Derechos de la Naturaleza
Para cristalizar los Derechos de la Naturaleza, es preciso que los objetivos de cualquier sociedad se subordinen a las leyes de los sistemas naturales, sin olvidar en ningún momento el respeto a la dignidad de la vida humana: Los Derechos de la Naturaleza, que no pueden ser confundidos con los derechos del ser humano a un ambiente sano, demandan cambios profundos en todos los ámbitos de la vida. En ese contexto, la Naturaleza establece los límites y alcances de toda actividad humana; solo aceptando esta cuestión se puede asegurar la sustentabilidad y la capacidad de renovación de los sistemas. Demos un paso más: si se destruye la Naturaleza, se destruye la base de la vida misma. Esto conmina a evitar la eliminación de la diversidad, y su reemplazo por la uniformidad que provoca, por ejemplo, la megaminería, los monocultivos o los cultivos transgénicos. También se debe incluir, entre lo que se debe evitar, el destrozo que ocasiona el urbanismo descontrolado y, más aún, el gigantismo urbano. Escribir ese cambio histórico es uno de los mayores retos de la Humanidad, si no se quiere arriesgar su existencia sobre la tierra.
Por Alberto Acosta
Naturaleza como sujeto de derechos, un giro copernicano en ciernes
Así, en vez de considerar a la Naturaleza como un stock “infinito” de materias primas y un receptor “permanente” de desechos, necesitamos incluso otra economía (Acosta & Cajas-Guijarro, 2020). Para lograrlo requerimos asumir, como punto de partida y metas, la sustentabilidad y la autosuficiencia de los procesos económico-naturales, entendidos como sistemas compuestos de múltiples interacciones y lógicas complejas que se retroalimentan de forma cíclica.
En ese sentido, el fetiche del crecimiento económico infinito en un mundo finito debe morir, para dar paso a procesos que combinen el decrecimiento económico,sobre todo en los países que actualmente hacen de centros capitalistas, mientas que en la periferia, al tiempo de liberarse paulatinamente de la religión del crecimiento económico permanente, se debe transitar hacia el posextractivismo (Acosta & Brand, 2017). El crecimiento debe abordarse responsablemente en los países “subdesarrollados”. Es al menos oportuno diferenciar el crecimiento “bueno” del crecimiento “malo”, como planteó en el año 2001 el economista chileno Manfred Max-Neef; crecimiento que, según él, se define por las correspondientes historias naturales y sociales que lo explican.[7] De todas formas, el crecimiento no debe ser ni el motor ni el fin último de la economía.
Esta crítica al crecimiento económico no supone mantener los niveles de opulencia de pocos segmentos de la población en el Norte y en el Sur globales.
Por cierto, estas acciones no pueden caer en la trampa ni del “desarrollo sustentable” ni del “capitalismo verde” con su brutal práctica del mercantilismo ambiental (ejemplificado en el —por decir lo menos— deficiente mercado de carbono). La tarea no consiste en volver “verde” al capital, sino en superar al capital. Asimismo, no podemos caer en la fe ciega en la ciencia y la técnica, las cuales deberán reformularse para garantizar el respeto de los derechos existenciales. En definitiva, ciencia y técnica —a la par con una nueva economía— deberán subordinarse al respeto de la armonía humanos–Naturaleza. Y en este orden de cosas lo social no puede marginarse, pues la justicia ecológica necesariamente viene de la mano de la justicia social, y viceversa.
Requerimos un mundo reencantado alrededor de la vida, con geuninos diálogos de saberes y reencuentros entre seres humanos, en tanto individuos y comunidades, y de todos con la Naturaleza, entendiendo que somos un todo. Hasta hacer realidad este giro civilizatorio, los tiempos que se vienen serán cada vez más difíciles. Si realmente entendemos que la necesidad del cambio está presente, es hora de volver a atar el nudo gordiano de la vida desde las más diversas aproximaciones posibles, como demandaba Bruno Latour (2007).
Incorporar a la Naturaleza como sujeto de derechos en una Constitución o en una ley, siendo un acto formalmente antropocéntrico, si realmente se quiere que estos derechos existenciales se desarrollen en la realidad concreta, implica en esencia una obligación para transitar hacia visiones y prácticas biocéntricas. Además, defender la Naturaleza o Pachamama, es defendernos a nosotros mismos, pues somos Naturaleza, entendiendo siempre que quien en realidad nos da el derecho a existir es la Madre Tierra. ¡Aquí se encuentra el origen de todos los derechos!
En la práctica legal, esto significa que, a partir de la vigencia de los Derechos de la Naturaleza, aceptamos la capacidad que tiene la Naturaleza como titular de derechos. En la jurisprudencia se ha ido paulatinamente ampliando el derecho a la representación; inclusive se otorga esa capacidad a las personas jurídicas, que son entes abstractos, ficciones, intangibles. La Naturaleza, en cambio, siendo material, real y tangible, no puede quedarse al margen de esta capacidad legal. Y si la incapacidad de las personas se suple con la representación, lo mismo vale para la Naturaleza.
En conclusión, ya no existe ningún derecho para explotar inmisericordemente a la Madre Tierra y menos aún para destruirla, sino solo un derecho a un uso ecológicamente sostenible. Las leyes humanas y las acciones de los humanos, entonces, deben estar en concordancia con las leyes de la Naturaleza. Su vigencia responde a las condiciones materiales que permiten su cristalización y no a un mero reconocimiento formal en el campo jurídico. Y su proyección, por lo tanto, debe superar aquellas visiones que entienden los derechos como compartimentos estancos, pues su incidencia de debe ser múltiple, diversa, transdisciplinar.
Lo anterior nos invita a sintonizarnos con la Democracia de la Tierra, que radica en la relación armoniosa con la Naturaleza, con comunidades basadas en la justicia social, la democracia descentralizada y la sustentabilidad ecológica. Entender este punto demanda un giro copernicano[8] en todas las facetas de la vida, sea en el ámbito jurídico, económico, social o político, pero sobre todo cultural. Los Derechos de la Naturaleza, en suma, nos posibilitan otras lecturas de la dura realidad que atravesamos, al tiempo que nos dan herramientas para cambiarla desde sus raíces (Acosta, 2022, marzo 17).
En relación a este último punto, los Derechos de la Naturaleza plantean no solo la superación del modelo extractivista de desarrollo, sino la desaparición del mismo concepto de desarrollo. Y por igual, en medio del actual colapso ecológico, ya es hora de entender la Naturaleza como una condición básica de nuestra existencia y, por lo tanto, también como la base de los derechos colectivos e individuales de libertad. Así como la libertad individual solo puede ejercerse dentro del marco de los mismos derechos de los demás seres humanos, la libertad individual y colectiva solo puede ejercerse dentro del marco de los Derechos de la Naturaleza.
De forma categórica concluye el profesor alemán Klaus Bosselmann (2021), “sin Derechos de la Naturaleza la libertad es una ilusión”.
Para redoblar la lucha por todos los Derechos en la Constituciones
En este punto cerremos estas reflexiones con un par de conclusiones.Las constituciones siempre han respondido a problemas planteados en distintos momentos históricos. En ese contexto siempre han sido espacios de disputa política. En nuestra América, la balanza se ha inclinado casi siempre hacia constituciones elitarias, con las cuales los grupos de poder consolidan sus privilegios, procurando congelar los modelos de dominación o acumulación: este es el caso de Chile. Sin disminuir esa dura realidad y reconociendo que pocas constituciones han tenido efectos profundamente transformadores, debemos aceptar los aportes acumulados en el tiempo.
Desde una perspectiva histórica, en el siglo XIX se trabajaron constituciones para tener repúblicas, superando con ello el lastre colonial. Paulatinamente se orientaron dichas constituciones a reconocer los derechos civiles y políticos, en la medida en que maduraban algunas estructuras republicanas. Luego, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, se redactaron constituciones que buscaban enfrentar de una forma más bien timorata la desigualdad, y la respuesta fue reconocer los derechos económicos, sociales y culturales; posteriormente entraron en escena los derechos colectivos. En la actualidad se potencia más y más los derechos ambientales, derivados de los Derechos Humanos, y paulatinamente emerge la posibilidad de asumir constitucionalmente a la Naturaleza como sujeto de derechos. Así las cosas, si el siglo XX fue el siglo de los Derechos Humanos, el siglo XXI será el siglo de los Derechos de la Naturaleza.
Por eso, reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos, al igual que todos aquellos derechos impregnados de principios sociales y solidarios, inclusivos y paritarios, plurinacionales e igualitarios, pero sobre todo democráticos, que se plasmaron en la Convención Constitucional chilena, que concluyó sus tareas el 4 de julio del 2022, constituye un indiscutible referente histórico a pesar de la circunstancial derrota en las urnas y el retroceso que vino después.
Otro mundo será posible si —en el camino— imaginamos y construimos sociedades (y ciudades) desde principios totalmente opuestos a la actual civilización, causante de tantos y crecientes desequilibrios, frustraciones y violencias. Requerimos relacionalidad en vez de fragmentación; reciprocidad en vez de competencia desbocada; solidaridad y correspondencia en vez de individualismo egoísta; cooperación mutua en vez de competencia feroz; derecho a la vida digna en lugar de derecho absoluto a la propiedad privada o al lucro sin fin. La codicia, rectora del capitalismo, debe reemplazarse por la búsqueda de una vida en armonía.
Desaceleración, descentralización y desconcentración de las ciudades deben parar el paroxismo consumista y el desbocado productivismo. Todo este empeño debe darse desde lo comunitario, desde los barrios; es decir, desde territorios concretos. Para lograrlo precisamos desarmar —democráticamente— las estructuras jerárquicas patriarcales, racistas, empobrecedoras, destructoras, concentradoras, policiales y, sobre todo, autoritarias. Y, por cierto, requerimos restablecer la mayor cantidad posible de relaciones de equilibrio con la Naturaleza en las ciudades y desde las ciudades.
Afrontamos complejidades inexplicables desde la monocausalidad y que no se resolverán desde simples acciones coyunturales. Precisamos respuestas múltiples, diversas, pequeñas y grandes, inclusive globales (si fuera posible…), pero siempre radicales; es decir, que traten de resolver los problemas desde su raíz. Sin desestimar el potencial de cambio de las posibles acciones gubernamentales (municipales en especial), hay que tener presente siempre que el control sobre los cuerpos y los territorios está en la mira del poder: esos cuerpos y esos territorios son y serán los campos de batalla. La lucha, entonces, será desde abajo, multiplicando rebeldías, resistencias y desobediencias ciudadanas, tanto como proyectos alternativos en todos los órdenes de la vida, tanto frente a los grandes como a los pequeños y cotidianos abusos del poder, que terminan construyendo y consolidando hegemonías y estructuras jerárquicas.
«Es de esperar que el Derecho logre dar un paso similar y penetre resueltamente en el nuevo ámbito, dejándose guiar por el lema «in dubio pro natura», antes que la magnitud de la crisis ecológica del mundo haga inútil todo esfuerzo jurídico por resolverla». (Godofredo Stutzin. Abogado chileno, 1917-2010)
Alberto Acosta. Abuelo. Economista ecuatoriano. Profesor universitario. Ministro de Energía y Minas (2007). Presidente de la Asamblea Constituyente (2007-2008). Candidato a la Presidencia de la República del Ecuador (2012-2013). Autor de varios libros. Compañero de luchas de los movimientos sociales.
Fuentes: Rebelión - Imagen de portada: Río Puelo región de los lagos