El rugido de los alimentos orgánicos

La producción y el consumo de alimentos orgánicos ya tienen dientes para morder un pedazo cada vez mayor del mercado mundial. Lo que empezó como una pasión algo hippie de minorías se ha convertido en un fenómeno masivo.

Gonzalo Toca

Los productos orgánicos suelen ser aquellos que excluyen los transgénicos, los que tienen menos contacto con antibióticos y los que no reciben todo el impacto de los pesticidas químicos y fertilizantes sintéticos. Con ellos, se aspira a compatibilizar la necesidad humana de carne y el menor sufrimiento del animal vigilando desde su alimentación hasta la estabulación, el transporte y la forma en la que mueren las vacas, los pollos o los cerdos. No hay una regulación global y los requisitos específicos y la flexibilidad con la que se interpretan difieren en la Unión Europea, China, Estados Unidos o Latinoamérica.
De todos modos, ya no hablamos del cultivo en una azotea ibicenca, ni de simples cadenas especializadas para aficionados a las tiendas de productos alimentarios selectos. En 2016, que es la fecha más reciente de la que se tienen estadísticas mundiales, el sector facturó más de 75.000 millones de euros. La evolución es muy notable y más cuando tenemos en cuenta la forma en la que se han catapultado las ventas a pesar de la crisis. Desde 2007 hasta 2016 estuvieron a punto de duplicarse.
Por eso, Diego Roig, director de la consultora EcoLogical, matiza que “el principal desafío internacional es ser capaz de alinear el crecimiento de la demanda consumidora con el crecimiento de la oferta productiva”. “Ahora mismo”, añade, “aún con el importante crecimiento productivo, la demanda está creciendo a un ritmo mayor y eso, a largo plazo, puede generar tensiones en abastecimiento y precios”.
Y no será porque las tierras que se dedican al cultivo orgánico no estén aumentando. Por ejemplo, en 2015, según el centro de investigación suizo FiBL, se incrementaron en más de cuatro millones de hectáreas en Australia, mientras Estados Unidos ampliaba la extensión de sus cultivos en un 30% e India lo hacía en un 64%. Las regiones que más hectáreas dedican a la agricultura orgánica son Oceanía y Europa y los países que lideran la tabla son Australia, Argentina y Estados Unidos. Los productos más cultivados son los cereales, entre los que destaca el arroz –que sí, es un cereal–, el forraje para dar de comer a los animales o el café. Desde el punto de vista del consumo humano, las frutas, las verduras, el arroz, los huevos o los lácteos son los reyes del sector bio.
Yuya Shibakai en su granja de verduras orgánicas en la ciudad de Inzai, Japón. En el país asiático, el mercado de productos ecológicos no se ha tenido tanto éxito como en otras economías avanzadas. 
(Martin Bureau/AFP/Getty Images)

Por supuesto, nadie va a discutir que el segmento orgánico representa una pequeña fracción de las tierras cultivadas –probablemente no llega al 2%– y de las ventas totales de alimentos, que superaron los seis billones de euros en 2016. El escenario tampoco podría ser muy diferente. La agricultura y ganadería orgánicas son más complejas, novedosas y costosas que las convencionales. Los grandes distribuidores y las grandes multinacionales alimentarias están estrechando los márgenes. Además, el precio de los productos ecológicos suele ser mayor y, por lo tanto, su mercado tiene que ser más pequeño que el del resto. Ya no es una pasión de minorías pero tampoco de mayorías.
Es verdad que la situación está cambiando desde hace más de una década. Por ejemplo, el café, las judías envasadas, el muesli, las espinacas o los huevos orgánicos llevan años aproximando su valor a toda velocidad al de sus rivales convencionales en Estados Unidos. La diferencia de precio entre el café orgánico y el tradicional se redujo a la mitad entre 2004 y 2010 y con los huevos, aunque el cambio fue menos drástico, ocurrió algo parecido.
La oferta
Naturalmente, nada de esto podría haber sucedido por el lado de la oferta sin la aparición de nuevas técnicas agrícolas que permiten producir más; sin el aumento de tamaño de las que empezaron como diminutas explotaciones agrarias; o sin la multiplicación de la inversión o la incorporación de los países emergentes. Sin más mercado, más eficiencia o más canales de distribución y posicionamiento de marca para llegar al público tampoco habría sido posible. El comercio electrónico y el marketing digital han influido con fuerza, favoreciendo a las pequeñas marcas ecológicas frente a los grandes conglomerados tradicionales.
Verduras orgánicas en una tienda de Bangkok. Thailand ocupa el puesto número 22 en la lista de 2014 de importadores de pesticidas según la FAO. (Romeo Gacad/AFP/Getty Images)

El repunte de la competencia ha sido importante. Al final, han irrumpido en el sector las principales multinacionales alimentarias, dispuestas a poner sobre la mesa miles de millones. Están alarmadas y tienen motivos. Desde 2011 hasta 2016, perdieron, por primera vez en cinco décadas, tres puntos de cuota de mercado en Estados Unidos frente a marcas pequeñas y mucho menos conocidas. Hablamos de 22.000 millones de dólares en ventas. Los consumidores quieren productos más auténticos y, a veces, eso significa orgánicos. Así se entienden mejor las millonarias adquisiciones de la multinacional de la industria alimentaria Unilever el año pasado y el motivo por el que Amazon compró el distribuidor de productos orgánicos Whole Foods por casi 14.000 millones de dólares.
Diego Roig, director de la consultora EcoLogical, apunta que “el sector español lo protagonizan, principalmente, pequeñas explotaciones, profesionales y PYMEs, organizaciones que deben ir ganando tamaño para competir en un mercado cada vez más dinámico”. En este contexto, explica Roig, la gran industria agroalimentaria está desembarcando en el sector con “el lanzamiento de nuevas líneas de productos, ampliaciones de gama de la categoría bio o la adquisición de empresas”.
Uno de los grandes problemas históricos de la industria, la definición de lo que es o no orgánico, también ha empezado a resolverse. Así, Ángeles Parra, presidenta Asociación Vida Sana, recuerda que Bruselas exige en su nuevo reglamento que los productos extranjeros que se quieran vender como ecológicos en Europa “cumplan, en su producción, normas iguales a las europeas”. Diego Roig aclara que la UE impone “unas prácticas más restrictivas para la producción orgánica que para la convencional, entre otros, en los usos de productos fitosanitarios, transgénicos y métodos productivos o procesos de crianza animal”.
Nuevas generaciones
La nueva marea de alimentación consciente y sostenible es la que ha hecho posible ese reglamento y que las empresas multipliquen la diversidad de los productos bio, desarrollen nuevos campos y granjas y reduzcan drásticamente la diferencia de precio entre los alimentos ecológicos y los tradicionales. Han tenido mucho que ver en esto las asociaciones ecologistas y de vida saludable, la elevación del nivel de renta de la población de las décadas anteriores y la influencia de la generación milenial, más sensible ante el sufrimiento animal y la contaminación y muy propensa a convertir la comida en una experiencia gastronómica que refleja su identidad y sus valores. Ahí está el fenómeno foodie (afición a la comida) para demostrarlo.
Así, Diego Roig reconoce que “los milenial se han erigido como el principal consumidor eco en España”. De hecho, “un reciente estudio publicado a finales del año pasado por la Organic Trade Association, la principal organización empresarial bio de EE UU, aseguraba que los milenial son también los principales compradores de productos ecológicos”, apunta Roig. No hablamos sólo de veinteañeros adictos a Instagram, porque uno de cada cuatro ha superado los 30 años y ya son padres.
Roig cree que la incorporación total de esta generación a la vida familiar puede suponer una revolución en los hábitos de consumo de productos orgánicos.  En estas circunstancias, señala Roig, “en España los datos del Ministerio de Agricultura de 2016 confirman esa tendencia al señalar que el 30% de los consumidores bio tenía menos de 35 años, lo que apunta a un crecimiento del mercado de la mano de estos compradores”. Por eso augura que “su mayor concienciación hacia hábitos de compra más saludables y el hecho de ser los nuevos padres de núcleos familiares harán que encabecen el desarrollo del consumo”.
¿Pero qué tipo de consumo? El consultor apuesta por que “las categorías que más se desarrollen en los próximos años sean la alimentación infantil, los snacks saludables, los superalimentos, la comida para llevar, la alimentación deportiva y las bebidas nutracéuticas”. Ángeles Parra, presidenta de la asociación Vida Sana, recuerda la fuerza que están empezando a cobrar los productos asociados al veganismo, los superalimentos, los probióticos, la cosmética ecológica y las prendas textiles orgánicas.
Es verdad que detrás de los cambios de esta generación hay algo más que la moda foodie. Es un compromiso con la alimentación sana, la reducción del sufrimiento animal y la sostenibilidad. En este contexto, apunta Parra, “el consumidor toma conciencia de la importancia de una alimentación sana de verdad (…) y, por otra parte, se activan valores como es el esfuerzo por parte de todos de mejorar el medio ambiente y frenar el cambio climático y el éxodo rural, ya que la producción ecológica prima las pequeñas y medianas explotaciones tanto agrícolas como ganaderas”.
Vincent Justin, uno de los fundadores de ‘Nous’, una tienda dedicada a la reducción del desperdicio de comida que ofrece productos rechazados por las cadenas distribuidoras tradicionales. (Thomas Bregardis/AFP/Getty Images)

Esta visión de los milenial y de su compromiso con la vida sana merece dos importantes matices. El primero es que el consumo de productos orgánicos está muy concentrado en Europa y EE UU, lo que implica que estamos hablando de una nueva generación mundial de milenial cuando, en realidad, nos referimos, esencialmente, a la minoría que habita las zonas más prósperas del planeta y que se ha beneficiado de una globalización que hoy está cuestionada. También es cierto que, aunque la transformación la ha impulsado ese grupo, las generaciones inmediatamente anteriores y posteriores la han abrazado. La clave, por lo tanto, no está tanto en los milenial sino en la transferencia de sus valores a otras capas de la sociedad.
El segundo matiz importante es que, como señalaron los investigadores de la Universidad de Stanford después de analizar las evidencias de casi 250 estudios académicos, no está claro que los productos orgánicos sean más saludables que el resto en términos de nutrientes, vitaminas, proteínas o grasa. De hecho, sus conclusiones pusieron de relevancia que, en la mayoría de los casos y aunque tenían menos pesticidas, no lo eran.  El debate continúa.
De todos modos, más allá de cómo se resuelvan los debates, lo que sí parece evidente es que los alimentos orgánicos, y los valores que fomentan su producción y su consumo en todo el mundo, reflejan una profunda y vertiginosa transformación que ha superado la anécdota o la mera pasión de minorías en los países desarrollados. Es un cambio cultural que ha revolucionado la industria, los hábitos de millones de personas y el tipo de compromiso ético que exigen muchos consumidores a las empresas que quieren venderles sus productos. Los políticos, como se ha visto con las regulaciones europeas, también han tenido que reaccionar. Y esto sólo es el comienzo.


Fuente: https://www.esglobal.org/el-rugido-de-los-alimentos-organicos/ Imagen de tapa: Verduras ecológicas en un mercado de productos orgánicos en Caen, Francia. (Mychele Daniau/AFP/Getty Images)

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