¿Nuestra civilización es capitalista o industrial?: Un diálogo con Manuel Casal Lodeiro (I)

Me parece que Manuel Casal Lodeiro, en sus análisis, reproduce un tipo de lógica que es bastante común, implícita o explícitamente, en algunos círculos de activistas preocupados por el destino trágico de nuestra civilización. Por lo que quizá este cruce de palabras entre nosotros pueda servir a otras y otros. Al fin y al cabo, no somos más que un puñadito de percepciones particulares haciendo de caja de resonancia de un debate mucho más amplio.

Emilio Santiago Muiño
Como me está resultando imposible armar una respuesta integral, he decidido dejar de hacerme esperar e ir publicando esta respuesta por entregas a medida que pueda ir sacándolas del embudo de textos que tengo pendiente escribir. Serían las siguientes:
    1.    Sobre si nuestra civilización es capitalista o industrial.
    2.    Sobre el concepto de colapso.
    3.    Sobre el determinismo energético.
    4.    Sobre la cuestión del Estado en la transición ecosocial.
    5.    Sobre estrategias de transición desde una (ana)crónica del seminario Petróleo del MACBA.
Vaya por delante que una buena parte de nuestra discusión se mueve dentro del terreno de juego de los matices. Son discrepancias menores sobre un análisis de fondo compartido.
Sobre si nuestra civilización es capitalista o industrial.
Manuel Casal considera que califico esta civilización de capitalista para aferrarme a la posibilidad de sociedades industriales sostenibles. Y lanza la sospecha de que mi pulsión de urbanita traiciona mi análisis. Sin negar las malas pasadas que el inconsciente pueda jugarme, de las que no estaría exento nadie, no es cierto. Califico nuestra civilización de capitalista porque es capitalista. Esto es, porque tiene estructura económica. No digo que tenga estructura económica capitalista. Afirmo que ninguna sociedad en la historia ha tenido estructura económica, solo el capitalismo la tiene. Sospecho que la estructura económica marca su especificidad histórica como ninguna otra cosa. Y que para el problema que nos ocupa es un rasgo fundamental, que hay que poner de relieve, sin el cual no vamos a entender nada. Esto es, solo en el capitalismo las relaciones meramente económicas se han segregado del conjunto cultural y se han impuesto como una suerte de segunda naturaleza que obliga a acumular capital de un modo que nos recuerda al modo en que por ejemplo, obliga la gravedad a los cuerpos a caer hacia el suelo.
He hecho esta definición de capitalismo no por casualidad. Remite a un conjunto de lecturas y de teorías que me parece imprescindible introducir en el análisis de la crisis civilizatoria: lo que se ha dado en llamar las nuevas lecturas de Marx. Una línea de trabajo sobre Marx, que comenzó a desarrollarse en los años sesenta, que se ha quitado de encima más de un siglo de interpretación marxista de Marx (que terminaron reduciendo el pensamiento de Marx a un engelsismo) y que introduce un modo de pensar los procesos sociales muy diferente al del materialismo histórico ortodoxo. Para estas nuevas lecturas, lo central del capitalismo no es el proceso de explotación y extracción de plusvalías sino el carácter fetichista, y por tanto irracional, sacrificial y cancerígeno, de un sistema que se entiende como una estructura de dominación sin sujeto (en el capital cumple el papel de sujeto automático). Autores como Robert Kurz, Michael Heinrich, Nobert Trenkle, Moishe Postone, Roswhita Scholz o Anselm Jappe son algunos de los que han venido trabajando estas temáticas. Curiosamente, algunos de ellos, y de modo especialmente brillante Robert Kurz, vienen anticipando desde hace casi treinta años un colapso capitalista para la primera mitad del siglo XXI provocado por sus propias contradicciones internas. Es muy interesante que se pueda ser colapsista, de modo fundamentado, sin tener más que una idea muy vaga de la problemática ecológica. Nos indica que el problema del agotamiento civilizatorio que está sucediendo desborda la cuestión del choque con los límites del crecimiento.
Por supuesto, nuestra civilización no es solo capitalista. El capitalismo no podría existir si no parasitase un enorme abanico de estructuras sociales. También es patriarcal, urbana, y en Occidente con un sustrato cultural cristiano o con un patrón de residencia posmatrimonial de tipo neolocal. La apellido capitalista porque así destaco una característica esencial para entenderla. Y no lo hago arbitrariamente. Es una característica que sobresale cuando se comprende su papel el conjunto, que es predominante a otras. Y más cuando se sobreentiende el marco de un problema como los límites del crecimiento, que marca el telón de fondo de nuestros análisis.
Mi posición apuesta a que la autovalorización del valor, el capital como sujeto automático, una realidad que se impone a los sujetos sociales a sus espaldas, es la clave para explicar los rasgos que más nos interesan subrayar de la dinámica histórica que estamos padeciendo. Por ejemplo, que nuestras sociedades muestren este tipo de direccionalidad totalitaria orientada al crecimiento exponencial. O que la esfera política se compruebe, en todas partes e independientemente de quien tenga el poder y sus buenas voluntades, incapaz de hacer otra cosa que no sea colocar la vela según sople el viento de la rentabilidad global, independientemente del coste a pagar y aunque todo el mundo tenga la certeza de que el barco se encamina hacia un naufragio. También ayuda a entender porque estamos atrapados en marcos conceptuales y categoriales para la administración de la riqueza que nos impiden apreciar el papel innegable que la naturaleza juega en el proceso de producción, o entender el agotamiento de un recurso. O que nuestra sociedad parezca tan enfangada en sus propias inercias de reproducción claustrofóbica que la simple aplicación de algunas mejoras de sentido común se torne cada vez más algo parecido a un milagro. Las cuestiones como el mecanismo de deuda-interés, el poder bancario, la financiarización o la creciente concentración de riqueza en pocas manos son solo manifestaciones epidérmicas de las determinaciones que impone el capital como sujeto automático, el fetichismo consecuente, y el tipo de acumulación histórica de contradicciones que este fetichismo ha generado a lo largo de varios siglos de despliegue (especialmente durante el siglo XX).
Hay, indudablemente, una pulsión al crecimiento en las sociedades humanas que es ontológica, y se dará siempre, en cualquier sitio y lugar, de modo paralelo al crecimiento poblacional: al fin y al cabo, las sociedades humanas somos estructuras disipativas, que burlan la segunda ley de la termodinámica ampliando la entropía de su entorno. Pero esta expansión intrínseca a nuestra naturaleza puede ser tan lenta que a ojos humanos adopte la forma de un estado estacionario, como ha ocurrido tantas veces en la historia. Es esta especie de ralentización lo que buscamos al hablar de sostenibilidad.
En cuanto al argumento de Manuel del ecocidio en la URSS, es fácil responder: ni la URSS, ni ningún otro experimento del socialismo real, fueron nunca fue sociedades poscapitalistas. Lo intentaron, pero no lo consiguieron. El debate sobre la naturaleza sociometabólica del socialismo real es inmenso, y comenzó en fechas tan tempranas como los años veinte del siglo XX. No tiene sentido reproducirlo ahora, pero desde unas coordenadas que no sean las del marxismo leninismo más vetusto, hay consenso en la URSS se abolió el modo capitalista de distribución, pero no el modo de producción basado en el trabajo abstracto y el valor como forma de riqueza social, que termina imponiendo una direccionalidad no decidida, orientada a la acumulación de capital, al conjunto del sistema similar a la que gobernaba el capitalismo occidental (pero más irracional, porque sin mercado el valor no puede autorregularse, y está en su esencia ser socialmente inconsciente). Si es por una cuestión terminológica, el debate no tiene sentido. Es decir, si se acepta el terreno léxico de la guerra fría, entonces el “socialismo” está tan condenado al desastre ecológico como el capitalismo. Pero esa dicotomía de los dos bloques ensombrece, más que ilumina, la historia del siglo XX. No obstante, como aun así existieron diferencias importantísimas entre la modulación occidental y la soviética del capitalismo, se puede acordar llamar modernidad al proceso civilizatorio de conjunto, que reinaba tanto en el este como el oeste.
Por supuesto, la civilización moderna también es industrial. Y comparto con Manuel en que esto tiene una importancia crucial. La técnica moderna no es una mera realidad nominal, una palabra para designar cosas diversas, sino que es una realidad sistémica, que tiene capacidades de autonomizarse de nuestras decisiones conscientes, y que no es neutral porque es también socialmente definidora. Por todo ello, la técnica debería ser cualquier cosa menos un espacio abandonado a la competencia exclusiva y las decisiones de los técnicos. Es evidente que su desarrollo histórico nos compromete. La tecnología genera dependencias irreversibles, que obligan a nuestras sociedades a reducir su margen de libertad para poder asegurar la viabilidad del proceso técnico. Además, la interconexión de los dispositivos técnicos reduce nuestra resiliencia colectiva, y nos hace más vulnerables a diversas formas de shock. Y desde hace muchos años ha creado toda una serie de herramientas monstruosas (energía nuclear, ingeniería genética) que ya no son manejables a escala humana, inaugurando un desnivel moral, como tan brillantemente apuntó Anders, casi imposible de gestionar de modo decente.
Pero entre todas estas inercias que la técnica moderna impone, y que también condicionan nuestro sistema social, no está implícita la reproducción ampliada de la tecnosfera, sino su reproducción simple. Es decir, la sociedad industrial es tendencialmente autorreplicante: contiene una serie de fuerzas (lo llamo en mi tesis doctoral cohesión exosomática) que obligan a mantener el nivel de complejidad que ha alcanzado históricamente para ser funcional. Lo cual no deja de ser un enorme problema en un mundo de energía declinante. Pero las máquinas no determinan la expansión económica y el crecimiento: este es consecuencia de las dinámicas sociales capitalistas. Por eso, si el problema que enfrentamos es el de los límites del crecimiento tiene sentido priorizar la interpretación capitalista de la civilización moderna (sin negar, como no hago, que su dimensión industrial también traiga aparejado gravísimos problemas).
Portada del libro de J.D. Sacristán de Lama

De todas formas, reconocer que la tecnología moderna forma un sistema no implica dar a ese sistema un estatus de totalidad tan compacta que la más mínima alteración de una de las partes suponga el derrumbe o la mutación del conjunto. Aquí hay que ser más precisos. Un ejemplo: Sacristán de Lama hace una interesante clasificación de la evolución histórica de las culturas en función de su nivel de complejidad, que tiene un correlato técnico, y afirma que en el presente vivimos en culturas de quinta generación, moldeadas por la Big Science surgida tras la Segunda Guerra Mundial. También afirma que aunque la tecnociencia ahora lo envuelva y lo empape todo, y casi nada funcione sin un ordenador, esta complejidad tiene algo de superficial porque la mayoría de las funciones reales siguen siendo de cuarta generación, esto es, del tipo de sociedad con producción industrial que podía existir hasta la primera guerra mundial, con aparatos que un obrero cualificado podía reparar y construir en un taller: es decir, tecnológicas con cierta disposición para la artesanía (recordemos que durante muchos años la revolución industrial no fue otra cosa que una tecnología organizacional de las artesanías materiales con un apoyo de máquinas sencillas y combustibles fósiles): «muchos de los servicios, como el suministro de agua corriente o el transporte, siguen siendo básicamente de cuarta generación, aunque la tecnociencia de la quinta generación lo empape todo y el sistema sea tan complicado que ya sólo se puede mantener con la ayuda de los ordenadores»[1].

Es decir, la simplificación que el declive energético nos va a obligar a acometer no tiene por qué suponer un retroceso técnico preindustrial, aunque en algunos aspectos si pueda ser adecuado y (u obligado) retrotraernos hasta tan atrás. Lo interesante de la propuesta de Sacristán de Lama es el modo en que complejiza el análisis de la técnica para demostrar que no todas las técnicas industriales han firmado la misma hipoteca de complejidad sistémica. Y una parte importante de la producción industrial moderna sería materialmente viable, en un contexto de declive energético, si se diera envuelta en un sistema social que no estuviera obligado a crecer y además pudiera asignar de modo más racional los recursos que hubiera disponibles.
Pero el debate sobre los procesos industriales en un siglo XXI de crisis socioecológica no viene dado solo por su viabilidad material, sino también por su idoneidad moral. En muchos círculos pikoileros resuena una sospecha, muy antigua, sobre si un marco industrial-urbano es un espacio de socialización idóneo para construir un ser humano bueno, o se trata del caldo de cultivo perfecto de una degeneración antropológica desastrosa. El argumento es conocido: a costa de la degradación de un segmento de la sociedad, reducido a ser un apéndice de máquinas en cadenas de montaje, otro segmento social va adquiriendo rasgos también monstruosos, maleducados en un relación parasitaria con una abundancia tan desligada del esfuerzo que solo puede crear sujetos con vidas presididas por el Tedio, en mayúscula, como cantaba Baudelaire en las Flores del mal. Aunque caricaturizado en esta descripción a pluma veloz, este es un debate complejo que nadie debería minusvalorar, y en el que aquí no voy a entrar. Sin embargo, conviene desligarlo en la medida de lo posible del debate sobre la viabilidad técnica de la sociedad industrial, porque el alcance de cada uno de ellos es completamente diferente.
Un simple apunte en relación al debate moral sobre el industrialismo, que suele pasar desapercibido: si hay una fuerza histórica que ha ayudado a nivelar materialmente la estratificación social, es la producción de masas. Alexis de Tocqueville señaló que la tendencia social más importante de los últimos 800 años ha sido el cierre paulatino de los abismos sociales que organizaban las sociedades tradicionales-teocráticas Aunque en términos monetarios la desigualdad económica que induce el capitalismo es inmensa, y no para de crecer (sobre todo en comparación a la etapa capitalista fordista), en términos materiales la abundancia ligada al mundo industrial ha provocado una igualación de las experiencias de vida que seguramente solo podríamos encontrar en fases históricas preestatales. Al menos en los países del norte, la experiencia de vida cotidiana de un multimillonario y la experiencia de vida cotidiana de un trabajador no cualificado, o un excluido social, están seguramente más cerca, en términos comparativos puramente materiales (nutrición, esperanza de vida), que la experiencia de vida entre un patricio romano y un esclavo, o un rey feudal y un siervo de la gleba.
Esta función igualitarista del industrialismo se perdería si la crisis civilizatoria compromete la posibilidad de procesos masivos de producción, aun a otra escala, a otro ritmo, con otras implicaciones sociales y alimentados con otras energías. Renunciar a alguna forma de fisionomía industrial implica, seguramente, el retorno de una fortísima estratificación social como mecanismo social para gestionar la escasez. La artesanía aislada conlleva, necesariamente, un consumo de élite. Defender la necesidad de procesos de producción de masas en el futuro no significa que una transición poscarbono no implique reordenar radicalmente el sistema industrial, sacrificando partes sustanciales del mismo, reduciendo drásticamente su producción, y replanteándolo en formulas mucho más descentralizadas, más locales e hibridadas con organizaciones de carácter artesano. Es decir, la infraestructura industrial de una sociedad sostenible sería radicalmente diferente a la nuestra.
Afirma Manuel Casal que hay suficiente hecho. Es cierto. Y más si esta abundancia se pusiese en común. Defiende que una parte importante de nuestros metabolismos futuros tendría que ir orientada más a reparar y cuidar lo hecho, que a construir nuevos objetos. También es correcto. Pero todo ello no quita que las sociedades del futuro no tengan que tener procesos industriales de masas para garantizar, en cantidad suficiente, algunos bienes. Tanto para asegurar la cobertura de necesidades básicas, cuya universalización es un logro difícilmente discutible de la modernidad, como para reponer la obsolescencia programada de la termodinámica, que es mucho más lenta que la del capitalismo, pero también existe.
La bicicleta antibiótica, por Casdeiro

Cojamos un ejemplo que pone Manuel y analicemos un poco sus implicaciones. Manuel afirma que una de cada 7 personas del siglo XXI tiene acceso a una bicicleta. Bien, aunque los ciclistas no dejan de ser una minoría privilegiada, puesto que 6 de cada 7 personas no pueden pedalear (y aunque una parte de la población viva en lugares que no animen a preferir una bicicleta como medio de transporte, también es indudable que muchos de los que no tienen acceso podrían usarla si dispusiesen de ella). Seguramente ese séptimo de la población mundial con bicicleta viva esencialmente en países occidentales. Si quisiéramos que los habitantes de los países del Sur Global disfrutasen también de una bicicleta, y creo que es justo aspirar a algo así[2], seguramente nos haría falta fabricar muchas más. Quizá no sería necesario multiplicar por 7 el parque actual de bicicletas, ya que puestas en común (en flotas municipales colectivizadas, por ejemplo) podrían cubrir mucha más demanda con el mismo número de unidades. Pero incluso bajo esa hipótesis comunizadora tan extrema, que no deja de ser un tipo ideal con pocas posibilidades políticas de llevarse a cabo en ningún sitio[3], hace falta multiplicar o triplicar el número actual de bicicletas. Y si no construimos masivamente, aunque sea a un ritmo muy lento, más bicicletas, es imposible que con las que ahora hay personas del siglo XXII, incluso los bisnietos de los privilegiados occidentales de hoy, tengan también derecho a una bicicleta.

Y no son solo bicicletas o antibióticos, que se usan como símbolos ejemplarizantes que resumen muchas otras cosas. Jorge Riechmann, en comunicación personal con Manuel y conmigo, enumeraba de modo rápido “la lavadora eléctrica, el motocultor, la anestesia, la cirugía avanzada, las prótesis modernas —incluso los psicofármacos y los ordenadores e internet, si fuésemos capaces de usarlos de otra manera… Podría seguir”. Por qué no añadir la canalización de agua potable, el papel, la industria óptica… No es complicado pensar en adelantos técnicos que dados en otro orden social podrían cumplir un papel emancipador.
En Cuba me di cuenta que los decrecentistas occidentales tenemos un modo muy peculiar de conceptualizar el despilfarro deshumanizador de la sociedad de consumo. Tendemos a ejemplificarlo en dos o tres mercancías icónicas que representarían el lado perverso de nuestra adicción a falsas necesidades, como un móvil de cuarta generación o un automóvil último modelo. Pero la sociedad de consumo (sostenida por producción industrial) también es la disponibilidad fácil, para cientos de millones de personas, de sal, tijeras, lápices, papel de pegatina, tiza, una bombilla, clavos, un recipiente de vidrio, jabón, aguja e hilo, herramientas agrícolas… Un montón de objetos cotidianos, ligados a una imagen de vida sencilla, cuya presencia sospecho que daríamos por supuesto en una sociedad sostenible, y que sin embargo requieren de procesos masivos de producción para ser ofertados en los términos que consideramos normales (pero que no lo son en absoluto).
Y creo que en este punto conviene también no olvidar muchos avances que no son objetos tangibles, sino cambios simbólicos o institucionales fundamentales, ligados al lado positivo de la individuación moderna, que tiene como prerrequisito cierta abundancia material (industrialmente obtenida). Lo más evidente, que siempre sale a relucir en cualquier debate sobre el valor moral de la técnica, es que la vida en sociedades tradicionales era mucho más vulnerable que la vida moderna a los avatares de la naturaleza, esencialmente enfermedades y clima. Esto generaba biografías mucho más frágiles. Los grados de mortandad infantil del patrón demográfico tradicional ilustran bien esta fragilidad, y el anhelo legítimo de huir de ella. Hay una idea clásica del marxismo que me parece reivindicable si se le quitan los histrionismos prometeicos: hay una primera fase histórica de eso que podríamos llamar la emancipación humana que consiste en liberarse de ciertas opresiones respecto a la naturaleza. Esta batalla tiene que dar lugar a un espacio antropológico mínimamente resguardado, que hemos de reivindicar. El argumento de que ciertos progresos en la humanización de la naturaleza son positivos hace que la mayoría de los pensadores críticos con la industrialización que yo conozco respeten y celebren algunos desarrollos sociotécnicos de la sociedad moderna como victorias de la libertad (pienso en Mumford, siempre con una lectura histórica tan equilibrada, pero también en Illich).
Otro éxito emancipador de la sociedad industrial: haber logrado establecer patrones de reproducción cotidiana que no necesiten negar el desarrollo de la personalidad de ningún miembro del grupo en pos de la supervivencia de la colectividad. Las sociedades tradicionales solían sacrificar a algunas personas (en general a las mujeres, y especialmente a algunas mujeres) para asumir las tareas de cuidados de la colectividad. “Quedarse para vestir santos” no era un mero accidente biográfico, sino en muchas ocasiones una estrategia cultural inducida, de reproducción grupal exitosa, propia de sociedades agrarias bien adaptadas a sus límites metabólicos. Este poder coactivo de la lógica de grupos en las sociedades calificadas de comunitarias, que también se refleja en realidades como las alianzas matrimoniales o la sanción de la disidencia y la heterodoxia (sexual, religiosa), es algo por lo que no debemos sentir ninguna nostalgia. Pero es cuanto menos dudoso que podamos separarlo, en una vivisección perfecta, de las condiciones materiales preindustriales, que convertían dichas instituciones en algo bien adaptado a su realidad sociometabólica.
Otro buen amigo también muy inteligente, Adrián Almazán, se suma a los muchos que hacen una reivindicación del valor moral de las sociedades preindustriales. En su caso, en términos de autonomía. El gran daño histórico que las sociedades industriales habrían afligido con el etnocidio campesino es la desaparición de un espacio-tiempo antropológico donde la humanidad viviría distribuida en universos sociales con un alto grado de autonomía material y simbólica. Por tanto, la modernización debe ser leída esencialmente como la absorción de la reproducción de la vida por parte del Estado y en el Mercado, dos estructuras institucionales que se sobreentienden como inherentemente alienantes y responsables de esa triada de fenómenos disruptores que marcan, para mal, el signo de nuestro tiempo: burocratización, mercantilización y disolución de las lógicas comunitarias[4].
Dudo sinceramente que las sociedades tradicionales posibilitaran vidas más autónomas. Más bien modulaban eso que podemos llamar autonomía de modo cualitativamente diferente, bajo la influencia de dos rasgos esenciales que hoy se han perdido: la predominancia de un metabolismo agrario y una densidad social mucho menor (un mundo vacío) y por tanto mucha menos interacción social, menos complejidad, menos velocidad, menos competencia. De hecho, sin entender que la modernidad es, a su manera, una promesa de autonomía en relación al paisaje social previo (frente a la mortandad infantil, los matrimonios concertados, la culpa religiosa, los trabajos cotidianos extenuantes o la vigilancia grupal de los chismorreos de los pueblos) no podemos entender su consistencia antropológica y grado importante de colaboracionismo que ha existido en su implementación. Con todo ello no significa que no podamos y debamos buscar inspiración sociológica en sociedades tradicionales, valorar la importancia estratégica de un mundo campesino vivo para el siglo XX o combatir las caricaturas de la historiografía liberal sobre los bienes comunes o la Edad Media. Pero si no se quiere pecar de cierto esnobismo intelectual conviene hilar fino y matizar mucho. Que es justo lo que no hacemos cuando aceptamos instalarnos en una dicotomía antitética autonomía tradicional-heteronomía moderna.
De fondo, creo que el problema en este punto es delimitar bien que se entiende por autonomía y ser capaz de defender que eso que se prioriza es la cúspide jerárquica de los valores humanos. Entendamos por autonomía la idea de Unabomber, por ejemplo, que la considera un rasgo esencial de pasar por lo que él llama un “proceso de poder sano” (finalidad, esfuerzo autónomo y meta que refuerza la autoestima): “mucha gente necesita un grado mayor o menor de autonomía al trabajar por sus finalidades. Su esfuerzo debe ser tomado por su propia iniciativa y debe estar bajo su propia dirección y control”[5]. Es muy probable que esta necesidad sea un universal antropológico (lo recogen casi todos los autores que han pensado los sistemas de necesidades humanos en las últimas décadas). Pero su satisfacción no tiene el monopolio de la vida buena, sino que se enmarca en un caleidoscopio muy complejo de otras muchas necesidades y valores, que admite modulaciones muy diversas, donde puede ser interesante reducir los niveles de autonomía —sin suprimirla— a cambio de lograr mayor seguridad existencial, mayor potencial para la creatividad y la expresividad o mayor ocio. Incluso cabría discutir si puede ser aceptable perder una parte de esa autonomía que Adrián Almazán denomina material, que yo llamaría más bien localismo metabólico, a cambio de un mayor grado de autonomía en  otros aspectos como las relaciones afectivo-sexuales, o la posibilidad de realizar trabajo simbólico-artístico… Ámbitos donde se pueden también tener finalidades que requieran esfuerzos autónomos y llenen de sentido las vidas.
Finalmente, sobre si podemos llamar industrial a una sociedad que tiene algunas industrias, o conviene llamarla neoagraria o agraria-recuperadora como defiende Manuel Casal Lodeiro, es un debate terminológico poco importante, que en el caso de que tuviera lugar exigiría clarificar previamente que es “algunas”, que es “muchas” y si ese es un dato que tenga sentido. Es decir, si el carácter hegemónico del que habla Manuel es una cuestión de número o algo más cualitativo. En general, las cuestiones léxicas me importan poco si las implicaciones conceptuales que hay por debajo quedan claras. En este caso: creo que incluso en el marco de la crisis socioecológica todavía estaríamos capacitados para transitar a sociedades que contaran con formas de producción de masas que podrían ser correctamente llamadas industriales (en mucho menor número, con otra organización, otra escala y otra matriz energética). Y que además conviene intentarlo porque la existencia de estos dispositivos de producción de masas es un ingrediente importante para lograr una vida buena al alcance de todos. Pero si no queremos llamar a estos procesos industriales, o consideramos que su peso sería insuficiente como para nombrar el perfil de toda una sociedad, no tengo problema en que se llame de otra manera.
Un último apunte. A todo lo argumentado, añado también una pizca de fatalidad en la defensa de una estrategia que acepte el marco de sociedades industriales sostenibles como horizonte de trabajo: eso que Eric Hobsbawn consideró el acontecimiento central del siglo XX, la destrucción mundial del neolítico que supuso el capitalismo fordista a partir de los años sesenta, es irreversible en un plano político y en la escala de nuestra trayectoria vital. Insisto en lo del plano político: quizá uno, en un plano biográfico o comunitario, si pueda retornar a modos de vida campesina. Aunque se trata de una empresa enormemente problemática por muchas razones. La fragilidad política es solo una de ellas (que en nuestros ambientes se obvia de modo desesperante, pero esto lo discutiré en otro artículo cuando hable del papel del Estado en la transición ecosocial). Otra razón evidente es que, destruido el mundo campesino a nivel social, volverse tenazmente un campesino individual, alguien que no dependa de ingresos monetarios y por tanto del entramado de conjunto del sistema socioeconómico, es algo parecido a ser un náufrago voluntario en una isla desierta, y el costo vital es enorme. Marc Badal contaba en una conferencia una especie de parábola muy ilustrativa. Él fue al campo para, entre otras cosas, prepararse ante el peak oil. Pero allí se dio cuenta de que si en la ciudad la prueba del Peak Oil es similar a saltar un río con una anchura de 300 metros, en el campo la prueba del Peak Oil se asemeja a saltar un río con una anchura de 100 metros: parece más fácil, pero es igual de imposible. De un modo hermoso y triste, lo describe así en su libro Vidas a la intemperie:
Los ingredientes con los que las gentes del pueblo cocinan sus vidas son los mismos que en la ciudad. Cambian solo algunos aderezos. La relación con el mundo, horas perdidas frente al televisor. La relación con el entorno, desplazamientos constantes sentados al volante. La relación con los vecinos, un saludo cordial[6].
Georgescu-Roegen, que entendió de modo sobresaliente el papel de la entropía en los procesos humanos, lo tenía muy claro: en la evolución sociocultural no podemos volver sobre los pasos. No hay vuelta atrás. Construiremos la transición sobre una tierra antropológicamente quemada por la industrialización. Por ello, si se piensa en producir cambios de alcance político, luchar por el gobierno de la Polis y no replegarse en el jardín de Epicuro, toca pagar el peaje de convivir, interactuar y usar los resortes del desastroso mundo en marcha. También la industria, con sus perversiones y sus promesas incumplidas.  Lo otro será otra cosa: literatura o proyecto de vida, pero no política.


Notas
[1] José Sacristán de Lama (2008) La próxima Edad Media, Barcelona: Bellaterra, pág. 107.
[2] Iván Illich, una de las mentes críticas del industrialismo más lúcidas, afirmaba que no se podía consentir un nivel de subdesarrollo que impidiera que los ciudadanos de cualquier país no tuvieran acceso a una bicicleta, pero aumentar la velocidad de desplazamiento y el consumo energético más allá introducía a las sociedades en una trampa de sobredesarrollo.
[3] Si la socialización de medios de producción ya es una tarea titánica, la abolición de la propiedad privada sobre utensilios de uso personal es un disparate político, que no cuenta con ninguna experiencia histórica que respalde que algo así sea posible.
[4] Vease, por ejemplo, su artículo “Ruralidad o barbarie“, en la Revista Oximora, nº 8, primavera 2016.
[5] Kaczynski, Ted (1999). La sociedad industrial y su futuro. Disponible en: http://www.sindominio.net/ecotopia/textos/unabomber.html
[6] Marc Badal (2013) Vidas a la intemperie. Notas preliminares sobre el campesinado, Madrid: Ediciones Campo Adentro, pág. 22.
Mucho más tarde de lo que exigen los códigos de honor en el mundo del Peak Oil, y entre la gente de bien en general, contesto a mi amigo Manuel Casal Lodeiro algunas críticas muy interesantes, y recurrentes, sobre algunas posiciones que he defendido públicamente aquí y allá (especialmente en mis libros No es una estafa, es una crisis —de civilización— y Rutas sin mapa, aunque no solo, también en algunas intervenciones públicas en talleres o charlas). Estas críticas son accesibles en Praza.gal y en el blog de Manuel.
Fuente: 15715/15 - Imagen de portada: Mario Chaparro Rubio

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