Zapatos de tacón

He escuchado hablar a Loueila Mint al Mamy dos veces. La primera fue en una plaza una tarde que no paraba de llover. Llevaba tacones altos a pesar de la lluvia y nos contó que cuando era pequeña, en el campo de refugiadas saharauis donde vivía, se ponía piedras en las chanclas para construirse unos zapatos de tacón.

María González Reyes

Nos contó que llevaba tacones porque a pesar de ser mujer, racializada, migrante y refugiada era una persona con privilegios. Llevar tacones era para ella un símbolo que le ayudaba a no olvidar a las niñas que, como hacía ella cuando era pequeña, se los construyen con piedras en un campo de refugiadas. Niñas que no podrán optar a decidir si, cuando sean mayores, querrán ponerse unos de verdad en un día de lluvia.

Es abogada y nos dijo que sabe que sus privilegios le colocan en una situación de responsabilidad respecto a las personas migrantes, refugiadas o no, que no tienen la posibilidad de ir a vivir a otro lugar.
Loueila ha convertido esa responsabilidad en dedicar su tiempo a pelear por los derechos de las personas migrantes que no mueren ahogadas y consiguen llegar a España sin papeles y sin derechos.
Me pareció que no hay mejor manera de explicar qué son los privilegios y qué hacer con ellos a gente como yo, que somos privilegiadas porque tenemos la posibilidad de saciar no sólo la necesidad de pan sino también la de rosas.
En un artículo de Rebeca Solnit sobre el cambio climático dice que “la esperanza es el compromiso de buscar posibilidades”. Creo que una manera de asumir los privilegios y hacer algo con ellos tiene que ver con esto. Con que las personas que no tenemos que pasar el día pensando cómo sobrevivir dediquemos tiempo, esfuerzo e ilusión en pensar y poner en práctica propuestas, alternativas y formas de vida que indaguen en las múltiples formas que hay para no rendirnos.

Loueila encontró en los tacones que se construía con piedras en el campo de refugiadas en medio del desierto el impulso para asumir la responsabilidad de sus privilegios y usarlos para cambiar un mundo en el que, casi siempre hombres, se juntan en sus despachos a la temperatura de máximo confort para firmar leyes y acuerdos que determinan la muerte y la degradación de los ecosistemas.
La segunda vez que la escuché hablar también trató el tema de los privilegios y las responsabilidades. Cuando terminó hubo un aplauso sonoro.
Para asumir las responsabilidades es necesario buscar lugares donde agarrarse para tomar impulso. Uno de ellos pueden ser los aplausos compartidos después de que suenen voces que dicen que improbable e imposible son dos palabras distintas.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/vida-ya/zapatos-tacon - Imagen de :  Louelia DAVID F. SABADELL
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No nos acostumbramos

Primera hora de la mañana. Llega tarde. No suele llegar tarde. Veo que tiene cargados los ojos de haber llorado. Primero le digo: “Pasa”. Al instante le digo: “No, espérame fuera”. Le pido al resto que comenten por parejas lo que trabajamos en la clase anterior. Salgo. “¿Estás bien?”, le pregunto. Se echa a llorar. La abrazo. Me cuenta que el día anterior en el metro un hombre restregó su pene en ella. Que había mucha gente. Que ella no se movió. Que no gritó. Que no lo empujó. Que no hizo nada. Que se siente sucia. “No hice nada”, repite una y otra vez llorando.

María González Reyes

Otro día. Tercera hora. Una alumna se acerca antes de empezar la clase. Me cuenta que su compañera de mesa no se siente bien. Pienso que es una manera de pedirme ayuda, de decirme que su amiga necesita hablar con alguien. Le digo que podemos quedarnos las tres en el recreo para charlar. Comienza la clase. Miro a la alumna que no se siente bien. Pienso que el recreo quizás quede un poco lejos. Le digo: “Tengo que ir a por folios, ¿me acompañas?”. Una pregunta es suficiente para que me cuente lo que le tiene encogido todo el cuerpo. Habla de su familia. Habla de abusos sexuales. Habla de ella.
Hay muchas más que narran vivencias similares. No son una anécdota. No se atreven sólo a contarlas en voz alta en torno al 25N. Sé que el profesorado nos enteramos de un porcentaje pequeño (muy pequeño) de las chicas que son agredidas y, aun así, me parece un número infinito.
Cada una de las veces que las escucho siento que el aire se apelotona fuera de mi garganta y que le cuesta entrar. Sé que nunca me voy a acostumbrar a escuchar esas palabras y a sostener esos silencios.
Cada una de las veces que las escucho sé que la única manera de continuar el día es compartiendo todo esto con otras personas. Pensando qué podemos hacer en ese caso concreto de esa alumna que no es un dato estadístico sino un nombre con un cuerpo que vemos cada día de lunes a viernes.
El dolor, su dolor, el de todas, es difícil de describir. Son adolescentes. Sólo tengo una certeza: su dolor es mi dolor también. Su dolor es el dolor de nosotras. De todas. Es nuestro dolor. Un dolor que era demasiado ya hace mucho tiempo. Un dolor que es intenso. Penetrante. Agudo. Profundo.
Un dolor provocado por todas las cosas que siguen tiradas por el medio. Rasgando nuestros cuerpos. Provocando moratones. A veces grandes. A veces pequeños. Y es justo ese dolor que no es sólo mío, ni sólo suyo. Ese dolor que es nuestro. El que pone de manifiesto que nunca nos vamos a acostumbrar a los pellizcos y los golpes y las palabras arrojadas contra el cuerpo de cualquiera de nosotras. No lo vamos a normalizar porque duele. Nos importa porque duele.
Ese dolor, incluso cuando parecía más testarudamente inmutable, sirvió para que muchas mujeres desobedecieran, para que encontraran la manera de resistir, para que se organizaran, para que, juntas, lo vencieran.
Transitamos los días en medio de todo lo que sigue por ahí tirado, eso que parece inamovible hasta que, juntas, tomamos la convicción de que no queremos vivir esquivando golpes.
Y, entonces, ya no hace falta preguntar: ¿me crees?, porque ya sabemos que nos creemos.
Venga quien venga. Esté quien esté dando las órdenes al mundo, contamos con la certeza de que nosotras, quizás no todas, pero sí muchas, nunca nos vamos a acostumbrar a lo que nos duele.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/vida-ya/no-nos-acostumbramos - Imagen: Alumnas en una clase de la Universidad Complutense en Madrid ÁLVARO MINGUITO

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