Por qué el ecologismo sigue perdiendo
El
descontento con los partidos verdes establecidos y las ONG ecologistas
alimentó el auge de formas de activismo más conflictivas. Pero la tarea
no puede limitarse al campo ideológico sino que debe movilizar a
millones de personas en defensa de sus propios intereses: En 2024, las
temperaturas medias de la superficie terrestre eran 1,55 grados
centígrados más altas que los niveles preindustriales, el último de una
serie de tristes récords en la última década. El aumento supuso una
ruptura simbólica del techo del mejor escenario posible para el
calentamiento global establecido en el acuerdo climático de París de
2015, que pretendía no superar un aumento de 1,5 grados. Este objetivo
aún no se ha abandonado del todo: el calentamiento se mide a lo largo de
varios años de datos. Sin embargo, la tendencia es clara, y se está
haciendo poco para cumplir las promesas colectivas hechas hace diez
años. De hecho, las temperaturas medias tanto para 2023 como para 2024
superaron los 1,5 grados de calentamiento, según el Servicio Europeo de
Cambio Climático Copernicus.
Por Harrison Stetler
Mientras
tanto, la gobernanza medioambiental mundial se tambalea, con Estados
Unidos redoblando su apuesta por el petronacionalismo y Donald Trump
retirando de nuevo a la mayor economía del mundo de los Acuerdos de
París. Frente a su propia extrema derecha insurgente, las iniciativas de
política verde de la Unión Europea también podrían quedar pronto
vacías, ya uaje que apuntaba a una eventual eliminación gradual de los
combustibles fósiles, dejando de lado el llamado «Consenso de los
Emiratos Árabes Unidos» aprobado en la COP de 2023 en Dubái.
Siempre
hubo motivos para sospechar de un ecologismo dirigido por el jet-set y
plasmado en que los líderes de la UE están retrocediendo en sus
objetivos respecto de los vehículos eléctricos para la industria
automovilística del bloque y otros controles medioambientales.
La
última cumbre de la COP en Bakú, Azerbaiyán, fue un escaparate de
ambiciones fulminantes, y también ilustró hasta qué punto los intereses
corporativos capturaron la formulación de las políticas ambientales. Al
ver solo un ligero aumento en las transferencias financieras prometidas
por las naciones más ricas a las economías del Sur Global, el texto
final del cónclave incluso abandonó el lengresoluciones no vinculantes.
Lo que resulta más sorprendente es el retroceso del movimiento
ecologista en las calles. Fridays for Future [Viernes por el futuro] y
otras movilizaciones masivas que tuvieron su apogeo en torno a 2019,
tras la pandemia de COVID-19 no lograron recuperar su dinamismo. En
Estados Unidos, el entusiasmo de la izquierda por un Nuevo Pacto Verde
fue absorbido y contenido por las iniciativas menos ambiciosas de
reactivación y por los créditos fiscales que se convirtieron en ley bajo
la administración de Joe Biden. En la segunda mitad de su presidencia,
incluso se pudo ver a Biden instando a las empresas de petróleo y gas a
aumentar la producción.
¿Se adormeció la atención pública? ¿El
sentimiento de crisis ante los efectos devastadores del cambio climático
alimenta la pasividad o incluso la prisa por preservar privilegios
pasados, en lugar de la movilización?
Ilusiones perdidas
En
su nuevo y oportuno libro, el activista climático francés Clément
Sénéchal sostiene que el propio movimiento ecologista también tiene
parte de culpa. Pourquoi l’écologie perd toujours (Por qué el ecologismo
siempre pierde) es un estudio del creciente pesimismo entre los
ecologistas, como cabría esperar de alguien que dedicó los primeros años
de su vida adulta a la causa. El libro muestra cómo Sénéchal, un
antiguo activista de Greenpeace Francia, perdió la fe en la ONG
multinacional y, más en general, en el tipo de política medioambiental
que impulsan estos grupos. «Al acercarme a la mediana edad, mi
generación se encuentra en un mundo natural ontológicamente degradado,
en una realidad negativa», escribe Sénéchal en la introducción. «Todavía
tenemos nuestras vidas por delante, pero parece que solo se
desarrollarán en un continuo de callejones sin salida».
Para
el autor, el pecado original de la ecología política radica en su
incapacidad para establecerse como un movimiento de masas duradero,
retomando el testigo de luchas de base amplia como el movimiento obrero,
el feminismo y el antirracismo. A pesar de las advertencias siempre
presentes sobre el cambio climático, la política y las medidas
medioambientales siguen siendo coto privado de los habitantes urbanos
cultos y refinados, de la «nueva clase ecológica», como el difunto
filósofo Bruno Latour la definió de manera celebratoria en un reciente
folleto. Las preocupaciones y el sentido de urgencia de este grupo
demográfico son, sin duda, sinceros. Pero su dominio sobre las
principales organizaciones del movimiento —desde ONG tradicionales como
Greenpeace, Oxfam y el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) hasta los
tibios partidos verdes de Europa occidental— fue políticamente
catastrófico. Desde la década de 1970, cuando ese ecosistema
organizativo tomó forma por primera vez, el ecologismo se desvió de lo
que Sénéchal considera como su hogar natural: una política de clase
trabajadora que incorpore la defensa del medio ambiente a la crítica del
capitalismo.
Sénéchal dedica gran parte de su atención a los
fracasos del ecologismo en la propia Francia, ofreciendo una útil visión
general de los principales puntos de conflicto y los callejones sin
salida durante los años de Emmanuel Macron. Desde su elección en 2017,
el presidente francés trató de proyectarse como un embajador
medioambiental global. Pero los resultados reales fueron mínimos, y el
presidente complació a los consejos de administración de las empresas y a
los más ricos al limitar su enfoque a la defensa de la acción
individual de los consumidores, lo que él llama «voluntarismo»
medioambiental.
Legislaciones aparentemente ambiciosas como la Ley de
Clima y Resiliencia de 2021 fueron un espejismo de política
medioambiental. El proyecto de ley distintivo de Macron ofrecía una
traducción política rudimentaria de las útiles sugerencias propuestas
por la Convención Ciudadana sobre el Clima, el órgano consultivo de 150
miembros, seleccionados al azar entre el público francés, que se creó a
raíz de las protestas de los chalecos amarillos. Tras mucha charla en
2020 sobre el «mundo después» de la pandemia de COVID-19, el gobierno de
Francia desempolvó un título elegante, el de «alto comisionado de
planificación». Pero desde entonces, hubo pocos planes para una
transición ecológica material.
Al inicio indulgentes con Macron, las
principales organizaciones medioambientales de Francia, sostiene
Sénéchal, no pudieron aprovechar plenamente el aplazamiento de una
política climática seria por parte del presidente. Aunque el partido
verde de Francia, conocido como Les Écologistes, tuvo cierto éxito en
las elecciones municipales y europeas —contiendas de baja participación
claramente orientadas hacia su base más de clase media—, no logró
consolidarse como el centro de gravedad de la izquierda.
Este partido
sirve más a menudo como vía de escape para los votantes que no pueden
decidirse entre el centrista Partido Socialista y la organización de
izquierda Francia Insumisa. Llevo siete años viviendo en París, y los
únicos miembros de Les Écologistes que conozco son un funcionario del
Ministerio de Hacienda y un puñado de juristas para ONG. Puede que esa
sea la «nueva clase ecologista», pero no es la mayoría dominante del
mañana.
Para Sénéchal, el ecologismo oficial no puede ir más allá de
su indecisa vacilación entre dos polos: un ala moderada en busca de una
«ecología de gobierno» que pueda atraer al centro político y un ala
izquierda a favor de una «ruptura» antineoliberal y de construir lazos
con la izquierda más amplia, como el pacto alcanzado el verano pasado
bajo el Nuevo Frente Popular.
El ecologismo como espectáculo
De
particular interés es el tratamiento que hace Sénéchal del pasado y el
presente de Greenpeace. Muy visiblemente en desacuerdo con su antiguo
empleador, el autor toma a Greenpeace como representante de la
decadencia del ecologismo oficial. Evitando una crítica coherente de la
crisis medioambiental, según el autor, organizaciones como Greenpeace se
dedican sobre todo a impulsar manifestaciones agitprop y sesiones
fotográficas más orientadas a satisfacer egos activistas que a avanzar
en objetivos estratégicos.
Estas contradicciones eran evidentes desde
la década de 1970. Greenpeace tomó forma como una idea original de un
grupo de yuppies de Canadá y el noroeste del Pacífico de EE.UU. que se
oponían a una nueva ronda de pruebas de armas nucleares en Alaska,
impulsada por la administración de Richard Nixon. A pesar de la
tradición en torno al viaje del Phyllis Cormack que partió de Vancouver
en 1971 para interrumpir esas pruebas —el precursor de la flota
contemporánea de Greenpeace de embarcaciones de protección oceánica—,
esa misión fue un rotundo fracaso. La prueba nuclear en la isla Amchitka
se llevó a cabo con cierto retraso. Los activistas que habían planeado
navegar hacia aguas cercanas al lugar de la prueba dieron la vuelta
antes de completar su misión. Sin embargo, ese grupo original destacó en
una cosa: la autopromoción, desarrollando la imagen de una banda de
osados activistas, de una minoría feliz que se jugaba para enfrentar al
mal puro.
Lo que grupos como Greenpeace ofrecen en última instancia,
según Sénéchal, es un «ecologismo como espectáculo». Esta crítica ocupa
un lugar destacado en su libro, y acusa al activismo medioambiental de
seguir obsesionado indebidamente con ejercicios de concienciación que
eluden la necesidad de afrontar la base material de la crisis
medioambiental. Su narración de las campañas y las iniciativas de
organización de Greenpeace es a menudo incluso divertida, ya sea por la
energía que se gasta en capturar imágenes y filmaciones atractivas o por
lo que él llama el «escenario de Disneylandia» de la organización
climática en «acontecimientos» pseudopolíticos.
Esto es sintomático
de una crisis más profunda de eficacia política. Sénéchal pone en la
picota al entorno de las ONG ecologistas por aceptar la subordinación a
los actores corporativos y estatales e invertir en un diálogo de
formulación de políticas en el que pocas veces se obtienen beneficios
tangibles, incluso beneficiando a sus adversarios que se ven legitimados
por la impresión de negociaciones sinceras y productivas. Sénéchal lo
vio de primera mano en su trabajo en la campaña legislativa de
Greenpeace. «Una vez pensé sinceramente que era útil. Pero en realidad
lo único que construí fue una carrera respetable entre el personal
profesional de la escena medioambiental», escribe.
En su trabajo de
lobby en el «vientre oscuro del espectáculo», Sénéchal se encontró
desempeñando un «papel de malabarista diseñado para mantener a la ONG en
manos de las élites gobernantes. ¿Nunca fui más que un orador
contratado? A nivel táctico, estos contactos regulares con el
establishment son contraproducentes; los activistas se ponen en manos de
actores que en realidad solo buscan preparar su eventual respuesta;
obteniendo a cambio fragmentos de información no verificable que nos
permiten brillar en la oficina, en las discusiones con la prensa o en
las cenas. Y, lo que es peor, estos intercambios acaban conduciendo a
nuestra propia domesticación».
¿Revueltas de la Tierra?
Sénéchal
es menos convincente en sus sugerencias sobre lo que hay que hacer a
partir de ahora. Tiene mucha razón al diagnosticar el fracaso a partir
de la década de 1970, en vincular los movimientos de la clase
trabajadora con el ecologismo y en señalar esa desconexión que persigue a
la política climática hasta el día de hoy. Ese fracaso inicial es
especialmente sorprendente dada la amplia atención que ganó el
movimiento de desarme nuclear, sobre todo en Europa occidental,
especialmente en medio de la llamada «segunda Guerra Fría» de finales de
los setenta y los ochenta.
Sin embargo, Sénéchal no encuentra la
manera de salvar la brecha hoy en día. Parece más interesado en los
diversos grupos de acción directa que surgieron del vacío dejado por el
fracaso del ecologismo convencional. Ve prometedor el radicalismo de
movimientos más nuevos, como la organización francesa Revoltes de la
Terre, conocida por su participación en una serie de ocupaciones y
marchas contra proyectos de embalses ideados en interés de la gran
agricultura y otros proyectos de infraestructuras innecesarias, sobre
todo en zonas rurales. La confrontación directa con el aparato material y
productivo que impulsa la crisis climática llevó a Sénéchal a pisar un
terreno similar al de pensadores como Andreas Malm, autor del libro How
to Blow Up a Pipeline (Cómo volar una gasoducto), publicado en 2021.
Todo
eso está muy bien, y es una opción muy necesaria en el libro de
jugadas, se podría decir. Y tal vez esté siendo pesimista, pero creo que
hay muchas ilusiones que impulsan afirmaciones como la siguiente: «Poco
a poco, estamos viendo cómo el ecologismo de la confrontación prevalece
sobre el ecologismo del consenso, a medida que los viejos aparatos de
las ONG caen en declive. Lo que está ocurriendo es una batalla cultural
por la hegemonía dentro de la política medioambiental».
Esta batalla
se está librando, sin duda. Sin embargo, sigo temiendo que sea una lucha
por el control de un mundo bastante pequeño. Ese es el verdadero
problema. Quizá las ocupaciones y la confrontación física resulten ser
una estrategia eficaz y galvanizadora a largo plazo, que conduzca a la
aparición de lo que la autora francesa Corinne Morel Darleux llama un
«archipiélago» de resistencia. Pero otra lectura sugiere que las
sacudidas al aparato productivo tienden a reforzar la identificación de
las fuerzas comprometidas con aquello mismo que está siendo atacado,
incluyendo amplios sectores de la clase trabajadora y la clase media
baja.
Curiosamente, Sénéchal dedica solo unas pocas páginas a los
chalecos amarillos, posiblemente el capítulo político más importante de
la crisis medioambiental durante los años de Macron. ¿Se debe a que los
chalecos amarillos también plantean cuestiones complicadas? El
movimiento de los chalecos amarillos de 2018-19 fue provocado por la
flagrante injusticia de una subida del impuesto sobre la gasolina
diseñada para maquillar de verde el intento oficial de tapar un agujero
en los ingresos del Estado. Sénéchal tiene razón al recordar el rechazo
inicial del movimiento por parte de las principales organizaciones
medioambientales. Y que algunas partes del movimiento vincularon las
cuestiones del costo de la vida —lo que los franceses suelen llamar las
ansiedades de «fin de mes»— con el problema del inminente «fin del
mundo».
Pero las cosas podrían haber sido muy diferentes en el
invierno de 2018-19. La revuelta de los chalecos amarillos fue un
recordatorio de que las reducciones forzadas en el consumo de energía
son quizás la presión más políticamente explosiva de nuestro tiempo.
Cualquier paso en falso puede avivar las llamas del resentimiento
antiecológico. Hay pocas respuestas sencillas. En este sentido, resulta
revelador que Sénéchal tenga poco que decir sobre las sucias políticas
de la energía nuclear. Podría decirse que este es un punto ciego del ala
izquierda del movimiento ecologista francés, cuyo rechazo generalizado a
la energía nuclear dejó la cuestión en manos de las fuerzas de la
derecha.
Es comprensible que Sénéchal, un activista de corazón,
dedique gran parte de su libro a estrategias y tácticas. Pero para
entender el fracaso del ecologismo es necesario tener una mayor
conciencia de los obstáculos. El ecologismo tiene derecho a ser el
movimiento democrático de masas del siglo XXI. Pero para ello, tendrá
que desenredar un muy apretado nudo gordiano de suposiciones. Durante al
menos dos siglos, las aspiraciones democráticas estuvieron
inextricablemente ligadas a la dominación material de la humanidad sobre
su entorno natural. Desaprender esa conexión no es una tarea política
fácil.
Harrison Stetler. Profesor y periodista independiente radicado en París. - Traducción: Pedro Perucca
Fuente: https://jacobinlat.com/2025/03/por-que-el-ecologismo-sigue-perdiendo/