La dominación masculina

Las divisiones constitutivas del orden social y, más exactamente, las relaciones sociales de dominación y de explotación instituidas entre los sexos se inscriben así, de modo progresivo, en dos clases de hábitos diferentes, bajo la forma de hexeis* corporales opuestos y complementarios de principio de visión y de división que conducen a clasificar todas las cosas del mundo y todas las prácticas según unas distinciones reducibles a la oposición entre lo masculino y lo femenino.
Corresponde a los hombres, situados en el campo de lo exterior, de lo oficial, de lo público, del derecho, de los seco, de lo alto, de lo discontinuo, realizar todos los actos a la vez breves, peligrosos y espectaculares, que, como la decapitación del buey, la labranza o la siega, por no mencionar el homicidio o la guerra, marcan unas rupturas en el curso normal de la vida;
Por el contrario, a las mujeres, al estar situadas en el campo de lo interno, de lo húmedo, de abajo, de la curva y de lo continuo, se les adjudican todos los trabajos domésticos, es decir, privado y ocultos, prácticamente ocultos o vergonzosos, como el cuidado de los niños y de los animales, así como todas las tareas exteriores que les son asignadas por la razón mítica, o sea, las relacionas con el agua, con la hierba, con lo verde (como la escardura y la jardinería), con la leche, con la madera, y muy especialmente los más sucios, los más monótonos y los más humildes.
Dado que el mundo limitado al que están constreñidas –la aldea, la casa, el idioma, los instrumentos- encierra las mismas tácitas llamadas al orden, las mujeres sólo pueden llegar a ser lo que son de acuerdo con la razón mítica, lo que confirma, sobre todo a sus propios ojos, que están naturalmente abocadas a lo bajo, a lo torcido, a lo menudo, a lo mezquino, a lo fútil, etc.
Están condenadas en todo momento la apariencia de un fundamento natural a la disminuida identidad que les ha sido socialmente atribuida; a ellas les corresponde la tarea prolongada, ingrata y minuciosa de recoger, incluso del suelo, las aceitunas o las ramitas de madera que los hombres, armados con la vara o con el hacha, han hecho caer; ellas son las que, relegadas a las preocupaciones vulgares de la gestión cotidiana de la economía doméstica, parecen complacerse en las mezquindades del cálculo, del vencimiento de los plazos y del interés que el hombre de honor se cree obligado a ignorar.
Recuerdo ahora que, en mi infancia, los hombres, vecinos y amigos, que habían matado al cerdo por la mañana, en un breve despliegue, siempre ostentoso, de violencia –chillidos del animal que escapa, cuchillos enormes, sangre derramada, etc.- permanecían durante toda la tarde, y a veces hasta el día siguiente, jugando tranquilamente a cartas, interrumpidos muy de vez en cuando para levantar un caldero demasiado pesado, mientras las mujeres de la casa iban de un lado a otro para preparar las salchichas, las morcillas, los salchichones y los patés.
Los hombres (y las propias mujeres) no pueden ver que la lógica de la relación de dominación es la que consigue imponer e inculcar a las mujeres, en la misma medida que las virtudes dictadas por la moral, todas las propiedades negativas que la visión dominante imputa a su naturaleza, como la astucia o, por tomar una característica más favorable, la intuición.
Extraído de ‘La dominación masculina’ de Pierre Bourdieu
*Modo de estar

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