Una ética de lo imposible

Jorge Riechmann es un referente ético e intelectual para muchas personas, especialmente quienes creemos que aún queda un pequeño margen de maniobra para aplacar los peores efectos de una emergencia ecológica y social corroborada por medio siglo de estudios científicos; mayormente, ignorada por la ciudadanía y, sobre todo, por las élites políticas y económicas que componen el círculo reducido donde se toman las decisiones de más impacto.

Azahara Palomeque

Décadas dedicado a la investigación desde el ecologismo y la poesía avalan la trayectoria de un profesor –en la Universidad Autónoma de Madrid– y filósofo prolífico en libros, paradójicamente encausado por demostrar una coherencia moral poco frecuente en los tiempos que corren. Riechmann se enfrenta, junto a otros 15 activistas, a una pena de 21 meses de cárcel por participar en una protesta pacífica el pasado 6 de abril de 2022 donde se arrojó un líquido rojo biodegradable en las escalinatas del Congreso español, y tiene pendiente un segundo juicio como resultado de otra acción de desobediencia civil, igualmente pacífica, en 2019. Como declaró en una entrevista para Climática, no se arrepiente de estos hechos, y a menudo sorprende la serenidad con que habla de su posible ingreso en prisión, convencido de estar haciendo lo correcto.

Su último libro, Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro) puede considerarse, por tanto, un ejercicio más de esa actividad enraizada a una razón que quizá no venza, pero convence, por lo que guarda de rigor intelectual y dedicación incansable. Entre su obra reciente publicada, quizá sea éste el volumen más didáctico, en el buen sentido de la palabra: gran parte se orienta a historizar un ecologismo que, lejos de lo que se cree, surge coetáneo a la destrucción de hábitats provocada por la Revolución Industrial, aunque en sus formas embrionarias, explica, apenas pasaba de ambientalismo obrero –muy enfocado en la salud de los empleados fabriles–; el burgués, y el aristocrático, empeñado en proteger porciones de naturaleza que actuaban, a veces, como cotos de caza.
Si dejamos atrás estos estados iniciales (con la creación de parques nacionales como el estadounidense Yellowstone, el primero del mundo, en 1872), habremos de situarnos en la Gran Aceleración productivista y extractivista tras la II Guerra Mundial para trazar una genealogía contemporánea que se resume en dos vertientes: el ambientalismo –paraguas que abarca variedades de la sostenibilidad que no impugnan el sistema económico depredador–, y lo que él define como “ecologismo consecuente”, de mayor amplitud teórica y existencial, en cuyo marco se encuentran el decrecimiento, el ecosocialismo y el ecofeminismo.
Hasta aquí, el libro, iluminador y pedagógico, mapea dicha raigambre movido, tal vez, por la intención de contrarrestar una tendencia a demonizar el ecologismo como nueva radicalidad social. Sin embargo, poco a poco se va adensando en perentorias reflexiones en torno a la oportunidad perdida en los albores de los años 70 del siglo XX, momento en que el informe Los límites del crecimiento (1972) puso sobre la mesa la imposibilidad biofísica de continuar un crecimiento poblacional e industrial infinito en un planeta finito, mensaje crucial que quedó opacado por el neoliberalismo, ese dogma económico forjador asimismo de subjetividades e impulsor de nuestras derrotas. Entre ellas, cabe destacar los múltiples negacionismos descritos por el pensador, más allá del que afirma que la crisis climática no existe: la tecnolatría y su confianza errada en hallar soluciones dentro del capitalismo –con abundante dosis de greenwashing– o, dicho de otro modo, la ausencia de percepción sistémica de un problema que podría condenar a nuestra especie a la extinción –y ya está condenando a otras muchas– responden a esa ceguera.
Ante esto, ¿qué hacer?, se pregunta el filósofo, moviendo a la lectora a la sección final, probablemente la más interesante en cuanto a diagnóstico y recetario para “colapsar mejor” en un mundo que, técnicamente, podría sacar el cuello del atolladero, pero no lo hará “porque la cultura dominante es nihilista, las políticas en curso son suicidas, los automatismos del capitalismo son homicidas… y la racionalidad colectiva brilla por su ausencia”… De ahí que se deba intentar a toda costa lo imposible, ya que “lo posible es el infierno –ecosocial y climático”.
Tajante, Riechmann insiste en no dulcificar ese infierno, o ese abismo (se agota el tiempo y las metáforas se vuelven progresivamente más literales) y apuntar a una verdad consensuada por la comunidad científica en mitad de la era de las fake news y el marketing deslavazado, a pesar de que pueda resultar incómoda. Con ella, imaginar un “horizonte deseable” es factible, nos cuenta, si se priorizan prácticas y valores no aniquiladores como la vida en comunidad tejida de afectos, el amor a las siguientes generaciones, la libertad real, la creación de arte y belleza, el tiempo y la conexión con el cosmos. Todos ellos tienen en común un abandono del individualismo tan característico de nuestras sociedades y una aproximación al otro que nos enriquece de manera no material.
Pese a la dureza de los planteamientos, o debido a ella, es de agradecer este compendio de conocimiento consecuente sin medias tintas tanto como la existencia del propio Jorge, cuyo encierro entre rejas supondría no sólo su sufrimiento personal y de quienes lo apreciamos, sino también, enfáticamente, un fracaso estrepitoso (otro más) de la democracia, así como una injusticia de dimensiones incalculables.

Fuente: https://climatica.coop/jorge-riechmann-una-etica-de-lo-imposible/ - Imagen de portada: Jorge Riechmann Foto: Demian Ortiz

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