El agotamiento del deseo

Últimamente se dice que vivimos en una sociedad del cansancio, pero tal vez se confunde así el cansancio con lo que sería más adecuado llamar un estado de agotamiento. Ese estado tiene un polo objetivo o externo, que se manifiesta hoy dramáticamente con la emergencia climática. Nos referimos, claro, al agotamiento actual de los “recursos” naturales, y a la crisis consecuente a la que se enfrenta una civilización cuya existencia depende de la acumulación constante de capital (el “crecimiento”), y que solo puede tratar a la vida fuera y dentro de nosotrxs como un recurso barato o incluso gratuito del que apropiarse.

Jordi Carmona Hurtado

En cambio, en su polo interno o subjetivo (la vida dentro de nosotrxs), que es el aspecto que analizaremos brevemente aquí, este agotamiento puede ser experimentado como un agotamiento del deseo. No es, por tanto, la producción la que se encuentra agotada en el momento actual. Al contrario, nunca en la historia se han producido tantas mercancías de todo tipo (materiales e inmateriales, simples y derivadas o financieras). Lo que hoy languidece es la reproducción, en su aspecto indisociablemente social y vital, que es, como están mostrando tanto el feminismo como el pensamiento ecológico, la condición de toda producción. El estado de agotamiento afecta tanto al planeta como a nuestros deseos, tanto a la vida fuera de nosotrxs como a la vida en nosotrxs.

Revolución deseante

Para entender esto es necesario realizar un pequeño viaje en el tiempo. Los movimientos de transformación de los años sesenta y setenta del siglo pasado nos hicieron ver el carácter plenamente revolucionario del deseo, y ese es su legado principal. En uno de los grandes manifiestos filosóficos de la época, el Anti-Edipo, Deleuze y Guattari muestran que si el interés de clase es algo pre-consciente, previsible, “objetivo” y puede (y debe) ser, por tanto, encarnado por un partido (también de clase, según el modelo leninista), el deseo es inconsciente, imprevisible y por tanto irrepresentable, produce líneas de fuga con respecto a cualquier orden y organización, crea sus propias conexiones y solo pide no ser reprimido. Por eso la política no se juega únicamente en el campo consciente de las demandas, según supone hoy en día el populismo, ni exclusivamente en el terreno de los intereses pre-conscientes, como siempre supuso la izquierda clásica. Y por eso también quienes se asombran y escandalizan por la existencia de “pobres de derechas” no son, ellos mismos, dignos de asombro, pero sí de conmiseración, por su estrecho entendimiento político.
Sin embargo, que el deseo juegue un papel crucial en la política, y que haya que admitir, con Reich, que no es que las masas se equivoquen sino que en ciertas situaciones llegan a desear realmente el fascismo, todavía no nos dice en qué sentido sería por sí mismo algo revolucionario, o por qué no habría revolución sin una liberación previa del deseo. Y seguiremos sin entender nada mientras consideremos el deseo como algo negativo, como una simple carencia del objeto. Pero la tesis principal del Anti-Edipo es que esa comprensión del deseo como falta es artificialmente producida. Según Deleuze y Guattari, el psicoanálisis introduce la falta en el deseo, formando así una comprensión miserabilista del ser humano como un ser estructuralmente carente, que es incapaz de amar abiertamente nada ni a nadie, pues en el fondo solo desea ser amado, de un modo paralelo a como el capitalismo introduce la falta en la producción, creando sin cesar necesidades artificiales en medio de la mayor abundancia, arrinconando el deseo en el consumo y haciéndonos sentir así que ningún sacrificio es demasiado grande para obtener la última mercancía de moda. La revolución del deseo, por eso, poco tiene que ver con que la fiesta o la orgía sean de por sí actos revolucionarios, y mucho con dejar de vivir en el régimen de la falta (deuda o culpa) perpetua (de afecto, de mercancías). Pues quien desea mucho necesita muy poco, quien se enamora deja rápidamente de ser un neurótico, y quien es feliz hasta se olvida de consumir. La revolución del deseo tiene que ver con descubrir que hay una potencia y una inocencia fundamental en el simple hecho de desear, tiene que ver con atreverse a desear y ponerse a la escucha de su propio deseo, y tiene que ver con poner desde el principio la producción social al servicio del deseo.
Régimen pornográfico
Pero lo único que nuestra civilización capitalista ha retenido (o “recuperado”) de ese extraordinario momento histórico es precisamente la imagen de la gran orgía, que oculta el vínculo revolucionario, aunque mucho menos espectacular y mercantilizable, entre deseo y producción. Es toda la temática de la liberación sexual. Desde entonces se ha producido un cambio global de estrategia con respecto al deseo. Ya no se trata de reprimirlo, ocultarlo o censurarlo, como en el capitalismo fordista, en que predominan las formas de poder disciplinarias. En el capitalismo neoliberal el deseo de los sujetos es suscitado sin cesar, pero también canalizado para fines de control social, y banalizado hasta volverlo inofensivo. El acento en lo sexual ya no limita el deseo al ámbito edípico de la familia y los sucios secretitos de infancia, sino que, más radicalmente, lo cortocircuita una y otra vez en la mecánica aséptica de los órganos, cuyo único fin (sin fin) es el goce voyeur y solipsista. En lugar de la represión, entramos en un régimen pornográfico en el que momentos discontinuos de goce impiden por saturación que se forme el menor deseo. El régimen pornográfico hace que el placer del sexo siempre se encuentre al alcance de la mano, todo lo contrario de prohibirlo o alejarlo; pero precisamente por eso es mucho más efectivo que la censura para impedir la formación en la sociedad de cualquier deseo vivo.
Eso es lo que muestra con fuerza Michela Marzano, en un estudio que se llama precisamente La pornografía o el agotamiento del deseo. En su libro podemos aprender también que lo que diferencia al erotismo de la pornografía no es que el acto sexual sea o no explícito, sino precisamente la separación, en lo pornográfico, entre el sexo y el deseo. La pornografía reduce el sexo a un acto, ora violento, humillante, pero separado de las relaciones reales de poder; ora deportivo, sano y hasta divertido pero que en todo caso solo concierne a los órganos sexuales, sin poner en juego la menor subjetividad. Por otro lado, como muestra Marzano, El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence contiene, por ejemplo, escenas de sexo tan explícitas como las de cualquier relato pornográfico, pero que nunca resultan abstraídas del deseo de los personajes ni de las relaciones sociales y humanas en que se mueven. Por eso, como siempre defendió Lawrence frente a la censura, su libro es ejemplarmente limpio, pues no encierra al deseo en los sucios secretitos de las relaciones familiares ni lo disuelve en la mecánica aséptica de los órganos, sino que lo acompaña y lo honra como a los movimientos de la vida misma en nosotrxs: una vida en busca de su vitalidad. Pues mientras el deseo está presente (un deseo que Lawrence llega a llamar en ocasiones “el espíritu santo”), cualquier acto, hasta el menos convencional, es profundamente moral; pero cuando está ausente, cualquier acto, hasta el más anodino y banal, se vuelve inmoral.
Mientras vuelve cada vez más inaccesibles las necesidades más básicas de la vida, el capitalismo neoliberal nos suministra generosamente flujos ilimitados de pornografía gratuita a través de sus dispositivos de control, para que así gocemos sin necesidad de desear nada ni a nadie, ni de rozar a nadie, ni de aventurarnos en ninguna relación humana real. Este goce perfectamente solipsista y anestésico nos vuelve solidarios con el deseo de un sistema como un todo. Por donde gozamos es por donde se nos tiene sujetos. Y desde entonces no somos nosotros los que deseamos, sino todo un sistema social que desea a través de nosotros, un verdadero inconsciente colectivo capitalista. El goce nos mantiene atados al cuerpo biopolítico del capital, que es una máquina para contener todo lo que podría huir y fugarse. Pues el régimen pornográfico del deseo no solo afecta al flujo de porno propiamente dicho, sino que se extiende al resto de flujos de comunicación, con su imperativo de mostrarlo todo, de decirlo todo, publicarlo todo, comentarlo, interpretarlo y compartirlo todo inmediatamente. Todos los flujos digitales de comunicación se “liberan” y ponen en circulación inmediatamente, pero no van más allá de un goce momentáneo y estéril en el circuito cerrado del cuerpo biopolítico del capital, hasta el goce siguiente. El deseo ya se realiza antes de tener siquiera tiempo de conocerse y de darse una forma: por eso, en realidad, deja de ser deseo y solo es canalizado como pulsión, pulsión de muerte que fluye por cada una de los venas del cuerpo biopolítico del capital, que anula y conduce al agotamiento y la desesperación todo deseo vivo. Y aquí no solo nos referimos al deseo sexual, sino también al deseo de hablar, de escribir, de pensar, de actuar, de crear y procrear. Nos referimos, en definitiva, a ese deseo que es simplemente la esencia del ser humano, según nos enseñó Spinoza, y que es idéntico a la vitalidad natural que se vuelve consciente. Así es como el capital-vampiro nos chupa la sangre y agota nuestro deseo (lo que vive en nosotrxs) al ritmo de los picos de su imperativo de goce, del mismo modo que agota la fuerza de todo lo que vive fuera de nosotrxs, apropiándosela al ritmo de las sucesivas razzias de acumulación primitiva.
Producir deseo
Por eso hoy, probablemente, nuestro problema más actual no sea el de liberar el deseo, que ya no está encerrado en el ámbito privado y familiar que lo sofocaba en la época en que fue escrito el Anti-Edipo. Pero la privación del cuarto propio conectado (¡ay, si nos escuchase Virginia Woolf!) en régimen pornográfico es aún mayor, una privación al límite del agotamiento y la alienación completa. Por eso, más que liberarlo, nuestro problema es simplemente el de producir deseo, dar posibilidad al surgimiento del deseo: darle silencio, oscuridad, atmósfera, densidad, sensibilidad, cuerpo y mundo. Darle soledad (desconectada), si es preciso, duración y espacio para que se encuentre, para que respire ampliamente, para que viva a su manera. Y no juzgarlo, ni pretender darle una forma o una dirección que nos convenga, conforme a nuestros intereses o convicciones, a eso que consideramos que nuestro deseo debería ser. Pues no hay deseos revolucionarios ni reaccionarios: el deseo siempre es singular y es precisamente lo que nos singulariza, lo que hace que nos inclinemos hacia unos seres u otros, unos cuerpos u otros, unas situaciones u otras, unas actividades u otras. Lo revolucionario no es tener deseos revolucionarios, sino poner la producción al servicio del deseo. Y hoy en día eso pasa primero por producir deseo, simplemente.
Ahora bien, no es posible crear deseo por un mandato de la voluntad. El papel de la voluntad aquí es estrictamente contemplativo, como conciencia clara del deseo, que lo reconoce y afirma con la mayor exactitud, para permitir que brote sin deformarse. Pero aún así, aunque lleguemos a sentirlo, ¿cómo reconocer cuando deseamos que lo que palpita es nuestro deseo singular, y no el inconsciente sádico de nuestra civilización enferma? ¿No será todo, de cualquier modo, una construcción social, según nos previene el saber crítico más banal? Jason W. Moore también recupera cierto concepto antiguo de Teofrasto, el “oikeios topos”, que significa “lugar favorable”, y designa la relación creadora de vida entre cierta especie vegetal y cierto ambiente determinado. Reconocemos al deseo que nos es propio precisamente porque nos orienta a ese lugar favorable en que nuestra vitalidad creadora brota por su propio impulso, crea conexiones que aumentan su potencia y la eternizan (en lugar de actualizarse y gastarse en momentos puntuales de clímax desconexos al ritmo del capital), y da frutos que, al contrario de agotarla o consumirla, la prolongan y desarrollan. Así nuestro deseo recobrado puede ofrecer una fuente de expresión singular a esa “naturaleza naturante” de la que también hablaba Spinoza, a esa gran vida del todo que hoy sufre y se encuentra al borde del agotamiento, tanto en nosotrxs como fuera de nosotrxs. Y por eso, desde un punto de vista estratégico, producir deseo es hoy una tarea ética y política de primera magnitud: literalmente, una cuestión de vida o muerte.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/el-agotamiento-del-deseo

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