Sacar de la gente lo mejor que tiene



"Releer y debatir de nuevo propuestas innovadoras de socialismo factible no servirá para nada si alguien pretende llegar a la verdad revelada de algún tipo de Santo Grial programático. Deberían servirnos para dar mayor visibilidad y valor al hormigueo de experiencias alternativas que ya se están llevando a cabo por todo el mundo, a pequeña escala, en la búsqueda de otros mundos posibles más allá del capitalismo. La vieja izquierda debe superar ahí su pedante menosprecio por esas iniciativas moleculares y parciales que intentan abrir espacio a la experimentación de formas de vivir diferentes a las hegemónicas.

 
Enric Tello

Tras muchos años de una provechosa investigación empírica y un gran debate historiográfico para entender la experiencia de la transición del feudalismo al capitalismo, los mejores historiadores marxistas y no marxistas han comprendido que las revoluciones liberales sólo fueron la culminación de un largo movimiento de posiciones de fuerza a través del cual las burguesías europeas fueron forjando, paso a paso, su propia base social y el entramado de saberes, experiencias y culturas que finalmente les permitirían llegar a ser una clase hegemónica. Pero debido a una serie de azares históricos de los siglos XIX y XX que convendría dejar atrás, la izquierda socialista y comunista ligada al movimiento obrero tendió a concebir su propia tarea justamente al revés: todo debía comenzar con la «toma del poder» político.

 
Estoy bastante seguro que si hay un futuro, y ese futuro es ecosocialista, su memoria histórica situará los orígenes de la transición del capitalismo a formas realmente socialistas de organizar la economía ya en los inicios del siglo XX, o incluso a finales del siglo XIX, con la conquista de los primeros seguros públicos de enfermedad, vejez y paro, la educación o la sanidad públicas y gratuitas, el desarrollo de las inversiones en transportes públicos colectivos, las zonas verdes, playas públicas y parques naturales, o el avance de la higiene pública urbana y el mantenimiento del dominio público hidráulico. Como muy bien ha señalado Peter Temin, tanto sus defensores como sus detractores a eso le llamaron socialismo, mucho antes que se denominara ambiguamente «Estado del Bienestar».

Eran y son piezas parciales de «socialismo en acto» porque otorgan derechos de acceso a las personas en tanto que ciudadanos y ciudadanas, y no como consumidores o consumidoras en función de su poder adquisitivo en el mercado. Más allá de esos servicios sociales básicos y las grandes infraestructuras, la gran tarea ecosocialista pendiente para el siglo XXI consiste en redirigir democráticamente el conjunto del sistema energético y toda la producción de bienes y servicios, incluidos los sistemas de recuperación de objetos y materiales para transformarlos de nuevo en recursos, hacia formas más eco-eficientes, sostenibles y justas, mediante un funcionamiento económico que esté nuevamente arraigado en cada territorio, fortalezca las redes de sostén y cuidado de la vida, y deje de tener al crecimiento del PIB como su único objetivo.

Ese nuevo avance del proceso histórico de democratización sólo será posible si se ha acumulado previamente una masa crítica de poblaciones y experiencias dispuestas a emprender ese cambio tan profundo de dirección. Por eso las iniciativas individuales y la experimentación comunitaria son tan importantes como las políticas públicas que deben estimularlas y ayudar a desarrollarlas. Sin una iniciativa de abajo que anticipe el futuro y desborde los límites de lo que resulta pensable en cada situación, la acción política de mayor alcance se encontrará prisionera de los dogmas e intereses previamente establecidos. Sin unas políticas públicas innovadoras que faciliten su desarrollo, las iniciativas experimentadoras hechas desde abajo chocarán con multitud de barreras que limitarán y retrasarán su avance.

Sólo la combinación de ambas cosas nos permitirá iniciar una transición real más allá del capitalismo. Creo que una importante razón para eso reside en el hecho que para poder transformar las crisis en oportunidades para el cambio es de vital importancia favorecer situaciones donde la gente saque lo mejor de ella misma, y no lo peor. El gran peligro que un colapso incontrolable alimente nuevamente bestias como el fascismo y el nazismo proviene del hecho que situaciones así estimularían a todo el mundo a sacar lo peor de sí mismos. Entenderíamos mejor la importancia clave de esa disyuntiva si las tradiciones de izquierdas no hubieran desatendido tanto la comprensión de los microfundamentos de las macroconductas.

Tal como ha señalado Albert Hirschman, mientras la tradición liberal lleva más de un siglo cómodamente instalada en una yuxtaposición muy discutible entre el análisis macroeconómico y su fundamentación microeconómica, la tradición marxista y las demás corrientes de izquierda tradicional arrastran un persistente déficit en el estudio de sus propios fundamentos microeconómicos y micropolíticos. Lo cual, por cierto, tiene bastante que ver con haber abrazado en el pasado el uso instrumental de la violencia, y no haber explorado después lo suficiente las posibilidades de la noviolencia. Pero de la misma forma que Kalecki fue una especie de “Keynes marxista”, también ha habido alguna que otra excepción de la que se puede partir para entender la función que han de jugar, respectivamente, la experimentación desde abajo y la transformación desde arriba de las políticas públicas.

Una de aquellas raras excepciones fue un joven marxista inglés, que se hacía llamar Cristopher Caudwell, y murió con sólo veintinueve años peleando con las Brigadas Internacionales contra el fascismo en España (encontraréis un interesante esbozo biográfico y político en el capítulo que Edward Thompson le dedicó en su Agenda para una historiografía radical). En sus escritos, fragmentarios e inmaduros, destacan algunas iluminaciones muy potentes como aquella en la que definía la sociedad humana como “el metabolismo socioeconómico y ecológico mediado por el amor”. Caudwell consideraba que el amor, biológicamente arraigado en la sexualidad humana, es el impulso básico que alimenta la curiosidad y la atracción por todo aquello que nos resulta distinto y desconocido. También la búsqueda del conocimiento, o de la innovación técnica y social. Caudwell escribió, por ejemplo, cosas como la siguiente: “lo que menos puedo perdonar al capitalismo es haber eliminado la ternura de las relaciones humanas.” No llegó, sin embargo, a identificar en el miedo y la construcción de una imagen de enemigo el mecanismo básico, también bastante arraigado en la biología de nuestra especie, que nos hace reaccionar agresivamente ante lo desconocido que se percibe como amenazante sacando lo peor de nosotros mismos.


Como dicen Donella Meadows, Jorgen Randers y Dennis Meadows al final de su reciente libro sobre Los límites del crecimiento 30 años después, aunque “en la cultura industrial no nos está permitido hablar de amor salvo en el sentido más romántico y banal de la palabra”, lo cierto es que “la revolución de la sostenibilidad tendrá que ser, sobre todo, una transformación colectiva que permita que se exprese y alimente lo mejor de la naturaleza humana”. También por eso hay que asegurar que el nuevo socialismo ecológico del siglo XXI esté profundamente unido a la cultura de la no violencia y la valoración del cuidado de los demás y las demás que ha desarrollado el feminismo contemporáneo.

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Extraído de 'Apuntes sobre la crisis, o las crisis de nuestro tiempo' de Enric Tello. Decrecimiento.info

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