La lamentable decadencia de la democracia



IPS

El último estudio global realizado por la Encuesta Mundial de Valores sobre la solidez de la democracia en 2015, arroja datos sumamente preocupantes. No obstante, ha sido ampliamente ignorado, excepto por el diario estadounidense The New York Times, que publicó un informe especial.

Según la autorizada institución, en Estados Unidos, el número de ciudadanos que aprueban la ley que legaliza la tenencia de armas, ha pasado de uno cada 15 en 1995, a uno cada seis en 2015.
Mientras entre los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial, 72 por ciento asignó a vivir en una democracia el valor más alto, para los nacidos después de 1980 la cifra se redujo a menos de 30 por ciento.
La proporción es aún más baja en Europa oriental, donde alcanza solo a 24 por ciento. En esa región, el nivel de ingresos, un trabajo seguro y la posibilidad de una jubilación, son más importantes que el tipo de régimen bajo el cual vivir.
Existe, por supuesto, una explicación generacional. La democracia fue un tesoro a conservar para quien vivió los horrores de la Segunda Guerra Mundial. La generación más joven tiene solo una idea intelectual de lo que significa vivir bajo una dictadura, no una experiencia de vida. Como dijo Altiero Spinelli en la posguerra, ahora todo el mundo duerme sin temor a ser despertado durante la noche.
Pero el debate es más complejo. Se acepta como una verdad incuestionable que una vez que un país se convierte en democrático, un sistema alternativo de gobierno no es más posible, ya que los ciudadanos ven la democracia como la única forma legítima de gobierno.
Esta teoría presupone que la democracia y el crecimiento económico y social marchan paralelos y, por ejemplo, vaticina que cuando China tenga una vasta clase media, necesariamente entrará en un sistema multipartidista.
Existe ahora una creciente corriente de opinión acerca de las carencias e ineficiencia de la democracia. En tiempos del gobierno militar chileno (1973-1990), había quienes exaltaban las ventajas del “modelo chileno”, así como ahora algunos sostienen que el “modelo chino” es mucho más eficaz y productivo que el engorroso sistema democrático.
En la propia Europa, tenemos al húngaro Viktor Orbán, primer ministro de un país excomunista, que critica públicamente la obsolescencia de la democracia parlamentaria. Y Orbán ha sido elegido democráticamente.
Rusia es el caso más estridente. Vladimir Putin, que es el modelo supremo de la autocracia, tiene un apoyo popular de cerca de 80 por ciento.
Es hora de reflexionar sobre las causas de la decadencia de la credibilidad de las instituciones políticas. ¿Es solo un problema generacional o es que la legitimidad del sistema político está cada vez más en tela de juicio?
Cuando se observa el costo de la campaña presidencial en Estados Unidos, que se acerca a los 4.000 millones de dólares, se descubre que un pequeño grupo de donantes -130 familias y sus negocios- han proporcionado más de la mitad del dinero recaudado durante junio por los precandidatos republicanos.



La realidad parece diferente de la democracia vibrante, el faro del mundo, que la retórica estadounidense proclama permanentemente.
Un estudio publicado en The New York Times por los politólogos Martin Giles y Benjamin Page, señala que mientras los grupos de interés y las élites económicas fueron muy influyentes en los últimos 30 años, las opiniones de los ciudadanos comunes no tuvieron prácticamente ningún impacto, concluyendo que “en Estados Unidos, la mayoría no gobierna”.
Es evidente la creciente desconexión entre los ciudadanos y la política tradicional.
Las mismas sorpresas han surgido en Europa, con el acceso de Jeremy Corbyn, en Gran Bretaña, y Alexis Tsipras, en Grecia, exponentes de izquierda radical. Es poco probable que los partidos tradicionales logren la mayoría en España. Mientras tanto, los partidos de extrema derecha siguen aumentando. El neonazi Aurora Dorada es tercero en Grecia, por ejemplo.
Las dos líneas de fractura en la Unión Europea (UE): la brecha entre el Norte y el Sur de Europa con respecto al modelo de gobernanza económica (austeridad contra el desarrollo) y la brecha entre Europa Occidental y Oriental sobre la solidaridad (refugiados), está oscureciendo la legitimidad de las instituciones europeas.
El hecho de que en una noche un grupo de personas decide en Bruselasel destino de millones de ciudadanos, sin ningún tipo de consulta, está creando una tercera división, más profunda y más seria que las otras dos.
El hecho de que los dos primeros rescates griegos fueron básicamente concebidos para beneficiar a los bancos franceses y alemanes, dejando muy poco a la economía helena, ha aumentado la percepción de los ciudadanos que los bancos son más importantes que las personas.
Este año 3.178 banqueros europeos recibieron más de un millón de euros, de ellos 2.086 en Gran Bretaña.
Las personas con abundante riqueza líquida, unida a la casa y otras propiedades, sumando más de un millón de dólares, ascendió a 14,6 millones en 2014, un incremento de siete por ciento con respecto a 2013.
Lo que es nuevo en los últimos años, es que instituciones conservadoras, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), han estado advirtiendo que el ensanchamiento de la brecha social constituye un freno para el crecimiento económico, haciéndose eco de un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
El último estudio del FMI advierte sobre la reducción de la clase media y el aumento de pobres y ricos, claro que en medidas muy diferentes.
Este declive de la clase media es acompañado por una polarización en la política y el crecimiento constante de los partidos extremistas y xenófobos, que ahora recogen votos entre los trabajadores y los menos favorecidos, que antes votaban por partidos de izquierda, lo que está cambiando por completo el escenario político.
¿Quién hubiera creído que Dinamarca, uno de los pocos países que dedica el uno por ciento de su presupuesto a la ayuda al desarrollo (Estados Unidos solo llega a 0,2 por ciento), bajo la presión del ala derecha del partido gobernante rechazaría cualquier refugiado en su territorio? ¿Y que Hungría recurriría a acciones que son una reminiscencia de la época nazi? ¿Y que al mismo tiempo, Europa Oriental declare abiertamente que está en la UE solo para recibir ayuda y no dar nada?
El sistema democrático adquirió legitimidad por su capacidad para apoyar a valores como la justicia, la solidaridad y el desarrollo general de la sociedad. No hay precedentes históricos para prever que puede pasar en un contexto en el que los ciudadanos vivan un deterioro social y económico durante décadas y los jóvenes no vean un futuro claro.
Pero sí que hay precedentes históricos que nos dicen que las sociedades en crisis pueden caer fácilmente en regímenes populistas y autoritarios, especialmente si las élites ricas apoyan ese camino.
Ahora debe estar claro para todos que el sistema se descompone y necesita ser reparado. Pero esta democracia en declive, con tan pocos estadistas y tantos políticos, ¿será capaz de asumir la tarea? Esta una cuestión que, por desgracia, necesitamos empezar a afrontar…


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