Las miserias del capitalismo verde: Segunda Parte 

En la primera entrega de esta serie explicamos en qué consistió la revolución verde, transitamos hacia una nueva forma de entender la naturaleza que, allá por los años 70, (mal)llamamos capitalismo verde, para al final acabar con unas pinceladas acerca del concepto e historia del famoso desarrollo sostenible. El texto pasó por encima un par de cuestiones sobre las que me gustaría profundizar un poco más: la Paradoja de Jevons (o efecto rebote) y la desmaterialización de la economía, que puede entenderse como el estadio final en la búsqueda de una eficiencia tecnológica cada vez mayor.

Por: Jesús Iglesias

La (deliberadamente ignorada) Paradoja de Jevons
     Podríamos pensar que la eficiencia tecnológica -que se traduce en un descenso del consumo de energía por unidad producida- debería proporcionar como resultado una disminución del impacto ecológico total (en cuanto a mitigar el cambio climático o a reducir la contaminación) pero el denominado efecto rebote nos dice que la realidad no es así, pues a medida que aumenta la eficiencia con la que se usa un recurso, el consumo de dicho recurso aumenta. En concreto, la Paradoja de Jevons implica que la mayor eficiencia que proporciona el perfeccionamiento tecnológico puede, a la postre, aumentar el consumo total de energía. De hecho, es exactamente lo que pasa.
     Es un fenómeno que descubrió William Jevons a finales del siglo XIX y que, dicho sea de paso, es ampliamente ignorado por el mundo de la política y la economía, que no cesa en su constante bombardeo de llamadas a la ‘innovación’ y a la ‘eficiencia’ como si por sí solas fueran a arreglar algo. La cuestión es que, en tanto que el sistema socioeconómico vigente necesita crecer (y hacerlo, además, a buen ritmo), los esfuerzos en la eficiencia terminan invertidos en crecimiento, con lo que a la larga obtenemos un mayor consumo y no un mayor ahorro. Dicho de otro modo, las propuestas de eficiencia que no cuestionan el crecimiento económico terminan provocando un mayor consumo de recursos, pues, en palabras de Antonio Turiel, “sin modificar otros factores resulta que se está dando un incentivo para consumir más de ese producto si su mayor consumo nos reporta una ventaja, ya que con la misma renta disponible podremos consumir más; peor aún, quien antes no podía acceder a este consumo por tener una renta insuficiente ahora podrá hacerlo […] Se ha de entender, por tanto, que el repetido llamamiento a la mejora de la eficiencia es contraproducente si no está acompañado de otras medidas, porque en vez de dar un estímulo a consumir menos da un estímulo a consumir más”.[1] Serge Latouche lo dice de otra manera: “las disminuciones del impacto y contaminación por unidad se encuentran sistemáticamente anuladas por la multiplicación del número de unidades vendidas y consumidas”.[2]
     El fuerte vínculo entre energía y economía que subyace bajo la Paradoja de Jevons nos lleva al absurdo de describir como una situación de ‘escasez’ el consumo de más de 80 millones de barriles de petróleo diarios en todo el planeta. Obviamente, esta ‘escasez’ no es técnica -ni material, como vemos- sino que deriva del hecho de que la energía es el soporte de todo el sistema económico. La globalización y las economías modernas están basadas en la energía y materias primas baratas, abundantes y de buena calidad y, a su vez, de la salud de los ecosistemas depende el modelo socioeconómico. Valga la sentencia de Florent Marcellesi: “nuestra máquina socioeconómica tiene un problema de drogadicción con el oro negro”.[3] Cualquier economía es indisociable de la realidad física que la contiene, no es posible desacoplar consumo de energía y emisiones de CO2, por lo que tratar estas dos variables de forma independiente oculta la enorme gravedad de la situación actual.
     Si hay algo que ejemplifica el efecto de la Paradoja de Jevons es internet. Pese a que podría parecer que el aumento de consumo energético se debe principalmente al cada vez  mayor número de usuarios, no es así. La clave está en el aumento del consumo de cada usuario, que tiene su origen en los sistemas de procesamiento portátiles con acceso inalámbricos y a la tasa de datos de los contenidos a los que se accede (principalmente el streaming y la tv). Un dato bastará para demostrarlo: el WiFi aumenta el uso de energía con respecto a la más eficiente conexión alámbrica (DSL, cable, fibra), pero sólo un poco. Por el contrario, el tráfico en internet a través de redes 3G utiliza nada más y nada menos que 15(!!) veces más energía que una red Wifi y las 4G 23(!!!!!!!!!) veces más. Ahí queda todo dicho.

El tal Jevons se sentiría más que orgulloso.
     Volviendo a donde estábamos, queda claro que el vínculo evidente entre economía y energía (el quid de la cuestión del efecto rebote), nos permite -y nos obliga a- cambiarnos de gafas y empezar a ver el asunto de otra manera: la Paradoja de Jevons no es una ley física, sino un problema de asignación de objetivos a corto plazo que no toma en consideración las consecuencias a largo plazo. Esto, a priori, nos deja con al menos cuatro vías de salida: una sería la planificación y el racionamiento, pero la limitación al acceso a las materias primas desde arriba no encaja demasiado bien con el funcionamiento de una economía de libre mercado, pues con un PIB constante, el sistema convulsiona y se multiplican las crisis. Otra alternativa sería asumir activamente que debemos acabar con el derroche y el despilfarro de comida, energía y materias primas en general, pero estamos en las mismas: el sistema precisa un consumo creciente, de lo contrario una masa enorme de personas se vería sin medios de subsistencia. Habría, pues, que adelgazar a este obeso mórbido a punto de explotar que es nuestro sistema económico (desinflando gastos superfluos e invirtiendo sólo en los esenciales como renovables, huertos, etc) pero, a la vez, hacerlo muy poco a poco, pues de lo contrario el remedio sería peor que la enfermedad. Una situación harto delicada que no actúa sobre el fondo del problema y que requiere un valioso tiempo del que ya no disponemos.
     Vemos que la Paradoja de Jevons es irrefutable en la medida en que lo son los hechos a los que hace referencia, pero se da en una organización social basada en unos valores determinados, controlada en función de unos determinados intereses de clase y no es, por tanto, un fenómeno universal y común a cualquier modelo social. En este sentido, Eduardo García Díaz está de acuerdo en que en el sistema actual la mayor parte de la energía disponible se derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo. Pero, sin embargo, matiza que cuando se habla de incremento de la eficiencia sólo se menciona la tecnología, añadiendo una crítica -muy merecida- al tecnooptimismo y a la tecnolatría. Díaz entiende, por lo tanto, que “este enfoque es reduccionista, al entender la eficiencia sólo en al ámbito tecnológico y no relacionarla con la organización social en su conjunto”.[4] El problema es que, como bien objeta Carlos de Castro, la organización social en su conjunto de la que partimos -la sociedad capitalista/modernista/tecnólatra-, está organizada en base a un sistema muy complicado y de ‘ineficiente’ complejidad, de modo que cada generación es menos resiliente que la anterior y, por lo tanto, más incapaz de afrontar los durísimos retos que ya se están presentando.[5]
     Así pues, para que ahorro y eficiencia sean realmente útiles, no nos va a quedar otra que emplear la tercera vía: salir de un sistema que nos ha convertido en auténticos yonkis del crecimiento permanente. Antonio Turiel no puede ser más claro: “De esta espiral de degradación económica sólo se puede salir mediante una explosión social, mediante una revolución. Alternativamente, mediante el colapso“.[6] Y en éste último tenemos la cuarta y última salida. La que, cada vez con mayor certeza, no podremos evitar.

La (falsa) desmaterialización de la economía
     En cualquier caso, las mejoras de la eficiencia de la tecnología van encaminadas hacia una desmaterialización de la economía. De hecho, es habitual pensar que se puede reducir la base material y energética de la economía y que siga creciendo el PIB -tal como nos quiso hacer creer Oriol Junqueras en el Parlament de Catalunya hace bien poco-, lo cual es una falacia que no resiste un simple par de datos: el 70% del PIB responde al uso de la energía y la terciarización de la economía no se ha traducido, pese a las apariencias, en una reducción del número de mercancías en circulación o de las materias primas empleadas en la fabricación de aquéllas. Por el contrario, ha provocado una conclusión llamativa: las economías que registran mayor presencia del sector servicios son las que generan huellas ecológicas mayores. Estamos, ya lo habréis adivinado, ante los efectos de la Paradoja de Jevons, que se asienta, como se ha dicho más arriba, en la certificación de que el aumento en la eficiencia energética se traduce casi siempre en un descenso de precios que, a su vez, produce un mayor consumo de productos y, por tanto, una mayor demanda de recursos.
     El desarrollo científico permite el uso de dispositivos mucho menos nocivos para el medio natural (en tanto que emplean menos cantidad de material y son más eficientes desde un punto de vista energético), pero no olvidemos que la generación de bienes supuestamente inmateriales reclama de infraestructuras materiales. La pretendida desmaterialización no está implicando, ni de lejos, una reducción de las extracciones de recursos naturales ni está acrecentando la reutilización y el reciclaje. Poniendo como ejemplo los terminales de los ordenadores, su fabricación se basa en el uso extensivo de multitud de minerales y productos sintéticos, muchos de los cuales se encuentran poco concentrados en la naturaleza. Entre ellos están las tierras raras, un grupo de metales difíciles de separar y diferenciar, presente en su práctica totalidad en China, y que requieren para su obtención de la explotación de grandes cantidades de terreno en minas a cielo abierto -de tremendo impacto ambiental- y, además, utilizar productos químicos muy tóxicos, algunos de ellos incluso radioactivos. Huelga a estas alturas decir que la comercialización de muchos de los minerales correspondientes está controlada por multinacionales que los extraen -expolian- de reservas del Tercer Mundo (pej, el coltán en la República Democrática del Congo), incurriendo en graves violaciones de los derechos humanos y alimentando conflictos bélicos encarnizados que se ensañan, como es habitual, con las mujeres y l@s niñ@s. Y esto sólo en cuanto a los terminales; porque para que éstos reciban las señales de internet, se necesitan centros de datos, antenas, cables que cruzan continentes por tierra, mar y espacio, generando una huella material inconmensurable y difícil de imaginar en toda su dimensión.
     En cuanto al reciclaje (o, mejor dicho, la ausencia de reciclaje), de los 50 millones de residuos electrónicos generados al año (portátiles, teléfonos, tabletas), la mayoría no es reciclada ni reciclable, teniendo en cuenta además que los desechos son muy contaminantes (pues contienen cadmio, cromo, plomo, bromo y mercurio) y provocan graves efectos en la salud y en el medio ambiente. En un 80% son exportados a países como Ghana, China, Nigeria, India o Pakistán, donde crecen los vertederos por doquier al calor de una legislación ambiental y laboral tristemente demasiado laxa.
     Y hablando de internet, creo que es el momento y el lugar adecuados para, de la mano de la bióloga Charo Morán, ir desmontando dos mitos al respecto, dos creencias falsas totalmente generalizadas y asumidas. La primera es así de rotunda: desde el punto de vista energético, un ordenador nuevo es más eficiente. La realidad es que el cambio de equipos requiere, con frecuencia, nuevos materiales y uso de energía para su fabricación, de modo que las emisiones de CO2 se reducen en un 20-35% cuando el ordenador conectado a internet tiene unos 7 años -luego acaba, como hemos visto, amontonado en uno de los almacenes de alguna región empobrecida que se ocupa de hacernos el trabajo sucio-. Pero que un ordenador dure tanto tiempo no es lo deseable para el propio sistema capitalista, pues crecer es requisito fundamental de su existencia y para ello el proceso producción-consumo debe ser forzosamente continuo, lo cual queda garantizado por la transformación de objetos de uso en bienes de consumo. En otras palabras,  todo debe durar cada vez menos para que se pueda vender cada vez más, algo que ya denunció Hannah Arendt hace casi sesenta años: “nuestra economía se ha convertido en una economía de derroche, en la que las cosas han de ser devoradas y descartadas casi tan rápidamente como aparecen en el mundo para que el propio proceso no termine en catástrofe“.[7] Dejaré el tema de la obsolescencia para más adelante.
     El otro mito podría rezar así: es más ecológico leer un documento en internet que imprimirlo en papel. Bueno, dependerá del tiempo que el documento esté en pantalla. Por ejemplo, imprimir un texto de cuatro páginas en blanco y negro y a doble cara será más ecológico si se va a tardar más de quince minutos en leerlo en el ordenador.[8]
     Y acabo con un par de apuntes, también sobre internet -símbolo de la desmaterialización de la economía- que quizá han pasado desapercibidos. Su impacto y el entramado necesario causa alrededor del 2% de las emisiones de CO2 (la misma proporción que la industria de la aviación o que un país como Alemania) y, además, se trata de un sector que incrementa su desarrollo agravando el cambio climático e ignorando los límites que impone el planeta. Aun aceptando -a duras penas- que internet facilite el trabajo en muchas ocasiones, conviene tener presente que se ha convertido en una red que genera dependencia, organiza lo inmediato, concentra poder (el sistema financiero, el control de la población o las guerras modernas no serían posible sin su uso) y que, aunque parece inmaterial, imprime su huella -ecológica- allí por donde pasa.
     Una perspectiva decrecentista, crítica, emancipadora, nos dice que es el momento de repensar nuestra relación con las pantallas, deshacernos de ellas en la medida en que sea posible y utilizar la tecnología más frugalmente. Y ya puestos, también nos anima a fomentar la reutilización de los aparatos y dejar de acumular megabytes. Asumir una suerte de simplicidad voluntaria virtual, una actitud modesta sin prescindir de lo bueno que nos aporta. Dice Carl Honoré que “la tecnología es un falso amigo. Incluso cuando ahorra tiempo, estropea el efecto al generar toda una serie de deberes y deseos”.[9] Carlos Taibo va más lejos: es una eventual fortalecedora de muchos elementos que están en el origen del colapso que ya tenemos encima,[10] lo cual genera una paradoja a la que recientemente apuntaba Elizabeth Kolbert: la de una sociedad tecnológicamente avanzada que ha escogido destruirse a sí misma.[11]
     En definitiva, la nueva economía, que se nos intenta vender como un mundo desmaterializado, limpio y muy alejado de la revolución industrial, está causando más perjuicios que beneficios. Estamos al servicio de la tecnología y no al revés y, a su vez, ésta se diseña y despliega en descarado provecho de los intereses de las grandes empresas. Ahí está el meollo de la desmaterialización de la economía: inocular la fe en una tecnología falsamente neutral -el llamado tecnooptimismo- para que resuelva todos los problemas ambientales que han sido causados, precisamente, por el crecimiento de la potencia tecnológica, mientras las grandes empresas, visiblemente indiferentes y carentes de escrúpulos, se llenan los bolsillos con la destrucción del planeta y el agotamiento de recursos básicos de tod@s.

[1] Antonio Turiel, Por qué se despilfarra tanto (Artículo).
[2] Serge Latouche, La apuesta por el decrecimiento .
[3] Florent Marcellesi, La crisis económica es también una crisis ecológica (Artículo).
[4] Eduardo García Díaz, Menos puede ser más (complejidad).
[5] Carlos de Castro, Estamos en el Titanic, no en el Endurance (Artículo).
[6] Antonio Turiel, Por qué se despilfarra tanto (Artículo).
[7] Hannah Arendt, La condición humana.
[8] Charo Morán, La huella material (y social) de internet (Artículo)[9] Carl Honoré, Elogio de la lentitud.
[10] Carlos Taibo, Colapso.
[11] Elizabeth Kolbert, La sexta extinción.
Fuente: - Menos es más - Imagenes: Ambientum - ComunidadRSE



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