Lof Lafken Winkul Mapu: La trampa del Mapuchómetro en Patagonia
El discurso del complot sobre
el territorio patagónico tiene un viejo origen, hoy reactualizado sobre
las ideas de seguridad y propiedad privada. Pero frente a las narrativas
de silencio y olvido el Pueblo Mapuche-Tehuelche ha construido un
proceso de reivindicación: la conformación del Lof Lafken Winkul Mapu es
ejemplo de ello. “A pesar de una interculturalidad declamada, las
formas mapuche-tehuelche de ver el mundo nunca tuvieron lugar en las
posibilidades de repensar juntos una mejor vida en común”, dicen las
autoras de este texto.
Escrito
por: Claudia Briones, Marcela Tomas, Lorena Cardin, Ana Ramos,
Valentina Stella, Ayelen Fiori, Mariel Bleger, Kaia Santisteban, Malena
Pell Richards.
Las autoras de esta reflexión somos
antropólogas especializadas en Estudios Étnicos e Interculturalidad.
Hemos trabajado desde diversas ópticas etnográficas junto con
comunidades y organizaciones del Pueblo Mapuche Tehuelche, y algunas de
nosotras, lo venimos haciendo hace varias décadas. Pero, además, vivimos
en Bariloche –o en los alrededores–, el epicentro del “conflicto” que
nos convoca en este escrito.
Estamos acostumbradas a que sólo
cada tanto los temas de nuestra región alcancen difusión nacional. Hemos
aprendido que, cuando lo hacen, también se viralizan desinformaciones
cruzadas que hay que filtrar. Cuando eso pasa, dos prácticas nos ayudan a
sobrellevar la preocupación, el desconcierto, el enojo y el dolor que
sentimos –como antropólogas patagónicas– al ver comprometida nuestra
cotidianidad, relaciones y afectos. La primera es reunir la avalancha de
noticias y editoriales periodísticas, declaraciones en medios radiales y
televisivos e incluso whatsapps de alcance local, regional y nacional.
Luego de analizarlas e identificar las fakenews que circulan, tratamos
de entender quiénes, cómo y por qué van construyendo “el problema” del
modo en que lo hacen, y qué fundamentos y efectos tienen esas distintas
maneras de encuadrarlo. La otra es pensar juntas lo que vemos como
verdaderamente problemático, porque entendemos que tenemos un problema
serio como sociedad, y un mal diagnóstico no hace más que agravarlo.
***
Esta
vez, la punta del iceberg que colocó a Villa Mascardi y Bariloche en la
agenda pública nacional fue la confrontación entre quienes se
autoidentifican como “vecinos indignados” y los integrantes de la Lof
Laken Winkul Mapu. El motivo: un “banderazo patriótico” convocado a
fines de agosto por los propios “vecinos indignados”, que reclamaban:
“No a la violencia”, “Sí a la vida pacífica”, “Respeto a la propiedad
privada”, “Que la Justicia actúe en tiempo y forma”, “Basta de okupas.
El estado debe defender dominios públicos y privados”, “No a las tomas”,
“Seguridad para los vecinos de Villa Mascardi, guardaparques y usuarios
de rutas y playas”. Una convocatoria en la que se fueron tensando las
posiciones políticas al tiempo que se iban escalando los comentarios
xenófobos y alentadores de violencia contra el Pueblo Mapuche.
La
intervención de fuerzas provinciales y nacionales por orden de la
ministra de Seguridad de la Nación, así como la presencia de la
Gobernadora, evitaron un potencial enfrentamiento entre “vecinos” y
“mapuches”. Pero lejos estuvieron de calmar los ánimos. Como ocurrió en
2017 –cuando desapareció Santiago Maldonado ante la intervención de
Gendarmería en Pu Lof en Resistencia (Provincia de Chubut) –, los
derechos mapuche quedaron apresados en “la grieta” que juzga y divide de
modos irreconciliables fallas y aciertos de acuerdo con lo que en cada
momento del país funciona como oficialismo u oposición. En este plano,
las imputaciones recíprocas censuran o alaban cualquier iniciativa por
el hecho de ser “kirchnerista” o “macrista”.
Aunque esta vez se
presentó una novedad. “La grieta” se fue redefiniendo desde dos tópicos
que trascienden y reorganizan supuestas afiliaciones o simpatías
político-partidarias: seguridad y propiedad privada.
De manera
abrupta, el conflicto en Villa Mascardi empezó a discutirse en el marco
de otro tipo de “tomas” ubicadas en Gran Buenos Aires, en El Bolsón, e
incluso de ocupaciones de casas en lugares veraniegos de la costa
bonaerense. Los debates se centraron en marcar la diferencia entre
“tomas” y “usurpaciones” en esos otros contextos, distinguir si son
“delito” o no, si son por necesidad o están alentadas por intereses
fraudulentos que buscan ventajas económicas o políticas, o en cómo
debieran actuar las instituciones para tramitar los conflictos que eso
genera con la esfera estatal (sea federal, provincial o municipal) o con
“privados”. Como resultado, la Lof Lafken Winkul Mapu queda dentro de
un campo semántico que confunde diferentes temáticas y, peor aún,
dificulta visualizar no sólo cuál es el problema en este caso, sino
cuáles son los marcos jurídicos para su tramitación.
El primer
punto a aclarar es que la constitución nacional reformada en 1994 –junto
con la suscripción del país a convenios internacionales y marcos
legislativos provinciales– reconoce la preexistencia étnica y cultural
de los pueblos indígenas y mandata al Estado asegurarles la posesión y
propiedad de las tierras que ocupan de maneras tradicionales, así como
la entrega de otras aptas y suficientes para su desarrollo. Ningún
conflicto por territorio que involucre a pueblos indígenas en el país es
legalmente encuadrable en otros actos de “tomas” realizados por
personas no indígenas.
Otro aspecto no menor de reconocer la
preexistencia y la persona jurídica de las comunidades es que éstas
tienen derecho a practicar su propia institucionalidad hayan o no
realizado su inscripción en el Registro Nacional de Comunidades
Indígenas (RENACI). Son, en todo caso, otras comunidades y
organizaciones del pueblo indígena en cuestión las que avalan su
pertenencia. En el caso del Lof Lafken Winkul Mapu, su existencia como
comunidad mapuche ha sido refrendada por varias comunidades y
organizaciones mapuche-tehuelche de Río Negro, Neuquén, Chubut y otras
provincias. Hay ciertamente disidencias de algunas comunidades que, en
todo caso, deben dirimirse en parlamentos (xawün) como forma propia de
resolver conflictividades y tomar acuerdos colectivamente.
Por
último, más allá de simpatías político-partidarias que los integrantes
de cada pueblo –como el resto de los ciudadanos– puedan tener, los
mandatos constitucionales comprometen al Estado como tal,
independientemente de qué partidos estén a cargo de su administración.
Por ello los reclamos de los pueblos indígenas se dirigen siempre a las
autoridades del Estado federal, provincial o municipal. Implicarlos en
grietas político-partidarias desvirtúa los marcos que los regulan y
amparan. Y equiparar las demandas en caso de conflicto desconoce la
necesaria articulación que los organismos de Estado están obligados a
efectuar entre los derechos particulares constitucionalmente reconocidos
a los pueblos indígenas y los derechos universales de todos, que
también alcanzan a los derechos indígenas.
Desde estos puntos básicos
de partida, las preguntas a hacerse pasan por ver no sólo por qué la
Lof Lafken Winkul Mapu suscita las descalificaciones que genera, sino
también por qué expresa sus demandas del modo en que lo hace.
Se
escucha que “nunca fueron mapuche”, que se hacen pasar por tales para
usurpar tierras. Que son “mapuche de papel” o, en todo caso, “malos
mapuche”, encapuchados, anarquistas y violentos. Que nacieron y vivieron
en los barrios de Bariloche hasta que decidieron atentar contra la
soberanía del Estado en Parques Nacionales, sin tener vínculo histórico
con el lugar en que se asentaron y que no reconocen al Estado argentino.
Que se escudan tras llamados “místicos”, y que tienen una líder
–la machi Betiana–, descripta como una “médium extrasensorial” que cree
“escuchar dioses”. Muchas cosas se dicen sobre situaciones, contextos y
experiencias que se conocen muy poco. Y ese desconocimiento local y
nacional, a pesar de prolongadas convivencias, ofende, enoja y duele
tanto como las piedras y las balas perdidas.
Un buen comienzo para
empezar a comprender modos de encarnar los lenguajes y argumentos del
Pueblo Mapuche-Tehuelche que se juzgan “extemporáneos” pasa por
preguntarse a qué, por qué y con qué sentidos ciertos sectores dicen
“basta” o “hasta aquí”. Para discernir las circunstancias contra las que
se movilizan colectivamente los integrantes de este Lof –y muchos otros
con similares trayectorias– cabe prestar atención a algunas de las
experiencias, vividas como agravios, que señalaron sus voceros en
entrevistas, encuentros o mesas de diálogo.
Vivir, nacer, crecer en
los barrios periféricos y marginales de Bariloche –nombrados localmente y
de forma genérica como “el Alto”– confronta a sus habitantes con la
paradoja cotidiana de residir en condiciones muy difíciles en “la Suiza
argentina”, una de las zonas de la Patagonia que el turismo nacional y
extranjero más desea visitar. Allí la falta de servicios, el desempleo,
el hacinamiento y el déficit habitacional agravado por los inviernos
helados, el abandono y abuso por parte de las fuerzas de seguridad son
moneda corriente. Es mayormente para hacer trámites o para ir a trabajar
que suelen “bajar al Centro” (esa postal selectivamente recreada por
los folletos turísticos) o ir a los “Kilómetros” (un entretejido de
barrios de clase media y alta, y de emprendimientos turísticos a lo
largo del Lago Nahuel Huapi).
Esta segregación de hecho se ve
reforzada por imaginarios locales y fomentada por los medios de
comunicación hegemónicos, que retratan a los barrios marginales de
Bariloche –y sobre todo sus jóvenes– como un bolsón de conflictos,
violencia, adicciones y delincuencia. Poco sorprende, entonces, que las
prácticas policiales de violencia institucional más frecuentes se
focalicen en esos jóvenes, como lo vienen denunciando desde hace años
vecinos, organismos de derechos humanos y la pastoral social.
“El
Alto”, ese estereotipo construido para nombrar la marginalidad de
Bariloche, a su vez, tiene fronteras tan claras como móviles: se va
desplazando cada vez más hacia el sur, a medida que las políticas de
ordenamiento territorial y los intereses inmobiliarios presionan sobre
los barrios populares más antiguos. Si esto resulta experiencia habitual
para todos los pobladores de los barrios más pobres de la ciudad, para
algunos de ellos esos corrimientos resuenan con una historia familiar
más larga.
Esa historia se vincula con los sistemáticos despojos
territoriales sufridos por el Pueblo Mapuche Tehuelche, desde las
campañas militares de fines del siglo XIX y desde el reconocimiento de
Bariloche como localidad urbana en 1902 hasta la fecha, sea porque
obligaron a las abuelas, abuelos, padres o madres a dejar sus casas
cerca del lago para trasladarlas cada vez más arriba, o porque debieron
emigrar desde las zonas rurales –más o menos cercanas– hacia “el
pueblo”. Aunque a algunos de ellos se los reconozca como “antiguos
pobladores”, rara vez entran en la épica de “los pioneros”, siempre
europeos, que fueron haciendo próspera “la Suiza argentina”. Sus
trayectorias y aportes fueron y siguen siendo silenciados por las
instituciones escolares, los registros estatales y las “fuerzas vivas”
que van entramando la historia pública local.
La idea de que el
Pueblo Mapuche-Tehuelche fue aniquilado por completo durante la mal
llamada “conquista del desierto” o que provenía de Chile, o que por
vivir en el pueblo se ha awinkado, ha funcionado y sigue funcionando
como epígrafe perfecto para el silencio y el olvido. Sin embargo, esas
abuelas, abuelos, padres o madres están diariamente presentes en los
relatos heredados y transmitidos, a veces en voz alta y otras veces en
voz baja, en la intimidad de las familias mapuche-tehuelche de los
barrios. Y es entonces allí que, aun quienes vienen de distintas
trayectorias y experiencias familiares, deben hacer sentido tanto de esa
historia como del presente compartido entre sí y con otros.
Vivir,
nacer o crecer en “El Alto” implica afrontar una doble discriminación,
con la que se lidia de distintos modos. Algunos deciden cambiarse o
silenciar su apellido indígena por miedo a que su origen le reste
posibilidades de conseguir empleo o para no sentir vergüenza en la
escuela –donde todavía tienen que leer textos que cuentan de formas
peyorativas cómo eran los mapuche, cómo vivían y qué hacían, siempre en
pasado. Otros restringen su circulación por el pueblo para evitar ser
arbitrariamente detenidos –y muchas veces maltratados– por la policía,
simplemente por portación de rostro y apellido, conscientes de que un
altísimo porcentaje de los detenidos en el Penal III local (la mayoría
por cuestiones menores y sin causas abiertas) viene de los barrios.
Claro
que la violencia muchas veces no tiene forma de represión directa, sino
que opera a cuentagotas, calando en las identidades, silenciando y
homogeneizando. Sea de una u otra forma, para ellos seguir reproduciendo
las invisibilizaciones y silenciamientos, o reprimiendo el enojo, es
una manera de sobrellevar su día a día.
Aunque hay quienes, alentados
por el largo trabajo de una militancia indígena dedicada a la
concientización respecto de los derechos entre propios y ajenos, y
apoyados también por afectos entre familias de los barrios que recrearon
vínculos y compartieron historias comunes incluso proviniendo de
diversas comunidades, empiezan a emprender búsquedas personales y
colectivas de otra índole. Desde la última década, muchas y muchos
jóvenes de los barrios –que como otros pueden tener un pasado flogger,
mormón o evangélico– vienen ensayando otros recorridos.
Al visitar
comunidades en conflicto u otros espacios de demanda, han procurado
entender no sólo por qué les ha tocado vivir en condiciones de pobreza,
sino reconstruir las raíces profundas de una segregación que en sí misma
les ha dado certezas respecto de por qué ellos y su gente merecen un
mejor vivir. La conformación del Lof Lafken Winkul Mapu, entre otros, se
enmarca en este proceso de reivindicación de trayectorias acalladas y
denostadas. Un proceso centrado en revertir el dolor y los enojos
heredados y vividos, que busca abrir caminos para concretar un proyecto
político de reparación histórica que estatalmente siempre ha sido tan
declamado como demorado.
Injuria la sensibilidad de muchos y muchas
que, al día de hoy, los conflictos por el territorio se sigan
esgrimiendo como un conflicto entre privados, o que se desconozca al
pueblo o a las comunidades indígenas como sujetos de derecho colectivo,
cuando el marco regulatorio de los derechos indígenas lleva ya décadas
de vigencia. Aunque esta negación se hace más patente cuando el
territorio es el recurso en disputa, también opera ante otros conflictos
como, por ejemplo, cuando se reclama el derecho al ejercicio de una
medicina tradicional mapuche o a que sean reconocidas las propias
autoridades tradicionales. Así, cada nuevo indicio de no ser hoy
escuchados potencia los recelos y el descontento, porque reactualiza la
impotencia y la exasperación de sentir que nunca se los ha tomado en
cuenta.
La operatoria de “separar la paja del trigo”, a los “buenos
mapuche” de los “malos mapuche” (los “no auténticos”, “politizados”,
“partidizados”, “delincuentes” o “terroristas”) incrementa la convicción
de que se los excluye nuevamente, esta vez, por ser calificados como
interlocutores políticos legítimos. Y lo que más irrita es la
imprevisibilidad de un “mapuchómetro” que descarta como “no auténtico” a
quien no hace kamaruko o no habla mapuzugun, pero también descalifica
como oportunista a quien lo hace y plantea demandas que incomodan porque
exigen revisiones más profundas de los acuerdos de convivencia.
A su
vez, la sostenida descalificación de los conocimientos y las prácticas
propias deteriora cualquier posibilidad de confiar en un diálogo franco.
Lo que venimos observando es que, mientras esos conocimientos y
prácticas quedaran restringidos al ámbito de lo privado, parecían ser
más o menos soportables, curiosos, vistos como “creencias” folklóricas o
como argumentos “místicos”, separados y separables del mundo de la
política. Pero hoy, cuando recibir un perimontun (una visión) de las
fuerzas de la naturaleza, o un mensaje a través de un pewma (sueño) para
defender un rewe (espacio ceremonial) o levantarse como machi o
como logko se esgrime como razón del propio actuar, las
descalificaciones están a la orden del día. Y lo que duele y ofende no
es que se vean como invenciones motivadas por alguna estrategia política
o como disfraz de un interés sospechoso, sino que las prácticas
ancestrales, de tanta significación para sus practicantes, se vean
sometidas a la burla y al escarnio público. Se viven como otra muestra
más de que, a pesar de una interculturalidad declamada, las formas
mapuche-tehuelche de ver el mundo nunca han tenido lugar en el escenario
político de nuestro país, ni en las posibilidades de repensar juntos
una mejor vida en común.
El Pueblo Mapuche-Tehuelche está conformado
por trayectorias y experiencias muy diversas de desigualdad. Por lo
tanto, son muchas también sus expresiones políticas, las luchas
emprendidas y los sentidos subjetivos de qué significa ser mapuche. Es
verdad que sólo algunos sectores se encapuchan y que otros no acuerdan
con esa práctica que viene de la experiencia particular de los barrios,
donde los y las jóvenes se ocultan parte de su cara en sus camperas para
pasar más desapercibidos o protegerse pues, como sostienen, “estamos
cansados de que nos miren mal por ser quienes somos”. Sin embargo, la
permanente banalización de los conocimientos, así como las injusticias e
inconsistencias, generan enojos compartidos tanto en las zonas rurales
como en las urbanas.
Por ello, cada vez que una comunidad
mapuche-tehuelche instaura públicamente un conflicto territorial –ya sea
una recuperación del territorio despojado o como resguardo de las
relaciones ancestrales con la naturaleza–, el Pueblo Mapuche-Tehuelche
en su conjunto, y a pesar de sus diferencias y desacuerdos, tiende a
hacerla propia.
Esgrimir esas diferencias y desacuerdos para
encapsular a ciertos conflictos o a los conflictivos es, a la larga, una
victoria pírrica, una “solución” precaria y de corto alcance. No sólo
porque lleva a desconocer el largo y extenso proceso de luchas que viene
llevando a cabo el Pueblo Mapuche Tehuelche, sino porque la existencia
de esta articulación entre distintas comunidades y organizaciones,
rurales, semi-rurales o urbanas responde al hecho de compartir ciertas
visiones de mundo, pero también varios agravios y pesares. Negarlos no
los elimina sino que los acrecienta.
***
Conocer
las raíces de un enojo que puede expresarse de maneras desconcertantes
para algunos o inquietantes para otros no neutraliza ni resuelve las
conflictividades. Sin embargo, sí puede ayudar a modificar las
condiciones para empezar a tramitar los variados desacuerdos y
malentendidos que –estando sumergidos– dan sustento a la punta del
iceberg.
Un buen comienzo para ello consiste en re-centrar el
problema. Este no reside en que una comunidad en territorio recuperado
esté conformada por personas que crecieron en la ciudad, que en su seno
se levante una machi a quien respetan por sus formas de orientar y
aconsejar, que usen capuchas, o que se reconozcan mapuche-tehuelche
antes que argentinos.
El problema lo tenemos como sociedad
porque somos parte del problema. Y esto sucede porque todavía no tomamos
conciencia de que, frente a las demandas y luchas de los pueblos
indígenas, solemos basar opiniones y decisiones sobre muy malos
diagnósticos. Un primer paso, entonces, sería reconocer que las demandas
y luchas del Pueblo Mapuche Tehuelche no están siendo escuchadas en sus
propios términos.
Fuente: http://revistaanfibia.com/ensayo/la-trampa-del-mapuchometro/ - Imagen: Julieta De Marziani