Cuando el ‘Tiburón’ de Spielberg murió, el capitalismo todavía estaba allí
Con ocasión de su quincuagésimo aniversario, se reestrena esta emocionante aventura que advierte sobre esos momentos críticos en que el lucro se sitúa por encima de la vida. Y sirve para reivindicar, quizá, a los profesionales que intentan defender el interés público: Hace unas semanas llegaba a los cines españoles Dangerous animals, un apreciable thriller de acción y supervivencia que hermana las historias agonísticas de resistencia a un asesino en serie, al estilo de obras como Wolf Creek, con los espectáculos acuático-terroríficos con escualos asesinos y otros animales de mares, ríos, estanques o charcas. La idea subyacente en el título era clara: los tiburones forman parte de la narración, pero los animales peligrosos son más bien los seres humanos.
Ignasi Franch
El planteamiento del filme del realizador australiano Sean Byrne (The loved ones) tenía su punto original o distintivo aunque también un tanto clickbaiter. Con todo, no hay que olvidar que la pieza fundacional de la tradición sharksploitation, Tiburón, ya incluía unas cuantas notas, insistentes, sobre bajezas y miserias humanísimas. Era una película de acción y aventuras con un gran tiburón blanco como monstruo final, y la lucha contra este centraba la segunda mitad del relato. Pero antes de eso, incluía un primer tramo más dramático y apegado a la realidad cotidiana donde el turismo y otros ismos (el lobbismo, el mismo capitalismo) jugaban un papel principal, y negativísimo, en el curso de los acontecimientos.
El realizador Steven Spielberg y su equipo iban al grano. Mostraron un ataque letal en la primera escena. El jefe de policía de una localidad costera, Martin Brody (Roy Scheider) quiere tomar medidas ante la muerte de una bañista, con el correspondiente coste en términos de imagen y de lucros cesantes para ese destino vacacional. Las fuerzas vivas de turno aplican rápidamente sus capacidades persuasivas para hacer dudar al protagonista, para modificar, obstruir o demorar sus decisiones. Se le invita a pensar en proteger los negocios de los habitantes y no solo en proteger sus vidas.
El jefe Brody no es un personaje patético, menos aún abyecto. No es como el protagonista de la novela de Erskine Caldwell Tumulto en julio (Terapias Verdes, 2009), un sheriff desesperado por irse a pescar para poder aducir desconocimiento mientras algunos de sus conciudadanos quieren linchar a un adolescente afroamericano. Pero Brody sí que es excesivamente maleable a las presiones que recibe para no obstaculizar la explotación económica de la temporada veraniega. Quizá, en parte, porque es un forastero, un neoyorquino que todavía se está aclimatando a su nuevo trabajo, que necesita el salario para desplegar su nueva vida, que no quiere desobedecer.
Más jefe Brody y menos Harry Callahan
El protagonista de Tiburón no se retrata como un héroe perfecto, sino como un trabajador que acepta a regañadientes hacer concesiones hacia su alcalde hasta que la tragedia le toca demasiado cerca. Una vez rompe con la red de maniobras dilatorias que lo ha maniatado, se convierte en un miembro del ecléctico trío de profesionales que salva la situación de manera un tanto irregular y tomando atajos procedimentales. Es un grupo cuyos miembros provienen de lugares geográficos y socioeconómicos diferentes, y son representantes de masculinidades diversas.
La reivindicación de los profesionales podría tener una lectura antipolítica. Al fin y al cabo, Tiburón se exhibió en plena pugna cultural entre el empuje de un ciclo de protestas ciudadanas progresistas y una reacción que intentaba contener y revertir su impulso. El espectáculo de Spielberg llegaba a los cines pocos años después del exitoso estreno de Harry el Sucio, que tenía algo de respuesta fílmica a los éxitos en la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos. Dedicada a los cuerpos de policía, la película protagonizada por Clint Eastwood podía entenderse como una protesta ante la obligatoriedad de la Advertencia Miranda, que forzaba a los agentes estadounidenses a leer a los detenidos sus derechos y a hacerlo de una manera que estos pudiesen comprender. El realizador Don Siegel (autor de la polisémica La invasión de los ladrones de cuerpos) y su equipo escenificaban que el mantenimiento del orden era casi imposible en unas ciudades convertidas en junglas de asfalto. Y sugerían que se necesitaban héroes autárquicos que se saltasen unos protocolos que les limitaban, unos marcos legislativos que veían excesivamente garantistas.
Tiburón no va exactamente por ahí y, a la vez, va más allá. Brody no es un agente conscientemente disruptivo, deseoso de saltarse la ley y los protocolos, sino alguien que quiere seguirlos pero recibe órdenes políticas de hacerles caso omiso. Los responsables del filme tampoco señalan exclusivamente al alcalde u otros burócratas de Washington. El alcalde y sus compinches (médico incluido) se comportan de manera repugnante, pero una reunión comunitaria sugiere que son muchas personas, y no solo los mandos políticos, quienes optan por la ceguera voluntaria. Quienes, embrutecidos por la expectativa de lucro, prefieren no pensar en los muertos y centrarse en los ingresos, inmersos en la sociopatía cotidiana del capitalismo como sistema de valores donde el dinero ocupa el lugar central.
En ese contexto de corrosión de los caracteres y las éticas personales, la clase profesional puede tener algo de salvavidas. Puede ejercer de elemento de vertebración de una sociedad, como afirmaban la periodista Barbara Ehrenreich y el ensayista John Ehrenreich en los textos incluidos en el libro Ni arriba ni abajo. Auge y caída de la clase profesional (Verso, 2023). Tiburón nace en esos momentos en los que, según los Ehrenreich, comenzaba a verse amenazada la capacidad de acción de ese atípico cuerpo social formado por docentes, médicos, trabajadores sociales y tantos otros trabajadores cuyos empleos tenían un componente implícito o explícito de servicio a la comunidad. Aunque la conducta de estos también pudiese ser contraproducente, elitista. Los que no estaban ni arriba ni abajo podían alinearse a veces con las élites y sus intereses. O podían imponer su voluntad de manera nada democrática.
La misma alianza de Brody y del científico interpretado por Richard Dreyfuss tiene algo de despotismo ilustrado a regañadientes: ambos son héroes a su pesar que deben salvar a la comunidad de sí misma, de su avaricia que comporta la pérdida de vidas. Y por ello son cuestionados, como sucedía en una influencia reconocida por el coguionista de la película, Carl Gottlieb, Un enemigo del pueblo, un clásico teatral de Henrik Ibsen. En ella, un médico advertía sobre un problema de salubridad en un nuevo balneario que prometía ser un filón de ingresos. Abogaba por su cierre temporal para sanearlo, y era fuertemente rechazado por ello a pesar de pretender el bien común.
Un final feliz con nubarrones
Tiburón puede verse como una obra de transición entre lo que representan abstractamente el Hollywood de los años 70 del siglo pasado (más abatido, más conflictivo) y el Hollywood de la década posterior (de soluciones sencillas, de atajos). Puede verse en ella un germen del cine espectacular que vendría. De ese cine comercialísimo que, en lugar de hacerse más adulto, se hizo adolescente. Pero no pertenece plenamente, ni mucho menos, a esa otra etapa caracterizada por una cierta negación de la complejidad culminada por unos finales desatadamente felices, triunfales, que se despreocupaban de la verosimilitud hasta extremos increíbles.
En el desenlace de Tiburón, de hecho, subyace una cierta oscuridad que quizá no puede disiparse del todo a través de los gestos de alegría final de los héroes supervivientes. Aunque los minutos previos de lucha por la supervivencia puedan empujar al espectador a abstraerse, o a olvidar, lo que había sucedido anteriormente.
Como en tantos cuentos de terror, el clásico de Spielberg escenifica el retorno, a través de la muerte del monstruo, al estado de las cosas previo al conflicto. El problema (y el aspecto interesante) es que, después de lo visto en el primer tramo del filme, ya no puede darse la restauración de un paraíso que se había perdido o que estaba amenazado, sino solo la restauración de la apariencia de un paraíso que se ha constatado que no era tal. Una vez liquidada la amenaza marina, se restituye la soberbia primacía del hombre, su fantasía de poder gobernar completamente la naturaleza. Y se pone en marcha de nuevo, por supuesto, la rueda del lucro y del turismo. La réplica de la fórmula narrativa en Tiburón 2, repleto de situaciones con aires de déjà vu del original, adquiriría connotaciones casi sarcásticas: Brody había solucionado un problema que se volvía a repetir porque nadie más había aprendido nada de todo ello.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/cine/pelicula-tiburon-spielberg-aniversario-reestreno - Imagen de portada: Fotograma de 'Tiburón ' (1975)