.
El famoso orangután está refugiado en enclaves cada vez más pequeños –su hábitat está totalmente arruinado– ya que casi no quedan árboles en la parte indonesia de toda la inmensa isla de Borneo (llamada Kalimantan en el país).
La brutalidad hacia los animales es tan común que ya nadie se inmuta en las ciudades o aldeas.
Desde obligar a los monos a bailar en los tristemente célebres embotellamientos de tráfico de Yakarta, con sus caras cubiertas de réplicas plásticas de máscaras javanesas tradicionales, a los horrendos métodos de tortura en los mataderos halal, que indignaron tanto al público australiano que el gobierno impuso una prohibición de la exportación de ganado vivo a Indonesia en 2011, a pesar de que la industria perdió cientos de millones de dólares como consecuencia.
La prohibición fue una respuesta a una inmensa ola de enojo público y político después de la transmisión de un vídeo grabado por activistas de los derechos de los animales, del manejo y sacrificio brutal e innecesariamente doloroso del ganado.
Los rinocerontes han sido casi totalmente eliminados de manera ilegal, con la excepción de los pocos que se ocultan en algún sitio en lo profundo de los bosques que quedan en Sumatra y Java Occidental.
Las costas marítimas alrededor de Java están envenenadas. Los ríos, algunos de ellos vergonzosamente clasificados como las vías fluviales más contaminadas del mundo, están tapados con basura, causando inundaciones durante la estación de lluvias.
Ningún pez puede sobrevivir en un entorno semejante, y apenas quedan pájaros que vivan en esas enormes áreas de Sumatra, Java y Kalimantan, que otrora fueron prístinas selvas tropicales y ahora son interminables llanuras cubiertas por las manchas tóxicas de plantaciones de aceite de palma y caucho.
Los regímenes migratorios del mayor lagarto del mundo –el dragón de Komodo– se han interrumpido. Después de que la UNESCO declarase la zona patrimonio mundial sobrevino una apropiación de terrenos, la gente del lugar fue obligada a partir por funcionarios corruptos y luego la industria del turismo inició sus proyectos.
En Sumatra, los elefantes que quedan, esas grandes y graciosas criaturas tan respetadas en muchas sociedades de todo el mundo, son tratados con resentimiento y espantosa brutalidad.
Sus senderos están cortados, de hecho toda el área que hasta hace poco se consideraba su hábitat natural se ha violado y se ha arruinado de forma irreversible. Hay quien diría que se trata de un crimen contra los mayores mamíferos que habitan tierra seca, pero Indonesia ignora cada vez más las leyes básicas de la decencia humana, y un “crimen” es algo que se define de manera caprichosa e ilógica.
Si aquí se menciona la ‘tortura de los animales’, especialmente en las aldeas, uno se encuentra frente a sonrisas cínicas y torcidas. Durante décadas han torturado a las personas, ¿y qué? ¡Nadie se interesa! ¿Por qué se iban a preocupar de los animales?
Confundidos y frustrados, entonces los elefantes atacan los cultivos. Ha habido casos en Sumatra en los que han atacado aldeas. La ‘represalia’ letal no se hace esperar; la sociedad indonesia tiende a las ‘acciones punitivas’, a la ‘justicia de la turba’ y al linchamiento. La gente es víctima regularmente de horrores semejantes, los animales siempre. Aparece periódicamente en las páginas de Internet y en las páginas de la prensa local: animales, incluso elefantes, cazados, asesinados y despedazados.
Horrendas imágenes muestran cómo esas enormes, orgullosas y sabias criaturas son salvajemente eliminadas, cómo se les arrancan los colmillos, los bañan en su propia sangre.
El modelo es aterrador y los incidentes parecen irreversibles: el hábitat de los elefantes se reduce a medida que las plantaciones de caucho y aceite de palma se expanden. Hambrientos, desplazados, confundidos, los elefantes se desesperan, algunos incluso enloquecen, entran a los arrozales y aldeas. Grupos operativos de aldeanos aburridos y sedientos de sangre se forman de inmediato y masacran brutalmente a los elefantes.
Una actitud semejante ya es impensable, desde hace muchos años, incluso en varias naciones africanas, incluidas Kenia, Tanzania y Uganda, donde los gobiernos cooperan con el resto del mundo en el intento de proteger la vida salvaje. A menudo se hace por razones mucho menos que altruistas, ya que muchos parques naturales de África Oriental cobran a los visitantes extranjeros hasta 100 dólares de entrada, y los animales son importantes generadores de moneda extranjera. Pero lo que realmente importa es que se haga el intento. Los animales grandes, incluidos elefantes y rinocerontes, son incluso protegidos contra cazadores furtivos por las fuerzas armadas nacionales.
Cuidadores y veterinarios cada vez más capacitados que han desarrollado estrechos vínculos con los animales, atienden ahora los centros de rehabilitación, los parques nacionales y santuarios en toda África Oriental.
Pero en Indonesia, como en la República Democrática del Congo (un país desgarrado por la más brutal guerra civil del mundo), el gobierno no realiza casi ningún intento para detener el horror que enfrentan los animales. No es sorprendente que la UNESCO haya marcado en rojo los sitios de patrimonio natural de la humanidad en la República Democrático del Congo y en Sumatra, Indonesia, definiéndolos ‘en peligro’. Es una acción poco usual, reservada sobre todo para zonas de sociedades colapsadas.
En enero de 2013, me cansé y me deprimí después de cubrir otra brutal contienda indonesia. Estaba escribiendo un largo informe para la publicación Critical Muslim en Londres, sobre la intolerancia del Islam indonesio y su colaboración desde hace tiempo con el imperialismo occidental y sus intereses en la región.
Volé al sur de Sumatra para investigar el asesinato del año pasado de cerca de una docena de aldeanos hindúes y la quema de unas 500 casas en el sur de Sumatra, supuestamente por una turba de 15.000 fanáticos religiosos.
Sentí que necesitaba un descanso, por lo menos un día. Y pensé que lo mejor que podía hacer en Sumatra era visitar uno de los parques, gozar de la compañía de los poderosos elefantes en uno de los ‘centros de conservación’ de elefantes.
A pesar de haber escrito y hecho películas sobre Indonesia durante unos 15 años, todavía tengo de vez en cuando esos momentos de ingenuidad. Por cierto, debería haber sabido que no estaba en Tailandia, donde se ama y se respeta a los elefantes e incluso se les mima.
Pero supongo que estaba demasiado cansado, y era demasiado ‘inocente’, por lo que fui.
Después de más de dos horas de espeluznante viaje en coche, llegué a la puerta del Parque nacional Way Kamas. Tras pagar una entrada nominal y después de esperar el ‘permiso especial’, permitieron que el coche entrara.
Dentro del parque, a lo largo del camino, había varias ruinas de torres de observación que probablemente se utilizaban en el pasado para contemplar elefantes y otros animales, pero ahora están rodeadas de alambradas de púas. Faltaban los escalones inferiores. Y había una especie de canal monstruoso que pasaba, paralelo al camino.
El señor Sugeng, empleado del “Elephant Eco Lodge” ubicado cerca de la entrada al Parque Nacional Way Kambas, me explicó más tarde: “Para aislar a los elefantes de las aldeas, el gobierno cavó un canal de 27 kilómetros de largo”. Una iniciativa brillante, ¡brillante!
Y entonces llegamos al Centro de Preservación de Elefantes.
Para ser más preciso, a algo que debería llamarse “Centro de Tortura de Elefantes”, o algo peor.
Lo primero que noté fueron varias imponentes criaturas, ensilladas y montadas por familias que iban de excursión, a veces 4 o 5 personas sobre cada elefante, mujeres llevando sus pañuelos, gritando por sus teléfonos móviles. Los turistas parecían divertirse tomando fotos. Los animales se veían pasivos, cansados, asustados y deprimidos.
A algunos les faltaban los colmillos; algunos tenían heridas en sus cabezas y en otros sitios.
Al llegar, varios elefantes eran arreados desde el bosque. Horrorizado me di cuenta de que iban encadenados unos a otros. Y tenían cadenas alrededor de las patas, así como cuerdas en diferentes partes de sus cuerpos.
Los hombres (no había mujeres) que supuestamente debían velar por ellos y protegerlos, en realidad hacían correr a esas enormes y aterrorizadas criaturas, gritándoles, chasqueando látigos y agitando garrotes de madera con puntas agudas de metal, que parecían clavos gigantescos.
Nunca en mi vida había visto a elefantes tratados de esa manera. Nunca en mi vida los había visto brutalmente encadenados, golpeados y humillados.
Corrí hacia uno de los ‘cuidadores’. ¿Qué estaba haciendo con esa terrible arma? “¡Los garrotes son necesarios para controlar a los elefantes!” respondió, escupiendo al suelo.
Miré hacia atrás y vi que se acercaba otro grupo de elefantes, con los ‘cuidadores’ montados en ellos. Uno iba golpeando a un elefante en la cabeza con ese clavo gigante, sin motivo aparente.
Entonces los elefantes fueron obligados a bañarse en un inmundo lago artificial, un evento que duró solo un par de minutos. Al ser sumergidos en el agua, bajo circunstancias normales una de sus actividades favoritas, siguieron encadenados. Los garrotes con clavos se agitaban de forma constante y amenazadora. Los elefantes se veían miserables, continuamente tristes.
Recordé la alegría que presencié en los santuarios para elefantes en el norte de Tailandia, los elefantes caminando hacia el agua fresca de ríos de aguas rápidas. Cuidadores afectuosos que trabajaban riendo los acompañaban y los enjabonaban –como ‘amigos’– rascándolos y masajeándolos, durante casi media hora. Luego los elefantes comenzaron a rociarse agua por todo el cuerpo con las trompas levantadas. Sus bocas abiertas, como si estuvieran riendo. Y a su propia manera, probablemente lo estaban haciendo…
Aquí, en Sumatra, solo los sumergían en mugre; les gritaban, los amenazaban los golpeaban y los encadenaban.
Me siento pésimo solo con mirarlos. No soy un escritor ecologista; soy corresponsal de guerra y novelista. No tengo experiencia en este asunto. Pero supe intuitivamente que era insano, detestable. Los elefantes me miraban directamente a los ojos. Al parecer imploraban mi ayuda. Había docenas de personas, pero me eligieron a mí, sintiendo de alguna manera que estaba en condiciones de hacer por lo menos algo por ayudar. Los elefantes son listos, muy listos; eso lo sabía.
Volví corriendo al coche, saqué mis cámaras y comencé mi trabajo. Comencé a fotografiarlos decidido a transmitir las imágenes al mundo.
De alguna manera, pensé, esos dos eventos estaban relacionados: la matanza de aldeanos inocentes cuya única culpa era tener otra fe que la profesada por la mayoría, y el horrible trato dado a los elefantes.
Después de que los animales fueron obligados a abandonar el estanque, los cuidarores se subieron a ellos dándose importancia, con los garrotes en sus manos. Se pusieron de pie sobre los elefantes, con las piernas abiertas, gritando constantemente.
¡Ese fue mi día libre en Indonesia! ¡Tan típico! Uno se registra en algún hotel en la playa solo para oír que fue construido en tierra apropiada. Se sintonizan las noticias y se ve otro ataque contra los ateos, los chiíes o una minoría musulmana. Se viaja al campo, a tomar un poco de aire fresco, y se encuentran riachuelos negros formados por productos químicos tóxicos. Se quiere descansar y se termina trabajando. Uno quiere descansar de las historias, pero al final las historias llegan y te encuentran.
Ésta es la cuarta nación más poblada del mundo, y según muchos estándares la más religiosa del mundo, un enorme y deprimente archipiélago en el cual el fundamentalismo de mercado se ha implementado durante muchas largas décadas, destruyendo culturas tradicionales, reemplazándolas por un vacío moral y emocional enorme y horripilante.
“Los extranjeros apenas vienen”, me dijo el señor Sugeng. “Lo encuentran totalmente deprimente e inaceptable… el modo de tratar a los elefantes. Y se supone que lo que usted vio es una especie de mejora después de que varias organizaciones internacionales vinieron a enseñarlos cómo tratar a los animales. Pero aquí ni siquiera los guardas de los parques están de parte de los animales, hacen lo que les da la gana”.
Según “EleAid”, una organización involucrada en la conservación en Asia desde 2002, los principales problemas que enfrentan los elefantes salvajes en Indonesia son: pérdida del hábitat, conflicto entre humanos y elefantes y la caza furtiva. EleAid aclara:
La respuesta del gobierno indonesio a estos crecientes problemas ha sido muy poco usual. Originalmente se propuso deshacerse de los problemáticos elefantes disparando. Sin embargo, una protesta del público internacional y nacional condujo a que dejara para más tarde esos planes. En vez de eso las autoridades han estado capturando y reubicando o domesticando a los elefantes salvajes…
La situación actual y el futuro de los elefantes de Sumatra son particularmente sombríos. La isla ha sufrido un cambio rápido en 25 años y esto ha tenido un efecto catastrófico en el hábitat del elefante salvaje. El conflicto humano-elefante es un problema importante y el elefante parece tener pocos amigos.
Incluso en la punta norte de Sumatra –Aceh– el conflicto entre hombres y elefantes aumenta. Como me explicó el doctor Salmawaty, profesor de la Universidad de Syiah Kuala Aceh: “En Aceh, todavía hay cazadores furtivos. Y en los últimos años hay más y más noticias de elefantes enloquecidos que destruyen aldeas. Sucede porque nosotros, los humanos, destruimos totalmente la naturaleza y el hábitat de esos elefantes. ¡No es sorprendente que se desquiten!”
En mayo de 2010, News.co.au informó:
Más de 10 personas mataron a un elefante de 15 años en una plantación de aceite de palma en el área Tamiang Hulu de la provincia Aceh el mes pasado, dijeron funcionarios de la protección de la fauna silvestre a AFP.
“Un testigo presencial dijo que después de sacarle los colmillos, el elefante fue despedazado y lanzado al río”, dijo uno.
El conflicto entre humanos y animales es un creciente problema en el inmenso archipiélago cuando se destruyen los bosques en busca de madera o para usar el lugar para aceite de palmera, obligando a animales como elefantes y tigres a un contacto más cercano con la gente.
Hay entre 2.400 y 2.800 elefantes de Sumatra en Indonesia, según el grupo ecológico WWF. Son los más pequeños de los elefantes asiáticos.
Encontré al señor Alamsyah, uno de los guardas de parques, descansando cerca de la puerta de entrada al Parque Nacional Way Kambas. Le conté lo que había visto. Simplemente se encogió de hombros y despertó lentamente: “¿Garrotes con clavos? ¿Cadenas? ¿Qué tiene de malo? Hay que obligar a los elefantes a obedecer a sus guardas”.
¡Esa obsesión por la obediencia! En Indonesia uno no se atreve a rebelarse contra el régimen, contra la familia, el clan o la religión. Se sacrifican el amor, la identidad y el orgullo, para no arriesgar la inseguridad después de liberarse.
Pero los elefantes nacen libres. Y viven libres o mueren. Si los recluyen, aunque todavía parezcan vivos en realidad no lo están.
Después de 1965, este enorme país creó campos de concentración para los que se negaron a caer de rodillas. Llenó prisiones con millones de personas que se negaron a bajar sus cabezas en señal de obediencia. Ahora encierran incluso a los animales en campos de concentración.
Hace unos 15 años, estaba cubriendo la guerra en Sri Lanka. Iba conduciendo de Colombo a Battucaloa y Trincomalee, zonas desgarradas por la guerra.
Había un puesto de control antes del área de conflicto y estaba oscureciendo. Un hombre a cargo del puesto, un comandante del ejército, un coronel, estaba absolutamente furioso, con ojos inyectados de sangre y un aspecto desesperado.
Tuve que pasar toda una noche bebiendo con él. Insistió, me gritaba: “¡Bebamos o no va a ninguna parte!” Bebimos.
Estaba hecho un desastre: le faltaba un dedo; su mujer lo había abandonado. Pero después de hablarme de su mujer, solo quiso hablar de elefantes.
La suerte le parecía, al menos con respecto su persona, un sinónimo de esa guerra sucia.
Bebía y luego lloraba, hablando de elefantes. Tal vez lloraba por su esposa o por toda esa gente que había desaparecido mientras tenía el comando en esa área, pero lo que decía en realidad era:
“Lo arruinamos todo, mi amigo. Incluso cortamos y cerramos las pistas de los elefantes. Es lo más terrible que pueda hacer un hombre. Caminaron aquí durante milenios; estuvieron aquí mucho antes que nosotros. Son los verdaderos dueños, un símbolo de este país. Ahora nos disparamos unos a otros donde ellos solían caminar en paz.”
Intoxicado, en medio de la noche, le pregunté: “¿Qué hace entonces cuando pasa esto, comandante? ¿Qué hace cuándo se van los elefantes?”
Se inclinó en mi dirección escupiendo sus palabras a mi cara: “¡Digo a mis hombres que dejen de disparar!”
“¿Y ‘los otros’?” pregunto.
“También se detienen. ¡Cuando los elefantes se van, todos esperamos!”
Ahora miro a los ojos de uno de los elefantes de Sumatra, medio sumergido en agua inmunda. Son ojos muy sabios, tristes y suplicantes. Era una hembra encadenada. Cerca de ella estaba su cría, sin duda nacida en cautiverio.
Allí, por algún motivo, recordé la nosche de Sri Lanka y el comandante medio demente. Después de todos esos años, repentinamente me sentí abrumado por el sentimiento de certeza de que en realidad no estaba loco, o no totalmente loco. Olvidé mucho de aquella guerra, pero todavía recuerdo esa noche y los elefantes de Sri Lanka emergiendo como inmensos espíritus de la impenetrable selva.
El comandante no estaba totalmente loco; sabía que estaba cometiendo crímenes y estaba aterrado. De una manera extraña, estaba tratando de apaciguar el mundo, sintiendo piedad por los elefantes.
Pero esos rencorosos ‘cuidadores’ de Sumatra eran dementes absolutos involucrados en un horrendo proyecto de destrucción de su propio país, torturando a algunas de las más hermosas criaturas nacidas en estas islas. Lo hacían sin remordimientos, sin comprender y sin compasión.
Andre Vltchek ( http://andrevltchek.weebly.com/ ) es novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Sur del Pacífico se titula Oceania y está a la venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre la Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado se titula Indonesia: The Archipelago of Fear , http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab sobre el mayor campo de refugiados del mundo. Después de vivir muchos años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek vive y trabaja actualmente en el Este de Asia y África.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/03/01/indonesia-they-also-murder-elephants/ - Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens - Imagen: 6topoder.com

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