El capitalismo, paradigma del Progreso. ¡Hasta para el “socialismo”!

Octavio Alberola

En teoría, una economía estatalizada debía permitir una planificación racional de la producción y el consumo, de manera a obtener una productividad máxima del trabajo y del capital para asegurar un desarrollo igualitario y sostenible para todos.

Imaginemos que, gracias a los recursos actuales de la medicina, Marx y Engels hubiesen podido ser conservados en estado de coma hasta el día de hoy, y que ahora recobrasen plenamente su conciencia de entonces y se les pudiera preguntar su opinión sobre el milagroso vuelco dialéctico que se ha producido en la historia: ¡el capitalismo convertido en paradigma del Progreso, inclusive para el socialismo! Por lo menos, para ese “socialismo” que Marx, Engels y sus seguidores creyeron poder alcanzar tras la conquista del Poder y el establecimiento de la Dictadura del Proletariado por el Partido Comunista.
Cada uno es libre de imaginar lo que los inventores del “materialismo histórico” nos dirían ante tan prodigiosa y milagrosa síntesis dialéctica producida por la historia en estas últimas décadas; pero todos debemos reconocer que es realmente sorprendente encontrarnos ante esta – hasta hace poco inimaginable - vía hacia el Progreso soñado por el socialismo marxista. Y eso pese a que en ninguna otra época de la historia la “utopía” capitalista alcanzó la “racionalidad” funcional que ha alcanzado en la nuestra. Una “racionalidad” que, pese al progreso material logrado, jamás ha sido tan negativa, para la libertad y la propia supervivencia del hombre, como lo es actualmente.
Que el capitalismo es hoy el paradigma del Progreso en todas las sociedades humanas es una obviedad irrefutable. Como también lo es el hecho de que los pueblos son incapaces, al estar hipnotizados por la magia del consumo capitalista, de imaginar otra forma de “progreso” que la de un “confort” cada vez mayor.  Una hipnosis que no les permite ver la coexistencia, en las sociedades actuales, de la “racionalidad” capitalista con la barbarie, en una permanente promiscuidad en el mundo de la tecnológica y en el de la praxis política. Una promiscuidad obscena que nos da el espectáculo aberrante de sociedades preparando viajes cósmicos mientras millones de hombres siguen marchando descalzos sobre la tierra, y en las que Democracia y tiranía funcionan bajo el imperio de la mercancía, deshumanizando la especie con la obsesión del “confort” y la “eficacia”, mientras la “racionalidad” capitalista y la barbarie siguen gestando víctimas y verdugos.
La sublimación de la alienación
La obsesionada búsqueda del “confort” y de la “eficacia” nos ha llevado a la “mundialización” que hace funcionar todas las zonas del mundo bajo las mismas pautas de la sociedad industrial  desarrollada, de manera que el proceso de integración opera esencialmente en casi todas ellas sin terror abierto y bajo las formas más sutiles de la dominación: la democracia y el consumo.
Ya no hay colonias; pero ahora el imperialismo capitalista transnacional neo-coloniza el mundo con las mercancías, los técnicos, los administradores, los capitales y, cuando todavía es necesario, las armas. Es la totalidad capitalista del Progreso la que está en marcha y en ella ya no es posible hacer más la distinción entre negocios y política, provecho y prestigio, necesidades y publicidad. Es un “modo de vida” que se exporta a sí mismo a través de la dinámica de la totalidad mundializada. Ese materialismo individualista del “tener”, sacrificando el “ser”, que se ha impuesto como forma única de vida en esta sociedad-mundo. El individualismo del imperio de la “libertad de empresa” y del reino del “mercado”, cosificando las personas por el fetichismo del consumo, que hace que la “satisfacción” aumente en función de la masa de mercancías que se “tienen” o que se “consumen”.
Esa satisfacción instintiva del “tener” que se transforma en convicción de “ser libre” a través del consumo: de la libertad de consumir. Pero sin otra libertad que ésta. Esa idea capitalista de libertad que permite liberarse de la explotación volviéndose explotador de sí mismo o de otros. Esas falacias que se materializan en la ilusión del “nivel de vida” creciendo exponencialmente y sin límite, pero que juntas hace posible la aceptación de la dominación y permiten al Sistema su consolidación y  perpetuación..
Lo sorprendente es que estas falacias ahoguen las necesidades que piden liberación, comprendida la necesidad de liberarse de aquello que es soportable, ventajoso y confortable, porque sólo responde a la lógica del desarrollo capitalista. Como la de producir y consumir lo superfluo, o la de hacer un trabajo embrutecedor que no es verdaderamente necesario, o complacerse en formas de ocio que adulan y prologan el embrutecimiento, o mantener libertades frustrantes (tales que la libertad de comercio, la libertad de prensa, la libertad de compra) que sólo sirven para el buen funcionamiento de los controles sociales.
Como pues sorprendernos de que los miembros de esta sociedad sean incapaces de ver que la libertad reglamentada se convierte en un instrumento de dominación poderoso. Que la libertad no debería ser medida según la elección que es ofrecida al individuo sino en función de lo que éste puede escoger para “ser” y no sólo para “tener”.  Que el hecho de poder escoger libremente los amos o de poder escoger entre una gran variedad de mercancías y servicios no suprime la existencia de amos y esclavos. Que tales libertades no son prueba de ser libre y que sólo se es libre cuando se puede decidir la forma en que se quiere vivir.
De ahí que la integración de la clase obrera, en el nuevo mundo tecnológico del trabajo y de la producción, no le permita ser la oposición, la contradicción activa y viviente de la sociedad capitalista desarrollada. No sólo porque el velo tecnológico del instrumento de producción, transformado en “bien común”, logra disimular la desigualdad y la esclavitud, sino porque obsesionada por consumir renuncia a decidir. De suerte que las decisiones fundamentales que la conciernen son tomadas a un nivel en el que ella no tiene ningún control. Y poco importa si es un sistema democrático o un sistema totalitario el que concede al Estado el monopolio de este poder de decisión; pues, aunque siempre lo ejerza con la escusa de realizar un proyecto histórico de transformación y organización de la actividad y la relación social en beneficio de la colectividad, el resultado es siempre el mismo para la clase trabajadora: el Estado decide y la clase trabajadora ejecuta. Una relación de dependencia y sumisión, aceptada por la promesa ilusoria de “mejoría continua del nivel de vida” dentro del sistema de convivencia social jerárquica. Sumisión y dependencia que la mantiene en la alienación y, en consecuencia, sin perspectiva de emancipación.
El fracaso de la alternativa autoritaria
Hubo momentos en la historia en que la erradicación de la alienación parecía posible, inclusive manteniendo  la racionalidad autoritaria. En teoría, una economía estatalizada debía permitir una planificación racional de la producción y el consumo, de manera a obtener una productividad máxima del trabajo y del capital para asegurar un desarrollo igualitario y sostenible para todos. Y ello porque, en ese tipo de economía, no deberían existir intereses particulares de lucro ni resistencia estructural de parte de los trabajadores, al poderse reducir considerablemente las horas de trabajo y aumentar el confort de todos. De ahí que, bajo esos presupuestos, la racionalidad autoritaria “marxista-leninista” pareciese ser idónea para alcanzar tal objetivo.
La revolución socialista debía conducir a una sociedad en la que sus mismos realizadores (en otro tiempo simples objetos de “producir ante todo”) llegarían –por fin- a ser individuos a parte entera: tanto para planificar y utilizar los instrumentos de su trabajo que para satisfacer sus propias necesidades y deseos. Por primera vez en la historia debíamos ver a los hombres actuando, libre y colectivamente, contra la necesidad que restringía su libertad y limitaba su humanidad. Entonces, y sólo entonces, toda represión impuesta por la necesidad sería verdaderamente y libremente aceptada.
Pero el desarrollo de la sociedad comunista ha estado a lo opuesto de esta concepción y de esta esperanza. En ella, el hombre fue reducido a la esclavitud por los instrumentos de su trabajo en el marco de una racionalidad decidida por el Estado-Partido. Una racionalidad que, además de no lograr mejorar el nivel de vida, reenvió el cambio cualitativo - la transición del capitalismo de Estado al socialismo - a una fase que nunca llegó. 
Pero lo grave no es sólo que esa fase no llegara sino que todas las experiencias fundadas en el “marxismo-leninismo” (para llegar al socialismo a través de la racionalidad autoritaria del Estado) hayan acabado restableciendo el capitalismo en su forma originaria más brutal, defraudado las ilusiones de los millones de explotados que un día creyeron poder emanciparse a través de esa ideología.
Un fracaso tan nefasto para la lucha por la emancipación que nos obliga, a todos los que no queremos renunciar a luchar por ella, a encontrar las causas que lo provocaron; pues de ello depende que los explotados puedan volver a desear emanciparse y a luchar por conseguirlo.
La erradicación de la alienación
Lo primero es pues reconocer lo que produjo un tal fracaso; pues es evidente que la historia de todas esas experiencias ha demostrado – como lo reconocen ya muchos de los que adhirieron a la propuesta marxista-leninista – que no “es posible edificar la sociedad comunista en un sistema de Estado comportando un aparato adecuado de sujeción física y una burocracia” (1). Pretender que, en una economía que se quiere “socialista”, es posible mantener el funcionamiento de las categorías mercantiles y dejar la utilización de la ley del valor en manos de la burocracia y los tecnócratas; pues eso no es sólo un contrasentido sino la negación del socialismo. Ya que es querer socializar la economía rechazando el descapitalizarla. Contentarse de una revolución económica fraseológica para hacer evolucionar el capitalismo de empresa privada hacia el capitalismo de Estado. Pues capitalismo de Estado es dejar incólumes las raíces de la acumulación, la concentración de capitales y nuevos beneficios (cada vez más grandes) entre las manos de nuevas categorías sociales, de nuevas clases dirigentes que no tardarán en monopolizar la utilización de la ley del valor y de las categorías mercantiles para su exclusivo provecho.
Así pues, el capitalismo y el comunismo autoritario habiendo demostrado suficientemente su incapacidad - en tanto que proyectos hegemónicos - para resolver los graves problemas del mundo y sólo proponiendo un Progreso que, además de injusto e irracional es destructor del medio ambiente, se impone encontrar una nueva negación del Orden establecido que permita liberarnos de la alienación y potenciar de nuevo la lucha contra la explotación y la dominación. Sin olvidar que, dada la situación en la que nos encontramos hoy, estamos obligados –por razones de simple supervivencia -  a renunciar al Progreso capitalista del “tener” y a buscar uno que privilegie el “ser”. Pues sólo así nos erradicaremos de la alienación y podremos poner en marcha una humanidad capaz de comenzar
una historia que tenga por objetivo realizar plenamente los valores humanos que todos reivindicamos.
 (1) Adam Schaff, director de la Academia polonesa de ciencias.      Fuente: Decrecimiento.org

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