Elon Musk, el aceleracionista

Una pregunta parece imponerse a los modos patológicamente asertivos de Musk: ¿es posible que el futuro tenga 'previsto' traicionarle?… Que Elon Musk no está bien (que diría mi abuela) lo sabe todo el mundo, probablemente hasta el propio Musk. Lo último es que se ha comprado un juguete y al abrirlo ha encontrado que traía personas. Un hecho sencillo pero delirante que tiene poco o nada de metáfora, y que estos días ha dado bastante actividad a una red social en la que desde hace años el activismo viene tomando la forma de publicidad y viceversa; una plataforma mecida en un larvario caos, cuyo intervalo crispado-depresivo (Geert Lovink habla de “tristes por diseño”) oscilaba, y oscila, entre la libertad de expresión y las constricciones del formato.

Juan J. Vargas

Paradójicamente, el momento más vital de esta red social en años lo ha marcado el trending topic #RIPTwitter, un hecho que cabría asociar a la muerte de los afectos que representa su existencia.
Parece que, en general, decir que a Musk le falta un tornillo basta como diagnóstico de la situación. Sin embargo, su locura no parece ser exactamente la que suele darse por sentada: una especie de inversión de Don Quijote, que grita a sus empleados como si fueran molinos de viento. La creación de Cervantes, como señaló Foucault, fue un síntoma de una sociedad que empezaba a no encontrar correspondencias entre el lenguaje y sus referentes, una para la que el lenguaje empezaba a dejar de ser un regalo de Dios y revelaba sus fallas. El tipo de locura de Musk, sin embargo, es de otra índole: las palabras y las cosas para él manifiestan una perfecta sincronía, incluso una armonía divina, solo que no en el presente, sino en el futuro.
Tan extraña percepción del mundo tiene sus raíces, explica Éric Sadin en su ensayo La siliconización del mundo (Caja Negra, 2018), en el imaginario de Silicon Valley, presidido por el horizonte infinito del Pacífico. “A largo plazo”, indica Sadin, “y gracias al principio de catalogación de una infinidad posible de sustancias de toda naturaleza dentro de bases de datos vinculadas con programas de reconocimiento, es la casi totalidad de la realidad la que está destinada a devenir transparente a la percepción humana, hasta la identidad de las personas”. Un delirio megalómano que, como tantas veces en la historia, hace de toda explotación, de toda desigualdad y de toda violencia la función necesaria de una visión utópica del futuro que no se despega en ningún caso de los paradigmas hipercompetitivos y patriarcales del capitalismo neoliberal. El largoplacismo (longtermism) es el nombre que ha acuñado William MacAskill, uno de los pensadores de referencia de Musk, para la versión más descarnada de ese enfoque: una que no duda en considerar la eliminación de la mitad de la población humana a partir de la reducción a cero de los apoyos a la subsistencia de los países más desfavorecidos, o en considerar la biotecnología como un medio para multiplicar la ratio de genios y así “compensar” (son sus palabras) aquella reducción de la población.
Cuanto más lejano el futuro, mayor es la deuda con él y más cadáveres exige. Los medios para alcanzarlo, eugenesia y aniquilación, son compartidos con el nazismo, pero mientras este estaba enfermo de nostalgia por un pasado que nunca existió, el largoplacismo lo está por un futuro aún por existir. En un solo gesto define una forma de futuro y se erige en garante de su cumplimiento: no importa que la supuesta solución no salga del paradigma del problema y que incluso lo recrudezca. La cosa no dista mucho (no dista nada) de la propuesta de Trump de que los docentes estadounidenses llevaran un arma a clase para defenderse de posibles ataques de estudiantes asimismo armados. Tampoco de la convicción de que el problema de la seguridad está en lo reducido del número de cámaras, y no en un modelo económico-social cuyas desigualdades estructurales acaban por producir delincuencia. Es decir, la cosa no va de reprogramar, sino de parchear. Frente a la perspectiva crítica y radical, la solución no está en el origen del problema, sino en su porvenir.
Aristóteles distinguía cuatro tipos de causa: material (qué sustancia subyace a un efecto), formal (qué estructura lo define), eficiente (qué mediación lo produce) y final (para qué se produce). Tras la Segunda Guerra Mundial, la decadencia del proyecto humanista y el auge de la cibernética trajeron consigo una caída de la atención a las causas eficientes y un incremento del protagonismo de las causas finales; la cibernética, de hecho, nace en los modelos predictivos que distintos ingenieros y matemáticos desarrollaron para Estados Unidos durante la guerra con objeto de vaticinar las tácticas enemigas. Esta sed de pronóstico, unida a las clásicas tendencias teleológicas de Occidente, llevaría a pensar en el futuro como una categoría predictible, al menos en términos de probabilidad. Los actuales algoritmos que prevén lo que nos gusta y lo que no con propósitos publicitarios o propagandísticos en función de nuestros likes son una consecuencia directa de aquel propósito teleológico, orientado a fines dados, que no es una fianza a la historia, sino a una historia en particular.
El problema con Elon Musk no es que la realidad no pueda ir al ritmo de su cabeza. Sus ideas sobre cómo dirigir una empresa son en realidad terriblemente viejas, más incluso que el propio capitalismo. Según Lewis Mumford, la inmortalidad que se presuponía a los antiguos reyes tenía un paradójico revés en la velocidad que estos exigían a la tecnología de la máquina productiva, pues todos sus proyectos debían ejecutarse en vida. La inmediatez en el cumplimiento de la orden prefiguraba, a juicio del autor, una tendencia al incremento de la velocidad que solo habría de elevarse a lo largo de la historia. Ya en el siglo XIX, Marx identificó la plusvalía relativa como un componente exclusivo del sistema capitalista: aquel excedente de valor apropiado por el empresario que venía de una aceleración de los procesos productivos de los trabajadores por él contratados, es decir, de hacerles producir más en el mismo tiempo.
Así pues, terriblemente viejo no tiene por qué ser terriblemente lento. En efecto, las ideas de Musk no se distinguen de aquellas tendencias: es solo que el culto a la exageración y a la aceleración no era tan evidente (no era tan posible) en tiempos pasados. Sus delirios llegan tan lejos porque hay todo un sistema global que los favorece. Decía Lacan que si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey; es decir, basta un sistema social de sanción lo bastante alucinógeno como para que lo evidentemente falso se vuelva una verdad de pleno derecho. Sin embargo, este tipo de personalidad impositiva, arbitraria y excesiva podría ser la clave de cómo el futuro, a base de forzarse, puede llegar a desajustarse de sí mismo.
Mark Fisher, con su hauntología, plantea una enigmática causa que no se cuenta entre las aristotélicas. Si la causa final es aquella que prevé objetivos para sus efectos, hay según Fisher otra causa relacionada con el futuro que no habría sido tenida en cuenta en la historia de la filosofía hasta Derrida, una “causa espectral”: aquella constituida por los futuros no resueltos que asedian el presente, en todo momento prestos a subvertirlo. Nostalgia del futuro, en efecto, pero no de un futuro predestinado, sino de uno alternativo. De forma paralela a este concepto, Fisher defiende un aceleracionismo de izquierdas: admite que el capitalismo falla necesariamente en su intento de escapar de la estratificación social del feudalismo (pues solo muta los estamentos en clases sociales) y propone una aceleración de los procesos de desestratificación que el capitalismo solo puede obturar.
En su ambición acelerada, Elon Musk solo abre el capitalismo en canal y lo muestra como la polimorfa criatura de La cosa de John Carpenter que es. Explotador de la vieja escuela, entiende la reestructuración de una empresa no como una ciencia cauta con los derechos y respetuosa con el bienestar de los empleados, sino como una acepción más de la doctrina del shock: una en la que el desastre y el ajuste son ya el mismo movimiento. Por el realismo capitalista hacia el terrorismo capitalista. Pero los acontecimientos sugieren que hay una contradicción insoluble entre la pulsión aceleradora de los procesos del futuro y el futuro mismo, al menos el futuro en los términos del paradigma neoliberal. Y, desde luego, entre el largoplacismo que inspira a Musk y el cortoplacismo que revelan sus actos, consecuencia probable, como sugería Mumford, de la conciencia de límite que le impone su mortalidad.
Que el capitalismo pueda venirse abajo porque un multimillonario esté teniendo una crisis de los 50 algo chunga es una posibilidad seductora, aunque poco probable. Sin embargo, surgen algunas preguntas. ¿Es la intensificación del corto plazo el reverso lógico de las quimeras largoplacistas? ¿Qué es lo que acelera, en cualquier caso? ¿Es Elon Musk el primer aceleracionista en producir efectos reales antisistema, incluso a pesar de sí mismo? ¿No demuestra su compulsión aceleradora su faceta más desesperadamente humana?
En los últimos días se ha popularizado la idea de que podríamos estar ante la primera caída de una gran red social; un derrumbe, además, que pone de relieve las consecuencias de la tiranía a gran escala, es decir, a vista de todo el mundo. Aunque cabe pensar en tal optimismo como propio de un anhelo de verdaderos acontecimientos en el mundo sin brechas del capitalismo de plataformas. Todo podría ser, también lo peor, como apunta Ekaitz Cancela: que la herida se cerrara y que aquí no hubiera pasado nada. Lo cierto es que una herida se ha abierto y que por ella han asomado espectros que parecían perdidos u olvidados. La conducta de Musk ha repercutido en cascadas de dimisiones, corazones abiertos y activismos digitales que nadie esperaba, teniendo en cuenta los despidos masivos que vienen sucediendo estos mismos días en Meta y Amazon sin ningún aspaviento mediático. Un jaque a un rey que se cree rey, que va de rey, frente al talante más discreto de sus homólogos, y que por ello ha cometido la temeridad de exponerse demasiado.
Quizá el problema de Musk sea una cuestión de ruido: hace demasiado para ser cabeza visible de una era en el fondo tan silenciosa. Si algo ofrece a la causa es que su ego catedralicio y su sensibilidad de T-Rex escenifican a las claras lo que casi siempre queda en off en los medios: las circulaciones inaudibles del silicio, la vida terrible de un sistema inhumano. Es muy posible que Musk esté hecho para el futuro, desde luego el hombre se esfuerza. Lo que no es tan claro es que el futuro esté hecho para él.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/qwertynomia/elon-musk-el-aceleracionista

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