No, no podés descargar tu conciencia en internet

Por alguna extraña razón, parece haber gente interesada en «descargar» su conciencia en cacharros computacionales. A ese deseo debe subyacer la asunción de que lo mental y lo computacional tienen algo que ver. No obstante, lo cierto es que ningún especialista en filosofía de la mente, psicología, inteligencia artificial o neurociencia cognitiva ha logrado especificar qué clase de relación cabría entender que guardan lo mental y lo computacional, ni tampoco si guardaran de hecho alguna.

 
Por Asier Arias


Otra asunción sin la que el señalado deseo resultaría por principio irrealizable sería la de que la actividad neurobiológica responsable de la emergencia de la conciencia puede replicarse por medios computacionales. Sin embargo, a día de hoy, no sabemos cuál es esa actividad y, adicionalmente, replicar por medios computacionales no ya la actividad del cerebro, sino su mera estructura, es algo que está muy lejos del alcance de nuestras manos.
En abril de 2019 el Allen Institute for Brain Science celebraba la culminación de un ambicioso proyecto de investigación: cartografiar cada una de las 100.000 neuronas y cada una de las 1.000 millones de sinapsis (puntos de conexión entre neuronas) contenidas en un milímetro cúbico de corteza cerebral de ratón. Por el momento, se trata del conectoma (así se llama este tipo de «mapa») a nanoescala de mayores dimensiones, valga el oxímoron. Dentro de ese granito de arena había unos cuatro kilómetros de fibras nerviosas. El equipo tomó imágenes de más de 25.000 secciones ultrafinas del tejido contenido en ese minúsculo volumen, generando un conjunto de datos (dataset) de dos petabytes: suficiente capacidad como para unos 50 millones de elepés en MP3 –el faraón  Mentuhotep III podría haberle dado al «play» en el año 2.000 a. C. y todavía no se habría repetido una sola canción.
Si quisiéramos mapear de forma análoga no ya un cerebro humano completo, sino sólo su corteza, generaríamos un zetabyte: aproximadamente, la cantidad de información actualmente registrada en todo el mundo. Si a esos datos meramente morfológicos quisiéramos añadir datos más específicos, acerca de la tipología química de las sinapsis, pongamos por caso, necesitaríamos múltiplos de esa cifra. Si además quisiéramos añadir, por ejemplo, datos acerca del citoesqueleto proteico que conforma la estructura interna de las neuronas, generaríamos por cada neurona una cantidad de información similar a la requerida para mapear la anatomía neuronal del cerebro completo. Si quisiéramos pasar de estas «fotos» al «vídeo», incluyendo datos acerca de la actividad acaecida en cualquier fracción de tiempo en cualquiera de estos niveles de organización, necesitaríamos, sencillamente, elevar una cifra absurda a otra astronómica.
Se trata de hechos que no debieran descuidar los que fantasean con «simulaciones computacionales del cerebro» –los que fantasean con descargar su conciencia en algún cacharro computacional tampoco harían mal en reparar en ellos.


Fuentes: Rebelión - Extracto de Introducción a la ciencia de la conciencia - Asier Arias . Profesor en el Departamento de Lógica y Filosofía Teórica de la Universidad Complutense de Madrid
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La utopía de la desconexión digital...

Desde usuarios hastiados que eligen cortar con el consumo de plataformas sociales hasta retiros de desintoxicación digital, el aumento del consumo de pantallas contiene también su reverso: cada vez son más palpables la necesidad de gestionar el uso cotidiano de la tecnología y las estrategias, más y menos drásticas, para llevarlo a cabo.

Natalí Schejtman

Un lamento contemporáneo arremete cada vez con más intensidad: “paso muchos horas con el celular”. La queja se va haciendo más específica y penetrante. Se convierte en un murmullo digital desagregado en tretas cotidianas: dejar de mandar ese WhatsApp innecesario que podría ser un correo, alejar el teléfono de la habitación durante la noche, mudar -cuando se pueda- la mensajería laboral a redes menos omnipresentes. Y así como deviene en acciones concretas por parte de los usuarios -desinstalar las aplicaciones del teléfono, borrarse redes sociales-, incentiva iniciativas corporativas por parte de algunas empresas de tecnología, que brindan herramientas para controlar sobre el uso.
La desconexión -o al menos “más desconexión”- se convierte en una utopía de liberación contemporánea, que puede hacer coincidir los deseos de una conductora criada en los medios como Juana Viale con los del filósofo primitivista John Zerzan. Y puede ser leída como un privilegio -quién puede darse "el lujo" de ser inhallable- y también como un derecho, tal como quedó plasmado en la reciente ley de teletrabajo que define el derecho a la desconexión digital.
Sucede que si en un momento el celular representó un gesto de independencia respecto del escritorio, de a poco y a fuerza de una acumulación de aplicaciones, el mismo escritorio se metió adentro del celular y con él se acomodaron la vida social, familiar, cultural, informativa y una larga lista de etcéteras. La independencia que brindaba el teléfono móvil viró, para unos cuantos, en una sensación de dependencia. Y de esto incluso se han percatado las marcas. De hecho, el último grito de la moda se llama “bienestar digital” y refiere a herramientas digitales para controlar los excesos digitales propuestos por las mismas corporaciones que diseñan esos productos. En un paralelismo con su habitual rechazo a una regulación externa, se trata de una propuesta para ayudar a que los usuarios autorregulen el uso excesivo que le dan. 

Desde el 2018, Google lanzó una app de bienestar digital en su sistema operativo. Es decir, que los usuarios de Android, por ejemplo, cuentan con este servicio para contabilizar el tiempo que cada uno usa en cada una de las aplicaciones, frecuencia de desbloqueo del celular y controlar ese uso o activar un modo “sin distracciones”. Apple hizo lo propio con Screen Time. Instagram, en tanto, también agregó en 2019 la posibilidad de ver cuánto tiempo pasaste en la última semana, setear cuánto tiempo quisieras pasar por día para que la misma app te notifique cuando llegaste a ese número.
Después, vino una pandemia. Una parte del trabajo pasó a la modalidad remota -aunque en el pico del 2020 los que trabajaron desde la vivienda representaron al 22,2% de los ocupados según el INDEC-, las clases presenciales -también cuando las condiciones técnicas lo permitieron- se hicieron virtuales y la vida cotidiana se ordenó detrás del lema “Quedate en casa”, aunque no siempre haya sido posible de cumplir. Entre otras cosas, eso provocó un aumento generalizado de consumo de pantallas: en chicos, por ejemplo, aumentó un 50%.
La pandemia hizo recrudecer la necesidad que tienen las personas de gestionar su relación con la tecnología, a la que usan para trabajar, para comunicarse con amigos y familia y para su tiempo de ocio. Pero también, los contrastes: mientras que algunos renegaban de su hiperconexión, WhatsApp fue vital para sostener la continuidad educativa en sectores con conectividad insuficiente a falta de clases presenciales. El resto de las plataformas sociales hicieron lo propio para sostener el trabajo y también los vínculos de amistad y familiares ante la inconveniencia del encuentro cara a cara.
La contradicción es una de las características del hastío frente a las tecnologías, que suele comunicarse por medio de las mismas redes que se critica. Y tiene, además, ejemplos notorios. Netflix, una plataforma que en 2020 superó los 200 millones de usuarios, estrenó en el año de la pandemia El dilema de las redes sociales, un documental muy crítico motorizado por desarrolladores “arrepentidos” sobre cómo las plataformas como Facebook, Twitter y Google están diseñadas para generar usuarios adictos.
En el documental, Netflix quedó excluida, aunque en 2020 el promedio global de consumo de esta plataforma fue de 3,2 horas según información reciente de Comparitech. Mientras que varios países de Latinoamérica rankean muy alto, Argentina es el segundo país con mayor consumo de Netflix según este informe, con un promedio de 110.459 minutos consumidos desde el mismo momento en que empezó su suscripción, sólo detrás de Perú.
Uno de los protagonistas del documental de Netflix, Tristan Harris, es co fundador del Centro para la Tecnología Humana, en el que investiga y promueve otra relación con los artefactos tecnológicos. Ese tema lo estudian con constancia los periodistas Martina Rúa y Pablo Fernández hace años, con el foco puesto en técnicas y conductas tanto para mejorar la productividad como para hacerle frente a la intromisión no deseada de las pantallas en general y el celular en particular en la vida de las personas. Hace cuatro años lanzaron el libro La fábrica de tiempo, en el que cuentan lo que ellos mismos fueron probando para ordenar su relación con el ubicuo celular, reúnen bibliografía existente sobre estrategias de foco y concentración en la era del multitasking y también explican el detrás de escena de algunas tecnologías que apuntan a capturar nuestra atención gracias al sesudo trabajo de mentes brillantes de la ingeniería.
La misma dupla acaba de sacar su segundo libro, que justamente lleva de nombre Cómo domar tus pantallas en el que brindan un panorama de lo que produjo la pandemia en términos de límites y concentración y hacen hincapié tanto en los consejos para mejorar el vínculo con las tecnologías y no perder el foco en los objetivos, como en las estrategias de negocios como para entender dónde nos ubicamos los usuarios y nuestro uso cotidiano. “En todos estos años desde que sacamos el primer libro, nos escribió muchísima gente dando cuenta de esta sensación de que no se podían despegar del celular, que no tenían foco para trabajar, o que habían perdido la posibilidad de estar en una cena con amigos sin estar chequeando todo el tiempo el teléfono – dice Pablo Fernández. Pero nosotros también reconocemos que el celular nos da muchas cosas buenas. Por eso el libro se llama Cómo domar tus pantallas y no cómo revolear tu teléfono”. La preocupación aparece en sectores sociales diversos: “No nos encontramos con ningún sector al que no le preocupe. Pueden llegar a cambiar los consumos, los usos, algo que en parte puede tener que ver con tener un mejor o peor celular. Pero la demanda de atención constante la encontramos en todos lados”.
La sensación de la interrupción recurrente, de “deber cosas”, de sentir que están “siempre conectados” o la obligación de contestar de manera inmediata, agrega Fernández, se acentuaron con la pandemia pero ya aparecían como preocupación. Todo eso está presente entre los argumentos de algunas personas que decidieron cortar de manera drástica con determinado uso del teléfono. O que prefirieron nunca abrir esa puerta.
Un ejemplo es Federico Cuco, bartender de renombre, protagonista de una serie en Amazon Prime y con una activa cuenta de Instagram. A él, el WhatsApp le duró exactamente 7 días: “Me lo instalé cuando me fui de viaje por trabajo hace seis años y no lo soporté”, dice hoy. No tiene computadora propia aunque no es anti tecnología: “Solo creo que hay que equilibrar los momentos y la gente está muy desequilibrada. Yo soy bartender. Lo mío es la experiencia. Me parece importante cuando estás trabajando apagar el teléfono y mirarle la cara a la gente. No es que un bartender lo necesita para trabajar. Creo que hay que volver un poquito a charlar. A mí me han pasado cosas muy ridículas como que me doy cuenta de que están dos en una cita y están los dos mirando el teléfono en vez de mirarse a la cara”, dice Cuco. A la vez, reinvindica el uso del SMS: “A mi equipo de laburo les mandé un sms con tres cosas importantes que tenía que decirles y me contestaron ¡esto es ilegal! ¿Cómo me vas a hacer bajarme una aplicación de mensaje de texto! Sin saber que no hay que bajarse nada, que está ahí”, se ríe.
Otro que recuerda socarronamente los beneficios de los mensajes de texto es, curiosamente, un ejecutivo de una big tech, que habla de su experiencia como ciudadano hiperconectado y del momento en que decidió desintalarse WhatsApp, hace un año. En su caso, ya venía pensando en la necesidad de silencio, algo que se estaba perdiendo con las constantes notificaciones: “Ese quiebre del silencio implicó un quiebre lento pero progresivo de nuestra atención en fragmentos cada vez más chicos. Hoy existe el consenso de que la comunicación por esa vía requiere de una disponibilidad permanente a la recepción y un timing específico para la respuesta. La presión de la sincronicidad se ha ido haciendo cada vez más grande, y esta pulsión de conformidad con el código de conducta implícito es cada vez más grande, y más invisible. Para retomar cierto control es necesario recuperar espacios de asincronía en la comunicación digital, con honrosas excepciones de sincronía premeditadas o acordadas previamente”.

Fuente: https://www.eldiarioar.com/medios/utopia-desconexion-tuve-whatsapp-semana-no-soporte_1_7372749.html
 

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