Más allá del ser humano: cómo el derecho puede transformar nuestra relación con la tierra
Los cada vez más pronunciados efectos del calentamiento global y la falta de acuerdos sólidos para combatirlo, han dado cuenta de la doble dimensión de la crisis ecológica que vivimos. En primer lugar, enfrentamos una «crisis» climática. Hemos dañado gravemente el planeta y ahora asistimos a los síntomas abruptos de la enfermedad crónica que hemos provocado. Pero también atravesamos una «krisis»2 civilizatoria. En esta segunda dimensión, la «krisis» nos ofrece un espacio para repensar el paradigma civilizatorio antropocéntrico e insostenible que nos ha gobernado hasta ahora y decidir avanzar hacia una nueva forma de ser y estar en el planeta que tenga en cuenta nuestra interdependencia con el mundo no humano. Si bien los datos científicos nos permiten describir la «crisis» climática y sus efectos, una auténtica solución a este problema requiere de un cambio de paradigma que asuma el momento de «Krisis» civilizatoria que atravesamos. Se necesitan nuevas consciencias y formas del ver mundo que nos ayuden a superar la visión utilitarista y economicista con la que nos hemos relacionado con la naturaleza. Esto, como es evidente, no es una tarea fácil, sin embargo, pequeños destellos de transformación se han logrado a partir del uso de una herramienta insospechada, el derecho.
Digno Montalván Zambrano
El derecho juega un papel activo en la formación de conciencias. A través de la ley determinamos lo que es correcto o incorrecto, lo permitido y lo prohibido, lo reprochable moralmente y aquello que consideramos justo o deseable. El derecho no solo regula subjetividades, también las construye. Hasta hace relativamente poco, el derecho entendía a todo lo no-humano como cosas carentes de valor in- trínseco, simples bienes apropiables por el ser humano para su uso. Esta aproxi- mación ayudó a legitimar actitudes depredadoras hacia el ambiente, amparadas en un falso modelo de desarrollo antropocéntrico, consumista e individualista. Así, se normalizó la idea de que con el intercambio de papeles y firmas podemos re- clamar la propiedad individual y el uso indiscriminado de elementos de la natura- leza que han estado allí millones de años antes que nosotros. Esto, por fortuna, parece estar cambiando.
En las últimas décadas, la crisis ecológica ha reabierto la discusión filosófica, polí- tica y jurídica sobre nuestra relación con la naturaleza. Diversas teorías se han
Tres grandes marcos de pensamiento se han aproximado al debate sobre nuestra relación con la naturaleza: antropocentrismo, biocentrismo y ecocentrismo aproximado a este debate, todas ellas agrupadas en alguno de los siguientes tres grandes marcos de pensamiento: el antropocentrismo, el biocentrismo y el ecocentrismo. Mientras el primero defiende la centralidad del ser humano en nuestros debates sobre el valor del ambiente, los otros sostienen que hay argumentos fuertes para establecer que el cen- tro de valoración no debe estar en el ser humano, sino en los seres que tienen vida (biocentrismo) o en las interrelaciones entre la materia inerte y viva que hacen posible la existencia en este planeta (ecocentrismo).
En este trabajo expondré cuáles son las diferencias entre cada uno de estos tres marcos de pensamiento, sus traducciones jurídicas y las oportunidades o limitaciones que ofrecen para la construcción de una nueva civilización ecológica.
Antropocentrismo y derecho: ¿un ambiente para el ser humano?
El término antropocentrismo tiene dos dimensiones, una epistémica y otra moral. Por un lado, el antropocentrismo epistémico describe el hecho de que las reflexiones sobre el valor de la naturaleza las hace el ser humano.3 Esta forma de antropocentrismo no puede ni debe ser rechazada. El debate sobre el valor de la naturaleza se da siempre a través de mediaciones humanas y, en este sentido, es inevitablemente antropocéntrico. Por otro lado, el antropocentrismo moral re- fleja la doctrina según la cual los seres humanos constituyen la sede y medida de todo valor. Una visión dualista que sustenta la consideración de estos como amos y señores absolutos de los recursos naturales que nutren sus procesos producti- vos e idea de desarrollo. Bajo esta perspectiva, la naturaleza es vista como una cosa, un objeto sin valor intrínseco y, por ello, completamente subordinado a los intereses de los seres humanos. Mientras el antropocentrismo epistémico es ine- ludible, el antropocentrismo moral no solo puede, sino que debe superarse si que- remos construir una nueva consciencia ecológica.
La literatura especializada suele dividir al antropocentrismo moral en grados, aquellos «fuertes o excluyentes» y otros «débiles o moderados». El antropocentrismo fuerte sería aquel que niega toda consideración ética o moral a las entida- des no-humanas y promueve su explotación ilimitada, mientras el antropocentrismo débil reconocería un grado de consideración moral para ciertos elementos de la naturaleza, pero en función de su relevancia para el cumplimiento de fines e intereses humanos. Si bien esta división mencionada suele ser ampliamente aceptada en la literatura especializada, resulta poco precisa, pues es- conde las líneas de continuidad entre ambas formas de antropocentrismo. Aunque diversos autores se han esmerado en dosificar las posiciones antropocéntricas clasificándolas entre excluyentes/fuertes o débil/moderadas, dicha protección es siempre utilitarista, es decir, se justificará en razón de las necesidades terapéu- ticas, estéticas, biológicas o económicas que la naturaleza satisface para el ser humano. Como recoge Costa, el imperativo ecológico que las resume vendría a adoptar la formulación siguiente: «en interés de la humanidad, protege y preserva la naturaleza».6
Por lo anterior, sostengo, el antropocentrismo moral no se divide en excluyente y moderado, pues todas las formas de antropocentrismo moral son excluyentes, en la medida que mantienen en el centro al ser humano y separan del circulo de la moralidad a seres no humanos. Esto es así, incluso en aquellas posturas que reconocen deberes indirectos hacia la naturaleza. En estos casos, lejos de lo que pretende indicar el adjetivo «débil», nuestra vulnerabilidad frente al ambiente no «debilita» ni «modera» la centralidad del humano, sino, por el contrario, la refuerza. Esta fragilidad se traduce en estrategias para acelerar nuestro avance científico y disminuir los riesgos de nuestra vida sobre el planeta.
Dentro del discurso jurídico, el modelo antropocéntrico de protección del am- biente se plasmó en la visión clásica del derecho humano a un ambiente sano.
El antropocentrismo moral no se divide en excluyente y moderado, pues todas las formas de antropocentrismo moral son excluyentes
Este derecho considera a la protección del am- biente como un elemento sine qua non para el dis- frute de los derechos humanos. Es decir, busca proteger aquellos «recursos» naturales que se consideran indispensables para la protección y desarrollo de los derechos del ser humano.7 Si bien la defensa de este derecho ha permitido logros importantes en la protección del ambiente, su capacidad para generar cambios que integren a la naturaleza como un participante activo de la discusión sigue siendo limitada.
En la protección del derecho humano a un ambiente sano, se tiende a priorizar soluciones económicas y regulatorias frente a un reconocimiento más profundo del valor intrínseco de los ecosistemas.8 Estos análisis costo-beneficio, a su vez, suelen estar sesgados en contra de la regulación ambiental, al minimizar los beneficios ecológicos difíciles de valorar y exagerar los costos de cumplir con las regulaciones.9 El tradicional derecho humano antropocéntrico a un ambiente sano expresa, de esta forma, un optimismo cientificista que pretende, a través del derecho, convertir a la inevitable incertidumbre ecológica en un lenguaje de probabilidades numéricas. Así, el fracaso en la gestión y el control de los procesos y riesgos naturales no es atribuido a un problema civilizatorio, sino a un problema de falta de conocimientos o competencia.
Un enfoque biocéntrico: ¿pueden los animales o las plantas tener derechos?
El biocentrismo se opone al antropocentrismo, pues no sitúa al ser humano como el eje único de nuestras preocupaciones sobre la naturaleza. En su lugar, propone ubicar en el centro a los seres vivos, en tanto individuos, para, a partir de ello, dar cuenta de que hay razones suficientes para otorgar igual consideración moral a ciertos no-humanos. Por un lado, a diferencia de las posturas antropocéntricas, el biocentrismo busca la preservación de los seres vivos por el interés que poseen ellos mismos y no por su utilidad para el ser humano. Por otro lado, a diferencia del ecocentrismo, el biocentrismo sitúa el estatus moral en las criaturas individua- les y no en los sistemas ecológicos. Es decir, los biocentristas no son holistas, no consideran que los sistemas ecológicos son relevantes en sí mismos, sino solo en la medida en que protegen o hacen posible las vidas individuales que hay en ellos.10 En otras palabras, no consideran moralmente relevantes a las especies en tanto conjunto, sino a los animales individualmente considerados; tampoco al bosque, sino al árbol, en singular.
Existen diversas formas de biocentrismo y cada una de ellas tiene su propio criterio al momento de definir qué es una vida moralmente relevante y capaz de merecer derechos. Para algunos vivir una vida implica poder experimentar placer y dolor (sensocentrismo), para otros, poseer facultades cognitivas que te permitan ser consciente de que experimentas una vida (cognitivismo) y, para un último grupo, tener impulsos latentes, consientes o no, que muestren un esfuerzo por perseverar o preservarse (conatus).
Por un lado, el biocentrismo sensocentrista valoriza al animal sintiente atribuyén- dole importancia moral a partir de su cercanía con la capacidad humana de expe- rimentar placer o dolor. El filósofo australiano Peter Singer, considerado el padre fundador del movimiento animalista moderno,11 sostiene que si hay ciertos anima- les que, al igual que nosotros, pueden sentir, la separación de estos de la comu- nidad moral constituye un prejuicio irracional al que denomina «especismo».12 Este ha sido el punto de partida para que otros autores como Tom Regan propongan la idea de los derechos de los animales, desde una aproximación deontológica y cognitivista. Para este autor, la capacidad de experimentar una vida es una ca- racterística habilitante para ser sujeto de derechos. A su vez, experimentar una vida requiere de un grado de consciencia que va más allá de la mera capacidad de sentir placer o dolor. Así, por ejemplo, podríamos afirmar con seguridad que una rana puede experimentar dolor, pero no que tiene una capacidad cognitiva tal que le permita razonar, tener intereses o dar cuenta de su propia existencia. Por ello, sostiene Regan, si ciertos seres no-humanos, como los mamíferos mayores de un año, tienen un grado de consciencia y, por tanto, al igual que nosotros, la capacidad de experimentar una vida, no existe argumento alguno que justifique negarles derechos morales.13
Por otro lado, el biocentrismo del conatus amplía el espectro de la moralidad hacia seres vivientes no sensibles, pero manteniendo el carácter individualista propio
A diferencia del ecocentrismo, el biocentrismo sitúa el estatus moral en las criaturas individuales y no en los sistemas ecológicos
de todo modelo biocéntrico. El conatus es un con- cepto filosófico desarrollado principalmente por Ba- ruch Spinoza y que significa ímpetu, impulso, esfuerzo, empeño y lucha, sin connotaciones teleo- lógicas. Como indica Callicott, «mientras que “es- forzarse” puede introducir implícitamente la noción de meta –esforzarse por o hacia algo, sea o no consciente–, perseverar puede entenderse de
forma inercial: el impulso, consciente o no, de continuar o permanecer en un estado o condición existente».14 Tomando como eje la capacidad de un ente para perseverar en la vida, el biocentrismo del conatus se preocupa tanto por los seres vivos sintientes como por los no sintientes, como las plantas. Así, autores como Paul Taylor han usado este concepto para sostener que, si bien las plantas no tienen un sistema nervioso que les permita experimentar placer o dolor, con el crecimiento de sus raíces o tallos, dan cuenta de hay en ellas un tipo de esfuerzo por vivir, por preservarse, es decir, un conatus, que las hace merecedoras de consideración moral.15 Los biocentristas del conatus, sin embargo, no encuentran en los ecosistemas, la biosfera o la diversidad en general relevancia moral alguna; en ellos, consideran, no se expresa claramente un esfuerzo por mantenerse. Tam- poco tendrían relevancia moral, por ende, la materia inerte: los ríos, las montañas o los glaciales. En ellos no parece haber conatus y, por tanto, desde su punto de vista, tampoco vida.
La única propuesta biocéntrica que ha sido trasladada al derecho es la del biocentrismo-sensocéntrico, a través del discurso por los derechos de los animales. Los casos de la orangután Sandra y la chimpacé Cecilia en Argentina son ejemplo de ello. En estos casos, las cortes otorgaron el estatus de «persona no hu- mana» a estos animales, bajo el argumento de que, al igual que los seres humanos, estos grandes simios experimentan sufrimiento y pueden disfrutar conscientemente de su libertad. Así lo dijo la corte en el caso de Cecilia, al manifestar que «resulta innegable que los grandes simios, entre los que se encuentra el chim- pancé, son seres sintientes por ello son sujetos de derechos no humanos».18
Los casos de la orangután Sandra y la chimpancé Cecilia ilustran los aportes del biocentrismo en la ampliación de la comunidad de justicia y, por ende, en el reconocimiento de derechos más allá del ser humano. Sin embargo, su alcance sigue siendo limitado. El punto de partida del modelo biocéntrico sensocentrista está lleno de antropocentrismo, una vez que exige de los otros seres lo que nosotros poseemos (capacidad de sentir o consciencia), «humanizándolos» hasta que puedan ser aceptados en nuestro círculo moral. La antropomorfización de los animales en esta forma de biocentrismo puede llegar al extremo de depositar en ellos ya no solo derechos sino, también, obligaciones. Así lo proponen Sue Donaldson y Will Kymlicka en su libro Zoópolis, al definir a los animales como ciudadanos con diferentes derechos y responsabilidades: los animales domésticos serían ciudadanos plenos que deben cumplir con el deber de alimentarse a partir de una dieta vegana (al margen de la dieta natural del animal); los animales salvajes serían gobernantes de sus territorios que, en caso de aproximarse peligrosamente a nues- tros dominios humanos, pueden ser considerados enemigos-invasores; y los animales liminales o fronterizos serían migrantes con unos pocos derechos, fácilmente revocables.19 De esta forma, los comportamientos que deben tener los ani- males son designados tomando como parámetro de referencia ya no solo la ca- pacidad de sentir o razonar del ser humano, sino, yendo mucho más allá, la organización social que este ha ideado.
El punto de partida del modelo biocéntrico sensocentrista está lleno de antropocentrismo, una vez que exige de los otros seres lo que nosotros poseemos
El problema de la antropomorfización de los anima- les que implica la propuesta biocéntrica no radica solo en quitar lo «animal» de los animales, sino, además, en no cuestionar lo «humano» en los seres humanos. El discurso biocéntrico por los de- rechos de los animales no propone romper el marco desde el que el derecho entiende al ser humano, sino, únicamente, indicar que ese marco se aplica de forma incoherente o discriminatoria.
Un enfoque ecocéntrico: ¿pueden los ecosistemas tener derechos?
El término «ecocentrismo», al contrario del individualismo biocéntrico y del antropocentrismo, ve al ser humano como parte de un mundo que comparte con otras especies y un sustrato físico que soporta y hace posible la vida. En su formulación jurídica, el ecocentrismo no limita los derechos a los animales, sino que los reconoce también para las plantas y los seres microscópicos e incluso para la materia inerte como los ríos, glaciales y montañas.
Aunque en su origen el ecocentrismo se utilizó para describir las éticas ambienta- les de carácter holista formuladas desde Occidente y en las cuales el discurso científico tiene un papel protagónico, la expansión de este enfoque ha llevado a que se relacione al ecocentrismo con prácticas ancestrales de pueblos indígenas y religiones no judeo-cristianas de todo el mundo. Por lo anterior, no existe una forma de ecocentrismo, sino diversos ecocentrismos.
En primer lugar, existen propuestas ecocéntricas-conservacionistas que otorgan a la ciencia ecológica, biológica o de los sistemas terrestres la última palabra en la determinación de lo que es la naturaleza y nuestras obligaciones morales hacia ella. Este es, por ejemplo, el enfoque del filósofo estadounidense Baird Callicott, quien, siguiendo el pensamiento del conservacionista Aldo Leopold,20 propuso una ética de la tierra por la cual los hechos otorgados por la ciencia ecológica sirvan como la fuente de sentimientos morales adecuados para la preservación de la naturaleza y el reconocimiento de su valor intrínseco.21 Este pensamiento ecocéntrico-conservacionista, a su vez, ha derivado en propuestas específicas dentro del campo jurídico. Así, el momemtum ecológico provocado por el conservacionismo estadounidense en la década de los setenta inspiró la que es considerada la primera obra jurídica en plantear la idea de los derechos de la naturaleza, el ensayo del año 1972, Should Trees Have Standing, del profesor estadounidense Chistop- her D. Stone. A partir de las ideas de este libro, se promulgó, en el 2006, la primera legislación cercana a la idea de los derechos de la naturaleza en un municipio de 7 000 habitantes en Estados Unidos.23
En segundo lugar, el «ecocentrismo religioso» representa a aquellas posturas que, reinterpretando los textos judeo-cristianos o acudiendo a otras religiones como el budismo, el hinduismo o el taoísmo, han buscado desmontar la tradicional narración religiosa del ser humano como el fin último de la creación. En lo jurídico, el modelo ecocéntrico religioso fue implementado en la sentencia de la Corte Suprema de Uttarakhand-India que reconoció a los ríos Ganges y Yamuna como personas jurídicas con derechos propios.24 En esta sentencia, la Corte dio cuenta de que la legislación y jurisprudencia de la India ya reconocía personalidad jurídica a ídolos religiosos del hinduismo (como templos), razón por la cual, teniendo en cuenta que los ríos Ganges y Yamuna son venerados como divinidades dentro del hinduismo, resultaba razonable considerarlos también personas «jurídicas/lega- les/entidades vivas con todos los derechos, deberes y responsabilidades correspondientes de una persona viva».25 Otro ejemplo de este modelo es la obra del sacerdote católico estadounidense Thomas Berry, quien, a partir de una reinter- pretación de la idea de la creación del cristianismo, propuso ver al propio universo como la primera comunidad sagrada.26 Inspirando en la propuesta de Berry, el profesor sudafricano Cormac Cullinan en su libro Derecho Salvaje, establece que para redescubrir la jurisprudencia de la tierra y desarrollar formas apropiadas para nuestra época es esencial comenzar por observar las leyes dictadas por lo que él denomina el Gran Derecho, es decir, los principios fundamentales que rigen el uni- verso.
Por último, lo que defino como ecocentrismo descolonial, representa a aquellas cosmovisiones, propias de pueblos indígenas y comunidades locales de alrededor. A diferencia de los ecocentrismos conservacionistas y religiosos, el ecocentrismo descolonial se forma de abajo a arriba, a partir de las prácticas de los pueblos indígenas del mundo, para las cuales la relación de horizontalidad con la naturaleza nace de la identificación ontológica con sus territorios. A diferencia de los ecocentrismos conservacionistas y religiosos cuyas éticas se forman de arriba hacia abajo, es decir, a partir del trabajo de científicos o teólogos altamente especializados, el ecocentrismo des- colonial se forma de abajo hacia arriba, esto es, a partir de las prácticas de los pueblos indígenas y comunidades locales, sostenidas en el tiempo y que develan una relación de armonía con la naturaleza.
Formas de ecocentrismo descolonial han derivado en el reconocimiento de derechos de la naturaleza. Es el caso de la lucha por el reconocimiento de los derechos de la Pachamama consagrados en la Constitución de Ecuador del 2008. Pacha- mama es un concepto indígena-kichwa que ha sido traducido como «Madre Tierra» y que expresa la relación espiritual que tienen los pueblos indígenas con su territorio. Otro caso de ecocentrismo descolonial fue la ley de Nueva Zelanda que reconoció al río Whanganui como sujeto de derechos. Este caso fue fruto de una disputa de siglos impulsada por el pueblo maorí para el reconocimiento de sus derechos territoriales. Producto de esta lucha, en el 2014, la Corona y las tribus maoríes suscribieron un acuerdo en el cual se consagró al Te Awa Tupua, esto es, la río Whanganui en su totalidad, comprendiendo sus elementos físicos y espirituales, como persona legal con derechos inherentes. En marzo del 2017 este acuerdo se elevó a rango de Ley, siendo considerado y celebrado como el primer caso en el que se aplican los derechos de la naturaleza a escala global.
A modo de conclusión: ¿qué derecho, para qué mundo?
Como expuse al inicio de este trabajo, el derecho tiene un rol activo en la construcción de subjetividades. Promueve formas específicas de entender el mundo, al mismo tiempo que delimita nuestros marcos de acción. Es, por tanto, un actor principal en la construcción de una nueva consciencia ecológica. En este contexto, pensar el derecho en términos antropocéntricos, biocéntricos o ecocéntricos, nos permite observar el postulado moral que promueve la norma y sus limitaciones. Así, por ejemplo, entender qué queremos decir cuando decimos que la naturaleza es un «objeto» o «sujeto» de protección jurídica, resulta fundamental para examinar la postura de cada sistema normativo frente a la «Krisis» civilizatoria. También lo es preguntarnos qué queremos decir cuando decimos que la naturaleza es un sujeto de derechos, un bien público o simplemente una cosa apropiable. Estas son grandes preguntas que no puedo responder a profundidad en este texto, sin embargo, me permiten introducir al lector o lectora la influencia del derecho sobre nuestra forma de ver y ser con la naturaleza.
En la misma línea, aunque aceptemos que la naturaleza puede ser un sujeto de derechos, sigue siendo relevante preguntarnos de qué naturaleza hablamos y quién la representa. Al respecto, creo que es especialmente relevante hablar de las naturalezas que se forman en lo humano y lo local y no, únicamente, de la se escribe en laboratorios de pensamiento y experimentación de «Occidente». Yo prefiero hablar de las naturalezas que surgen de las representaciones humanas locales, contextuales, aquí y ahora. De esta forma, la naturaleza de la que hablemos tendrá siempre un rostro humano y el humano que definamos tendrá siempre una dimensión natural.
Digno Montalván Zambrano es investigador postdoctoral de la Universidad Carlos III de Madrid en el grupo de Investigación sobre el Derecho y la Justicia (GIDYJ).
Fuente: https://www.fuhem.es/wp-content/uploads/2024/10/Mas-alla-del-ser-humano-como-el-derecho-puede-transformar-nuestra-relacion-con-la-tierra_DMontalvan.pdf - Imagen de portada: editorial.centroculturadigital.mx/articulo/manifiesto-chthuluceno-desde-santa-cruz