La estética de la extinción

Siguiendo atentamente la muy probable sexta extinción masiva de especies, nos sucede que varias veces al año nos encontramos con alguna noticia de la muerte del último espécimen de alguna familia animal. Estas noticias muchas veces están acompañadas por la última foto que se sacó con vida el último individuo de esa especie.
 
Demián Morassi

La imagen en general y las fotos en particular tienen un rol central en la forma de anclar el conocimiento, generar relaciones y movilizar emociones. Entre ellas el desarrollo de la empatía hacia algo desconocido.
Si bien el problema de la extinción tiene múltiples facetas, es evidente que la falta de empatía humana para con el resto de especies es un tema central, que en general escapa a la capacidad de las ONG, los activistas o los profes de biología más implicados, ya que nos criamos en un contexto cultural cuyas prioridades están lejos de ser la defensa de especies vulnerables, acercándose a un individualismo que —con suerte— tiene cierto grado de humanismo.
Teniendo en cuenta que la empatía no sólo es emocional sino también racional, su desarrollo puede ser un salvoconducto para detener la extinción de innumerables especies, incluyendo entre ellas a la última especie humana que queda. Lo racional parece básico: se necesita de una biodiversidad suficientemente rica (un gran número de especies) para ser más resiliente a la contaminación, a las plagas y al cambio climático. Esto tiene un lado optimista, dado que no se oyen voces contrarias a las bondades de la biodiversidad, sea en el ambiente científico o político, por lo que se asume que los argumentos son bastante sólidos. Ni siquiera el lobby empresario se animaría a desembolsar dinero para influir en las universidades y los gobiernos como en el caso del cambio climático antropogénico, los agroquímicos o los transgénicos.
Por tanto, en base a esa premisa con alto grado de reconocimiento, parecería evidente que la biodiversidad fuese catalogada como crucial. La principal prioridad que se opone es, quizás, la vida humana mirada desde otro lado. Una fuerza ética proclama que una vez que estén aseguradas las necesidades humanas, entonces sí podemos hablar de la equidad interespecie, ecología profunda o conservacionismo revolucionario. De hecho, uno se siente bastante observado por sus pares si se pone a hablar de cuestiones ambientales cuando están dejando sin empleo a cientos de mineros o a los trabajadores de la fábrica de agroquímicos. Así pues, la cuestión se juega en paralelo: encaminarnos a un mundo sin hambre y sin pérdida de biodiversidad tiene que darse al mismo tiempo, y por los mismos grupos, movimientos o partidos políticos.
Sabemos que hay numerosas organizaciones que luchan, dan argumentos, influyen en la educación y en las políticas públicas para proteger la biodiversidad, también tienen sus logros como cubrir un 15% del planeta con parques naturales o la prohibición de caza y pesca de determinadas especies, ya no por tabú religioso o por cuestiones estacionales, sino por cuidar las especies en sí. Sin embargo, es evidente que no alcanza para convertirse en furor de masas. Y es que, en general, los conservacionistas son conservadores o tienen raíces en grupos que socialmente están más cerca de los sectores acomodados o del mundo empresarial (que son quienes los financian) que de los movimientos sociales.
En esta época de la pantalla total estos grupos que trabajan desde la imagen la cuestión de la extinción —sea mediante series documentales, películas o en forma de campañas— intentan tener buenas relaciones con los dueños de los medios, que suelen ser aun más conservadores que ellos. Por lo tanto, no es raro que se produzca un cortocircuito entre lo trágico de la extinción y los causantes humanos, consecuencia del sistema capitalista de crecimiento perpetuo. Así que la cuestión debe tomar otros caminos: especialmente las aulas, pero también las calles o las redes sociales para encastrar mejor las piezas.
Por lo pronto, me dedicaré a la primer parte de esta descomunal tarea que consiste en hacer un repaso de los modos que fue tomando a través de los milenios el registro de los animales hoy extintos, para que luego otros empiecen a sentar las bases que permitan configurar una estética de la extinción.
Crear imágenes a conciencia del problema
El gobierno argentino decidió, para la edición de los nuevos billetes, cambiar la tradición de dos siglos de dominio humano (en general individuos con un rol patriótico) por animales salvajes de distintas zonas de Argentina. El primer billete que salió a la luz es el yaguareté o jaguar.
Este felino ha sido declarado monumento nacional y su caza está prohibida. Sin embargo, al mismo tiempo que se lanzaba este billete, se rebajaban las retenciones a la exportación de soja fomentando su producción. La soja es el producto agrícola por excelencia de las últimas dos décadas en el país. Su avance está relacionado directamente con el denominado desmonte, esto es: la tala masiva de árboles nativos, para reemplazarlos por la siembra de soja. En estos bosques nativos (especialmente las selvas chaqueña y misionera) es donde vive el yaguareté, del que —según datos de la Red Yaguareté— en todo el país quedan unos 250 individuos (la mitad de la cifra que marca el valor nominal del billete).
Las críticas al lanzamiento de estos billetes tuvieron que ver, sobre todo, con que la llegada del gobierno neoliberal trataba de borrar las ideas consolidadas de patria o lucha por la independencia, lo cual considero cierto, ya que el partido de gobierno se define como “apolítico” o no ideologizado. Pero esto impidió o marginó la discusión sobre el efecto que puede tener la múltiple reproducción de imágenes de especies salvajes para un objetivo que consideramos central como el cuidado de la biodiversidad. Por ejemplo, mientras escribo estas líneas me informo que una yaguareté con dos hijos en el vientre fue atropellada en una ruta que sólo permite una velocidad máxima de 60 km/h pero que, también según la Red Yaguareté, es superada por el 89% de los vehículos. En fin, que es posible que pueda tener una función didáctica pero es claro que el Estado antes debería poner el acento en el cuidado de los yaguaretés reales y así, si sobrevive, podrá ser cuidado por esos niños que ya lo habrán totemizando a través del billete.
Esta relación divergente entre propaganda y actos no sólo es común en todo el ambiente político, y por supuesto empresarial (pensemos en el oso polar que bebe Coca Cola), sino que incluso atraviesa a las instituciones científicas. Las mismas que investigan sobre cómo proteger determinada ave o pez, investigan como generar químicos más poderosos para la protección de los cultivos o trabajan en la mejora del ganado, proyectos que colateralmente avanzan contra la biodiversidad.
No obstante, es evidente que la educación que reciban las criaturas humanas —aunque sea en gotas y atravesada por otros discursos pro-industriales, comunes en la escuela— cumple un rol fundamental para que contemplemos la biodiversidad animal de la misma manera que hoy contemplamos la humana.
Así que volvamos al inicio del texto: la manera en que presentamos a las especies sobre las que queremos poner el acento es importante, y lo que hacemos al mismo tiempo que declamamos que está por morir el último rinoceronte o yaguareté, también.
Pero, claro, este debate nos lo podemos permitir si entendemos la extinción de especies como un problema. Es difícil saber hasta qué punto, en los siglos pasados, influyó en el interés por tal o cual especie el hecho de considerarla vulnerable. Pero no está de más hacer historia de los modos de representación de los animales hoy extintos y plasmados en otras épocas.
Antiguos medios de comunicación
 Grabadas en las cavernas han quedado varias especies extintas durante el último período glaciar o en la entrada al Holoceno. Dentro de las más antiguas pinturas de un animal ya extinto está la del genyornis. Es una simple silueta que sirve para acompañar la reconstrucción que se puede hacer a través de los huesos hallados.
No es un dato menor saber que el genyornis se pintó más o menos en las fechas que se considera que se extinguió (hace 40.000 años). Si bien la calidad original del dibujo puede que se la haya comido el tiempo, la verdad es que no tiene ni punto de comparación con la belleza de otro animal extinto pintado miles de años después: el rinoceronte lanudo de Chauvet. En este juego de relaciones, al rinoceronte lanudo se lo suele comparar en su estructura con el rinoceronte blanco… sí, ese que acaba de dejarnos (aunque no hay que quedarse con los titulares: aún quedan los rinocerontes blancos del sur… el que se extinguió es el del norte).
Pero este rinoceronte lanudo, si bien quedó bellamente retratado, no tuvo la misma suerte que el mamut en cuanto a su proliferación de imágenes. Algo parecido le ha pasado al rinoceronte actual cuando se lo compara con el elefante. Es claro que los animales que conviven con el humano gozan de mucha mayor empatía que los salvajes, y mucha más que los potencialmente agresivos. Y el elefante, si bien no ha podido ser domesticado, sí ha sido dominado y ha trabajado para el humano desde hace milenios y raramente ha representado un peligro para las poblaciones. Pero, a su vez, el mamut ha tenido sus propios logros para ganarse el cariño de las masas: el haberse hallado congelados algunos miembros de esta especie (y que luego vayan circulando por exposiciones a lo largo del mundo) y sobre todo por protagonizar la saga de La era del hielo (La edad de hielo en España, Ice Age en el original), seguramente las películas del tema que nos interesa con mayor penetración global.
La era del hielo toma esta idea de la angustia por la extinción como cuestión central; es un dilema existencialista con el que la humanidad empieza a convivir. Para comparar, voy a rescatar otra película extinto-existencialista (si la ecofilosofía me permite el término) que quizás llega a un punto opuesto: Jurassic Park. La película, basada en el libro de Crichton (que no leí), de alguna manera termina diciéndonos “menos mal que se extinguieron, porque la convivencia sería imposible” lo cual es muy razonable en el caso de los dinosaurios, pero podemos llegar a leer entre líneas que… ¡la extinción es buena! Aunque superficialmente el mensaje parece otro: “jugar con la genética tiene sus límites”. Pero como el marketing no tiene ética, logró que en las ventas de juguetes para chicos los dinosaurios (malignos) les sigan ganando por goleada a los mamuts (buenitos). Sin embargo La era del hielo tampoco es elogiable del todo; oculta algo sumamente importante: el rol del ser humano en la extinción de los mamuts. Cuando aparece la violencia humana es para defenderse de los tigres dientes de sable (que jugarían el rol de los malos, aunque hay uno que es bueno) y no hay ninguna muestra del efecto del humano sobre la amenaza de extinción de este mamut lanudo (ni de las otras siete subespecies).
Jurassic Park aparece antes de la masificación del cine en 3D y, por supuesto, de la realidad virtual, pero la propuesta fantástica nos llevaba imaginariamente a un 3D más espeluznante que podríamos llamar la realidad pos-virtualizada, es decir, imaginarnos algo y a partir de clonar una especie extinta estamos, por puro placer sensorial para el disfrute del humano, haciendo un parque de animales desextinguidos. Se ve que un equipo de biólogos y veterinarios vieron la peli pero no captaron la moraleja y en 2003 intentaron fabricar un bucardo. Esta subespecie de cabra extinta tres años atrás había dejado material genético en manos de los científicos. Se llevó a cabo la gestación en unas sesenta cabras comunes, y uno logró nacer… pero apenas unos instantes después moriría, es decir, se volvería a extinguir, logrando la primer bi-extinción después de haber logrado la primer desextinción (esto ya se torna en novela de Hollebecq o película de Cronenberg).
Pero volvamos a épocas lejanas. Gracias a la entrada al Holoceno, la vida animal se expande sobre la tierra y el ser humano acapara aún más espacios que en el período anterior, por lo cual arremete aún más contra la denominada megafauna, dejando todo tipo de restos óseos para exhibir en los museos. Ya no sólo quedarán pintados los animales que se extinguen, sino que aparecerán técnicas más sofisticadas como el bajorrelieve, la escultura o el mosaico.
Una especie de singular interés ha sido el uro, quedando representaciones en bajorrelieves y esculturas de las diferentes civilizaciones mesopotámicas.
Es lógico que los animales que tenían una utilidad prioritaria para las poblaciones, especialmente la de brindar alimento como el uro, queden registrados en diferentes medios, pero al expandirse el dominio humano todas las especies terminan teniendo relación sea como amenaza, como utilidad o por compartir el mismo hábitat.
Es el caso de los romanos, que cubriereon todas las costas del Mediterráneo, dejando abundante material para zoólogos y paleontólogos. La particularidad artística de los romanos (también de los griegos) fueron los mosaicos. Todo tipo de especies han quedado plasmadas en este arte, pero como muestra quiero destacar al oso de Atlas (el único oso africano) y el elefante cartaginés (un pequeño elefante que sirvió al ejército de Anibal para enfrentar a Roma) porque ambos fueron diezmados de la forma más cruel que recuerda la historia de la extinción: capturándolos para compartir la miserable actuación con los esclavos humanos en el circo romano.
Si bien las pinturas en las paredes seguirán existiendo hasta la denominada Modernidad, el foco de nuestro retrato de la extinción pasará a los cuadernos de los colonizadores (sean estos curas, navegantes o naturalistas), a los cuadros de los pintores y a los museos.
El más icónico de la primera época es el dodo. Un ave con características morfológicas semejante al genyornis que terminó siendo un símbolo de las Islas Mauricio.
Son pocas las ilustraciones que se hicieron de esta ave en vivo, pero quedaron también algunas descripciones escritas. Con los distintos elementos, un famoso taxidermista creó en 1890 las representaciones más vistas del dodo: dos maquetas exhibidas en el Museo de Historia Natural de Londres: un dodo de color y uno blanco. El de color está basado en un dodo ilustrado en 1620 por el pintor Roelant Savery, que pecaba de ser exageradamente gordo; pero el blanco, hecho de yeso, plumas de cisne y de ganso, es aún más erróneo, ya que puede que nunca haya existido: “su existencia se basa completamente en escritos de marineros, los que corresponden a un pájaro diferente, el solitario o Ibis de Reunión”.
El recuento de cómo se extinguió es bastante similar al de muchas especies insulares: “cuando criaturas que no eran nativas fueron llevadas a Mauricio a bordo de barcos y el bosque de ébano fue diezmado, la población de dodos cayó en número. Luego cuando la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales perdió el vigor del inicio del siglo XVII, los marineros  se entregaron a comer carne de dodo. La encontraban dura y chiclosa, pero otras opciones eran escasas. El pájaro estaba extinto al momento en que dejaron la isla en 1710”.
Lewis Carroll terminó de hacer famoso al dodo, al convertirlo en personaje de su libro Las aventuras de Alicia en el País de las maravillas, al que en el presente se le sumana las versiones fílmicas de Walt Disney y Tim Burton de dicha obra.
Y así como el presidente Mauricio de Argentina puso un animal al borde de la extinción en los billetes, cien años antes los gobernantes de Mauricio decidieron armar su escudo de armas con el dodo ya extinto. Hoy Mauricio es un paraíso fiscal donde Mauricio Macri y su familia probablemente tienen billetes no argentinos bien escudados.
Los naturalistas
En el siglo XIX, con el avance de las ciencias y el estudio de la naturaleza, surgieron los denominados naturalistas, viajeros europeos que desembarcaban en las colonias que sus países poseían en los cinco continentes y se dedicaban a investigar la naturaleza. Algunos de ellos pasaron por mi Patagonia, como Charles Darwin.
Muchos de los dibujos y descripciones visuales de los naturalistas hoy nos sirven para conocer esas especies que ya no existen. El guacamayo glauco (dibujado en 1837-1838 por Bourjot Saint-Hilaire) y el lobo zorro malvinero (dibujo publicado en 1890 por John Gerrard Keulemans) son dos de las especies extintas que habitaban lo que hoy es Argentina.
También en esa época se comienzan a reconstruir los animales ya extintos a partir de sus huesos: dinosaurios, mamuts y grandes felinos serían armados como rompecabezas, a veces sólo uniendo los huesos y a veces recreándolos de la manera más realista posible (como el intento de dodo) o bien pintándolos como lo hizo con gran dedicación Ernst Haeckel.
La cuestión de llevar animales a los museos se volvió una obsesión de los científicos que los cazaban para investigar, embalsamar y exponer. Así fue como en 1892 se cazaron siete de los ocho elefantes marinos del norte que habían quedado vivos algunos años después de un gran exterminio propagado por cazadores energéticos (los elefantes machos podían tener unos mil litros de aceite). La expedición científica los divisó en la isla mexicana de Guadalupe y no dudó de su interés para la ciencia. Como dijimos antes, ciencia y conservación no fueron —ni son— siempre compatibles; de hecho, en 2015 el científico Christopher Filardi encontró un martín pesacador bigotudo, que se creía extinto hacía cincuenta años, lo fotografió y lo mató para tener “material para estudios” (muestras moleculares, sangre, plumas y material toxicológico).
Los medios mecánicos de representación
La fotografía iría desplazando al dibujo y la pintura y, por supuesto, se sumarían el cine y el video.
El despliegue de la fotografía a fines del siglo XIX nos dejó los últimos registros de la quagga (1883), el tarpán (1884), la paloma pasajera (1914), el león del Atlas (1922) y el bubal hartebeest (1923). De entre estas no me puedo resistir a llamar la atención sobre dos especies en concreto. La primera es la subespecie de bubal que aparece en un jeroglífico de su cría en el antiguo egipto (no quiero calumniar, pero al parecer hacían sacrificios con ellas) y del que también hablan en el Antiguo Testamento, y se ha encontrado reflejado en mosaicos de la ciudad romana de Hipona.
El otro que me llama la atención es el tarpán. Al igual que el uro quedó registrado en múltiples medios: desde las pinturas rupestre de Lascaux hasta dibujos y fotos en el siglo XIX (perdón: el plural está de más… quedó un solo dibujo hecho en vivo y una sola fotografía). Luego intentarían recrearlo genéticamente generando el llamado caballo de Heck pero no es más que un fake de tarpán… Me interesa más aprovecharlo para dar entrada al mundo de las estampillas (o sellos), un tipo de arte visual que hizo furor en el siglo XX, cuando funcionaban tanto como modo de propaganda de los Estados-nación como forma de enciclopedia visual del mundo. Dejo dos dedicados a este bicho denominado científicamente Equus ferus ferus. Observen, como nota graciosa, que en la estampilla cubana le exageraron la barba.
En cuanto a los inicios del cine, ha quedado un material interesante de hace unos ochenta años: nos muestran a los últimos tigres de Tasmania, una especie que ya había sido extinguida en Australia en el Paleolítico (registrada en numerosas pinturas rupestres) y sólo quedaba en la isla de Tasmania (separada de Australia por el aumento del nivel del mar). El fin de este animal se dio cuando el gobierno llevo a cabo una caza masiva para que no se comiese a las ovejas y gallinas, muriendo el último de estos marsupiales silvestres (ni siquiera eran verdaderos tigres, ya que no eran felinos) en 1920 en manos de un granjero. Algunos que estaban en cautiverio pudieron ser filmados, pero no se llegaron a reproducir y el último murió en 1936. Lo paradójico es que el nombre más utilizado para esta especie es Thylacine y pasó a ser la primera extinción captada por el cine.
Un poco más esperanzador es el caso del bisonte americano. Unos 60 a 100 millones de ejemplares de esta especie habitaban entre México y Canadá a la llegada de los ingleses. Para fines del siglo XIX ya se la consideraba en vías de extinción: quedaban sólo 750 animales. En 1887 Eadweard Muybridge lo registra en una secuencia de fotografías con la técnica que precedería al invento del cine: la cronofotografía. En 2006 Waugsberg haría el GIF animado que hoy podemos disfrutar en la Wikipedia.
Hoy se calcula que existen cerca de medio millón de bisontes, pero quizás no se deba a un interés de conservación: unos 400.000 están destinados a la demanda de su carne, que es baja en grasas saturadas y, por lo visto, le gusta a los norteamericanos. Comparen con el año 2000: sólo comercializaban unas 18.000 cabezas (¿Cabezas? ¿Por qué copio esta aberración del léxico ganadero?).
Por supuesto el bisonte terminó también en un escudo, como el oso panda en el isologotipo de la WWF (Organización Mundial para la Conservación) demostrando el logro de algunos esfuerzos puntuales del conservacionismo. El caso del panda aún es incipiente: en China la población de unos 1.200 ejemplares en los años 80 pasó a unos 2.060 en 2016. La cantidad de peluches de panda seguramente sea de varios millones más que los reales, y su plástico seguramente se suma a otro de los problemas que empuja a la extinción: la contaminación de las aguas. Y ahí encontrariamos un mar de especies de las cuales hablar.
No obstante, es cierto que animales de peluche (y de otros materiales) pueden servir como un primer intento de fomentar la empatía en la primera infancia, donde los osos lideran seguramente el mercado pero, como en todo esto, no se puede ser muy ingenuos e intentar arreglar el problema con otro más grande. A medida que crecemos, las mascotas suelen desplazar a los peluches, aunque a veces tienen una función tan decorativa como aquellos (especialmente los peces y los roedores). Pero, en general, movilizan mucho más a quienes viven en la ciudad a tener relaciones cercanas con otras especies que todas las imágenes que podamos poner en dibujitos animados o películas documentales. Aunque claramente la relación que se establece es de subordinación privilegiada y eso no puede ser dejado de lado en el análisis; como tampoco la relación de espectador en una visita a zoológicos o parques donde habitan especímenes objeto para el mero placer sensorial o intelectual del ser humano.
Quizás el logro de una estética de la extinción encaminada a mantener la biodiversidad esté en conectar imágenes relacionadas con las extinciones en entramados más complejos donde se pueda integrar la especie extinta o vulnerable con su rol ecosistémico y luego conectar esas relaciones con la existencia humana. La primera parte es muy común en los documentales de animales, donde se suelen mostrar las relaciones que tienen los animales exóticos con sus hábitats; pero la segunda parte ya se vuelve más tediosa porque todas las historias terminarían más o menos así: “si el ser humano avanza con el capitalismo industrial que necesita cada vez más recursos (o tierras, mares o pantanos) esta especie terminará extinguiéndose… y con esta especie se extinguirá esta otra y también aquella que es necesaria para la alimentación de los pobladores más pobres de esa zona”. ¿Se les ocurre otro final?
Una de las conexiones más interesantes en relación a la extinción del ser humano es la propaganda para evitar que se mueran las abejas. Son el emblema de los polinizadores, están teniendo problemas con los agroquímicos y si siguen declinando su población, con ella caerá la producción mundial de alimentos, que no sólo afecta a los humanos sino a los demás animales salvajes y domésticos. Se produce un cortocircuito mental positivo: “Los agroquímicos sirven para aumentar la producción de alimentos (según sugiere la propaganda dominante) pero las abejas sirven para reproducir los alimentos naturalmente y los agroquímicos destruyen las poblaciones de abejas. ¿Hay que tomar partido?”. Crear esos cortocircuitos es quizás el gran desafío para las organizaciones y es algo que los defensores del yaguareté o del rinoceronte blanco no han podido darle a la opinión pública, aunque lo hayan intentado o estén en ello.
También son interesantes los abordajes desde el cine documental pensados con todos los recursos de cine masivo o del cine para chicos. Si hablamos de ficción con Jurassic Park o de animación con La era del hielo, en el género documental me detendría en Racing Extinction y en una secuencia en particular: nos encontramos en el laboratorio de bioacústica de Cornell donde se encuentra archivado el canto del último O´o de Kauai. Primero nos muestran la única filmación de ese pájaro (tomada con una super8 en los años 70) que fue captada también con audio mientras cantaba, y luego una grabación de 1987, donde se registra el canto de un macho y ninguna hembra le responde, estaba solo. Nunca más se lo vio ni se lo oyó. En el documental vemos el flujo de ondas sonoras que dejan de moverse esperando la respuesta de la hembra y al no aparecer esta, deja de cantar; es realmente muy triste.
Extinción masiva, calentamiento global, contaminación insostenible, Pico del petróleo y de la sociedad industrial, catástrofes ambientales, el peligro atómico, la desigualdad violenta, la pérdida de biodiversidad… los problemas son, cada uno por separado, totalmente inasibles, inmanejables; así y todo, esperan su turno para ser tomados en cuenta, debatidos, elaborados y desafiados. Como las series —que en esta década están reconfigurando la narrativa audiovisual—, estos tópicos tienen sus capítulos, sus temporadas, desaparecen de cartelera y vuelven con un estreno impactante. Pueden ser moda pasajera o lograr algo que las series no pueden: dejarnos enganchados de por vida, ser lo que nos motiva a vivir.

Luan Morassi
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2018/08/11/la-estetica-de-la-extincion/

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