¿Un mundo sin plástico?

Cómo reducir y gestionar los residuos plásticos se ha convertido en un gran desafío a escala global. ¿Una vida sin plástico es una quimera? ¿Qué efectos está tendiendo sobre el medio ambiente y la salud? He aquí un debate urgente y necesario.

Pilar Gil
 
 
 “Ahora mismo sería impensable un mundo sin plástico”
Cierto. Basta con echar un vistazo alrededor. Los plásticos son creaciones de laboratorio, formuladas a medida para dotar al producto final de características como resistencia, flexibilidad, durabilidad, maleabilidad, ligereza… a un coste tan bajo en relación con su rendimiento, que sus creaciones parecen no tener fin. Desde productos habituales de consumo (marcos de ventanas, carcasas, inmensas tuberías subterráneas, lentillas, fibra óptica, pantallas táctiles, envoltorios, etcétera) a aplicaciones muy específicas, incluso vitales: componentes de vehículos espaciales, válvulas cardíacas compatibles con el organismo humano, guantes de uso sanitario…
Aunque muchas admiten modificación, antes de plantearnos sustituirlo, habremos de admitir sus contribuciones: contienen el desperdicio alimentario al prolongar la vida útil de la comida que envuelven, aumentan la eficiencia energética gracias a los aislamientos térmicos y disminuyen hasta en cuatro veces el impacto ambiental de los automóviles que lo integran en sus componentes. La repercusión de cualquier cambio deberá analizarse en relación a todo el ciclo de vida. Así, veríamos que, con aluminio, vidrio, papel, hojalata, etcétera, la masa de los envases se incrementaría más del triple, y la demanda de energía se doblaría. Esa energía extra podría calentar 20 millones de casas al año, y emitiría tanto CO2 que toda Dinamarca en el mismo período.
Desde una perspectiva económica, hablamos de un sector tan sólido como ramificado. Sólo en Europa  –segundo productor mundial (19%), por delante de los países del NAFTA (18%) y detrás del líder absoluto, China (29%)– genera un volumen de negocios de 340.000 millones de euros. Emplea a 1,5 millones de trabajadores, repartidos en unas 60.000 empresas, la mayoría de ellas Pymes.
“El gran problema son los paisajes llenos de basura”
Son solo parte del problema. Las vertientes más acuciantes no se ven. Comienzan con las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI) derivadas de su fabricación, a base de petróleo, carbón y gas natural. Esta industria consume un 6% de los combustibles fósiles vírgenes, una cifra que podría parecer menor, pero iguala a la de la aviación. Por tanto, provoca la misma huella de carbono y la misma dependencia de países productores.
Una vez fabricados, el gran reto comienza cuando los artículos dejan de resultar útiles. Diseñados especialmente para durar, su vida como residuos puede extenderse entre uno y 500 años, dependiendo de sus ingredientes. Ahora mismo, hay tres opciones para gestionarlos: acumularlos en vertederos e incinerarlos (con la consiguiente emisión de GEI), reciclar –en general para obtener materia prima de calidades menores– o quemarlos para generar electricidad, gas sintético o combustibles: una solución mejor que el vertedero, pero igualmente emisora de CO2. En Europa esta vía supera a la del reciclaje, si bien en España es minoritaria.
Y la gran realidad es que la mayoría del plástico no se gestiona. De los 8.300 millones de toneladas que hemos fabricado desde 1950, sólo hemos incinerado el 12% y reciclado el 9%. Una porción seguirá aún en uso, pero la mayoría ha escapado a los canales de recogida, en las llamadas fugas –más graves en el sureste asiático– que plagan el planeta de artículos y fragmentos invasores. La mayoría termina sus vidas en el mar.
Según el Foro Económico Mundial, cada minuto se vierte al océano el equivalente a un camión de basura en plástico. Al ritmo actual, en 2050 su peso allí superará al de los peces. En los últimos 20 años se han descubierto la existencia de cinco islas artificiales formadas por nuestros residuos. La mayor de ellas, entre Hawái y Japón, supera ya la superficie de Francia. Estas islas, alimentadas en un 80% desde tierra, devuelven lo que reciben. El agua salada y el sol van descomponiendo sus ingredientes en porciones diminutas, conocidas como microplásticos. Se los ha hallado incluso en el estómago de las criaturas que viven a mayor profundidad del planeta: los 11 kilómetros de la Fosa de las Marianas. Algunos llegan a la costa y se introducen en los sistemas terrestres. Muchos animales los confunden con alimento y se los dan a sus crías. Pero nosotros también los estamos consumiendo. El 83% del agua del grifo del mundo contiene microplásticos, pero también están en la embotellada, la sal, el pescado, la cerveza, el azúcar, la miel… Incluso nos llueven encima. Una lavadora con ventilación a la calle puede liberar por lavado 700.000 fibras procedentes de tejidos sintéticos.
Y se acaba de detectar una nueva ruta terrestre: parte de cubiertas de invernaderos en descomposición y de lodos residuales de depuradoras –en los que han quedado filtrados todo tipo de fibras– que después se utilizan como fertilizantes. Desde ese entorno agrícola, entran directamente en la cadena alimentaria humana por la vía vegetal. Ahora la Unión Europea va a tener que plantearse seguir fomentando ese tipo de fertilizante.
La dimensión de su efecto sobre la salud humana aún no se ha precisado, pero sabemos que en su proceso de descomposición absorben otras sustancias dañinas del entorno, como metales pesados o las bacterias de los sistemas de alcantarillado. Al mismo tiempo, liberan aditivos, como el bisfenol A (presente en los CD o botellas) y los ftalatos, responsables de la flexibilidad y longevidad de la laca de uñas, las cortinas de ducha o los juguetes sexuales. Ambos se han prohibido en algunos artículos infantiles en Europa y se encuentran en revisión para otros usos, con el consiguiente pulso entre los lobbies industriales y las instituciones europeas.
Parte de ese pulso afecta a otro tipo de microplásticos, las “microperlas” añadidas a propósito a cosméticos, detergentes o pinturas, ocasionan problemas similares. Ya se han prohibido en países como Reino Unido, Italia, Australia, Canadá o Nueva Zelanda y muchos grandes fabricantes se han comprometido a ir descartando progresivamente su uso.
La evidencia de todos estos riesgos se ha ido acumulando en los últimos años hasta desembocar en la ya conocida como crisis del plástico, cuyo barniz de desigualdad social no podemos olvidar: mientras la mayor parte de los productores se halla en los países desarrollados, el problema de la invasión de residuos, la contaminación y la insalubridad afectan sobre todo a las zonas más pobres.
“Las instituciones internacionales han empezado a tomar medidas”

Sí, pero deben concretar y necesitan apoyo y acción a todos los niveles. El Programa para el Medio Ambiente de Naciones Unidas (PNUMA) ha movido ficha con la campaña #CleanSeas, en la que apremia a gobiernos, industria y ciudadanía a poner en marcha legislaciones, unificación de estándares, investigación, cambio de hábitos, educación… En su Asamblea en Nairobi aprobó 13 resoluciones, eso sí, no vinculantes. Y la Conferencia de los Océanos de la ONU el pasado junio estableció una llamada a la acción de 14 puntos y recabó más de 1.300 compromisos voluntarios de acción por parte de los gobiernos. Todos ellos pasos encomiables y necesarios, pero aún alejados de una transformación con garra. El gigante que se pretende transformar está profundamente ramificado y descoordinado. Sus intereses son tan múltiples, que dilatan ad infinitum medidas concretas y efectivas. Como muestra, el vicepresidente del Consejo Químico Americano, Steve Russell, manifestó tras la mencionada conferencia que habrían esperado más “apoyo político y financiero para mejorar la gestión de residuos, o en implementar innovaciones en el reciclado y la recuperación de energía. Las recomendaciones para, en lugar de eso, prohibir o reducir el uso de determinados productos podría crear la ilusión de que progresamos, pero no nos ayuda de verdad a resolver el problema mayor”. Esa divergencia sobre qué líneas de actuación priorizar lleva nueve años dilatando la ratificación definitiva por parte de la Comisión para la regulación europea sobre residuos, en la que también se anuncian costes para la industria. En diciembre se alcanzó un acuerdo preliminar. Eso sí, un mes más tarde, la Comisión publicó una ambiciosa llamada a la acción con la Estrategia Europea sobre los Plásticos en una Economía Circular. A nadie se le escapó la coincidencia cronológica con la prohibición china de importar los plásticos reciclados de la mayoría de los países desarrollados, que hasta ahora había utilizado como materia prima. Tocaba actuar para no encontrarnos desbordados por nuestros propios residuos sin gestionar.
Ese delicado equilibrio internacional en todos los niveles de esta industria ha colocado también al Reino Unido en una delicada situación con el brexit: si China toma medidas protectoras, al igual que Europa y las islas no regulan con los mismos estándares, ¿se convertirán en el destino de los plásticos de segunda categoría? ¿Florecerán allí las empresas que no cumplan los requisitos continentales? ¿Huirán quienes teman ser tildados de poco exigentes?
En la misma línea, en Estados Unidos, con menos restricciones regulatorias, el sector plástico está experimentando nuevas oportunidades ligadas a la oleada de materia prima derivada del fracking. No hay que olvidar la asociación de los  gigantes de la industria con el sector de los combustibles fósiles y el nuevo gas ha alimentado la planificación de numerosas instalaciones tanto en el Golfo de México como en el extranjero. En solo cinco años, esas inversiones podrían incrementar la capacidad global de producción de plástico en un tercio, un duro golpe para las iniciativas contra la crisis. Para paliarlo, será necesaria una exhibición de contundencia y la colaboración de la propia industria.
Esta empezó a reaccionar a nivel global con acciones en muchos casos dirigidas a engrosar los reportes de Responsabilidad Social Corporativa y salvar la cara en las redes sociales. Pero otros pasos parecen más cargados de intención de cambio, que, de paso, los colocan en primera línea en negociaciones que atañen directamente a su futuro. En el marco del último Foro Económico Mundial en Davos se publicó el informe The New Plastics Economy, elaborado por McKinsey a instancias de los líderes industriales y en colaboración con la Fundación Ellen McCarthur, que otorgó un millón de dólares para soluciones innovadoras en la gestión de residuos plásticos. El documento establece la necesidad de estándares globales, pero constituye sobre todo una apuesta por la economía circular como base para resolver el asunto. El mismo mensaje clave de la Estrategia de la Comisión Europea.

“La economía circular convertirá esta crisis en una oportunidad” 
Ayudará, si consigue salir adelante. La propuesta de la economía circular va dirigida a aprovechar como materia prima el plástico que ya no necesitamos. Los primeros candidatos a experimentarlas: los envases, cuyo valor para la economía se pierde en un 95% después del uso. El informe de McKinsey traduce ese valor en entre 80.000 y 120.000 millones de dólares anuales (considerando una oscilación del precio medio por tonelada  de los 1.100 a los 1.600 dólares) y considera que el cambio a un modelo circular generaría una oportunidad económica de 706.000 millones de dólares, en gran parte atribuibles a los envases. Ya hay iniciativas que transforman envases de plástico en tejidos para ropa, complementos, gafas de sol, bloques de construcción, bancos y los plásticos de invernadero podrían hallar una nueva vida en las carreteras. Para escalar estas soluciones, está trabajándose en una estandarización que facilite el reciclado dirigido a la reutilización. La Estrategia Europea de Plásticos, por su parte, habla ya de planes concretos y propone crear 200.000 nuevos puestos de trabajo en la industria de la clasificación y reciclado hasta 2030. En esa fecha todos los envases deberán ser reciclables o reutilizables. Para agilizar las reformas financiarán con 100 millones de euros en los próximos cuatro años acciones dirigidas a innovar en materiales y procesos.
Europa tiene interés en apostar por esta vía: si realmente estableciera una competitiva industria del reciclado ganaría unos grados de independencia de los combustibles fósiles.
Sin embargo, la propia Estrategia admite que no es la única herramienta. De manera complementaria también contemplan el uso de tasas disuasorias, siguiendo ejemplos como el gravamen impuesto en Irlanda en 2020, que redujo de 328 a 21 las bolsas de un solo uso por cada habitante y año.
“La alternativa está en los biomateriales”
Hay que apostar por ellos, pero les falta mucho. Cada vez son más los avances en materias primas procedentes de fuentes no fósiles, y en los procesos para degradar de forma sostenible los artículos elaborados con estos. La búsqueda de bioplásticos se ha visto respaldada oficialmente por el Programa Biopreferidos del Gobierno estadounidense y el proyecto Open-Bio, una iniciativa de la UE aún en marcha.
Ya se han anunciado materiales a base de celulosa para impresoras 3D, un sistema para descomponer de forma sostenible las fibras textiles sintéticas, plásticos a partir de desechos vegetales, pero aún hace falta tiempo (y mucha inversión) para generalizar las aplicaciones.
Mientras, quedan tareas por resolver: muchos de ellos se degradan solo en condiciones determinadas, no hay suficientes estándares de etiquetado e información al público, ni están incluidos de manera óptima en los sistemas de recogida de residuos. Europa asegura en su estrategia que trabajará para salvar estos obstáculos a través de normas de etiquetado y análisis del ciclo de vida para determinar las propuestas que merecen realmente la pena. Pero hasta que los materiales sostenibles se impongan, habrá que echar mano de todas las demás medidas mencionadas.

Fuente: https://www.esglobal.org/depende-un-mundo-sin-plastico/Imagenes: ‪e-consulta.com‬ - ‪Blogs RTVE.es‬ - ‪RT‬

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