Tenemos que hablar de las huellas de carbono de los ricos

¿Qué puedes hacer tú, como particular, para ayudar a frenar el cambio climático? La investigación en ciencias sociales apunta que una de las cosas más potentes que puedes hacer es hablar de la crisis climática en tus círculos. Pero según numerosos activistas por el clima, si hay algo que no debes hacer es hablar de las huellas de carbono personales. Hablar de la huella de carbono particular de cada cual, argumentan, es en el mejor de los casos una distracción del trabajo fundamental de conformar un movimiento por el clima; en el peor de los casos, un ejercicio contraproducente que además sigue el juego de la propaganda desarrollada por las compañías de petróleo y gas para causar desazón y disuadir a la gente de construir un movimiento de acción colectiva. No obstante, esta visión de la comunicación por el clima y las huellas de carbono se asienta sobre una idea equivocada: la de que hay un modelo universal de persona, cuya huella de carbono siempre es una distracción irrelevante. La realidad es que tenemos que hablar de reducir la huella de carbono de los ricos para parar el calentamiento global.

Genevieve Guenther

Primero examinemos el argumento de que está mal hablar de las huellas de carbono personales. A principios de la década de los 2000, la gran empresa petrolífera BP instrumentalizó el concepto científico de la huella de carbono, situándolo en el núcleo de una campaña de publicidad multimillonaria que convertía la solución a la crisis climática en una cuestión de que cada cual redujese su consumo individual. La consecuencia de esta estrategia fue (y es) que las personas se sientieran responsables personalmente no solo por causar la crisis climática al simplemente vivir sus vidas, sino además por no resolverla al no dejar de conducir, volar, comer ternera, usar pajitas de plástico, etcétera.
Esta estrategia es una finta que desvía la atención pública de lo importante. La responsabilidad por crear la crisis climática es de los ejecutivos del sector del petróleo y el gas, así como de los oficiales de los gobiernos que durante décadas supieron y ocultaron que los combustibles fósiles provocan el calentamiento global, y que siguen bloqueando todo tipo de políticas climáticas que puedan terminar con el uso de dichos combustibles. Las instituciones gubernamentales son las únicas que tienen la capacidad de cumplir con los retos sistemáticos que plantea la descarbonización. Aunque todas las personas del planeta a título individual redujeran su huella de carbono del consumo no esencial a cero, los sistemas energético, industrial y agrícola de nuestras economías seguirían emitiendo gases de efecto invernadero y empeorando el calentamiento global.
Precisamente por esta razón, algunas de las voces más destacadas del movimiento por el clima han denostado el concepto de huella de carbono casi hasta descartarlo por completo, recomendando en su lugar que todos hablemos de la “hipocresía climática” del consumo para abrir las puertas del movimiento por el clima a más personas sin que sientan que tengan que pagar un peaje; es decir, sin exigir una pureza moral imposible, ni siquiera un sacrificio. Por ejemplo, argumentan que volar varias veces al año para dar charlas sobre la crisis climática se compensa por las consecuencias políticas de las propias charlas: su poder putativo para inspirar a otras personas para adherirse al movimiento por el clima, aprobar políticas climáticas o incluso reducir sus propias huellas de carbono.
Pero no hay un único tipo de individuo en el mundo. No todo el mundo está tan inexorablemente atrapado en el sistema de los combustibles fósiles hasta el punto de que no pueden evitar emitir demasiado carbono. Las personas se sitúan en una clase; sus identidades están moduladas por sus privilegios. El acto de conducir tiene un significado muy distinto para quien trabaja en unos grandes almacenes en Estados Unidos y no tiene otra que desplazarse en coche hasta el centro comercial, frente al gestor de fondos de inversión que hace rugir el motor de su flamante Lamborghini por los acantilados de la Riviera italiana. Un acto es signo de estar atrapado en un sistema económico explotador que no te permite dejar de emitir carbono; el otro es una expresión de la injusticia propia de ese mismo sistema.
Las huellas de carbono relacionadas con el consumo no esencial del 1 % más rico no solo son injustas a nivel simbólico. Son también una causa material, literalmente, de la crisis climática. Los investigadores estiman que más de la mitad de las emisiones generadas por la humanidad desde que aparecimos en este planeta se han emitido desde 1990. Pero en estos últimos 30 años, las emisiones del 50 % más pobre de la población apenas ha aumentado: representaron poco menos del 7 % de las emisiones mundiales en 1990 y siguen ligeramente por encima del 7 % a día de hoy. En cambio, el 10 % más rico es responsable, cumulativamente, de un 52 % de las emisiones globales. El 1 % más rico es responsable de un nada desdeñable 15 %.
Esto significa que las 63 millones de personas más ricas del planeta producen el doble de gases de efecto invernadero que la mitad de toda la humanidad, o 4000 millones de personas. Cuando los científicos incluyen las emisiones incorporadas —es decir, las que se emiten al fabricar los productos que consumen los más ricos— en el cálculo de sus huellas de carbono personales, las cifras se tornan aún más grotescas: la huella de carbono media de los más ricos es más de 75 veces mayor que la de los más pobres. Una estimación que examina a los 20 multimillonarios más influyentes de Estados Unidos y Europa halló que sus huellas de carbono en 2018 se situaban entre 1000 y 32 000 toneladas métricas.
Mientras tanto, buena parte del Sur Global ya sufre la destrucción que provoca el calentamiento global. El último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) muestra que entre los años 1991 y 2010, el cambio climático redujo el PIB per cápita de los países de África en aproximadamente un 13,6 %. El descenso de las precipitaciones debido al cambio climático solo entre los años 1960 y 2000 causó una pérdida de PIB de entre un 15 y un 40 % en los países afectados, en comparación con el resto del mundo. El movimiento por el clima debe abogar por acabar con el sistema de los combustibles fósiles, que produce y justifica la riqueza de los ricos mientras hace del Sur Global un lugar inhabitable.
Quienes viven en el Sur Global, a su vez, tienen derecho a crear economías que les permitan salir de la pobreza y, claro, los combustibles fósiles están ahí para impulsar este desarrollo. El reto es que lo que queda del presupuesto de carbono del mundo entero para tener al menos un 50 % de posibilidades de frenar el calentamiento global en 1,5 ºC es de 420 gigatoneladas de CO2; es decir, 11 años al ritmo actual de emisiones. Esto implica que los gobiernos del Norte Global deben ceñirse a sus compromisos para enviar ayuda y pagar por la pérdida y los daños ya causados por sus emisiones históricas. Además, los bancos deben prestar dinero a precio de coste para proyectos de infraestructuras y energía climáticamente seguros en los países en desarrollo. Esto es lo que hará que los países del Sur Global puedan dar el salto a una economía con cero emisiones en lugar de seguir dependiendo más y más de los combustibles fósiles.
Pero incluso si llegamos a ese punto, el desarrollo económico requerirá al menos cierta producción de cemento y acero, lo cual también irá gastando el minúsculo presupuesto de carbono que nos queda. La idea de que hasta una tonelada métrica de ese presupuesto irá a parar a los yates, jets privados y a renovar los armarios cada tres meses (dado que las firmas de moda suelen sacar cuatro “colecciones” al año), o incluso en vuelos comerciales innecesarios, es algo que contribuye a la deshumanización de las personas —en especial, de las personas racializadas— que viven en los lugares donde el planeta está dando la cara primero.
En el corazón de la crisis climática hallamos un consumo drásticamente desigual. En su llamamiento a la justicia, el movimiento por el clima debe apelar a que los ricos reduzcan sus huellas de carbono individuales —o a que haya regulaciones que les fuercen a reducirlas— hasta acercarse lo máximo posible a las emisiones cero.
Por supuesto, numerosas personas en Estados Unidos son ricas a nivel mundial. Oxfam definió al 1 % más rico del mundo como el grupo que ganaba más de 109 000 $ al año, y situó al 10 % más rico por encima del umbral de 38 000 $. Pero incluso las personas más pudientes en términos globales pueden no contar con el dinero extra para cambiar su horno de gas por una bomba de calor, poner placas solares en su tejado o cambiar su vehículo por uno eléctrico. Quizá tampoco tengan la posibilidad de contratar un suministro de energía limpia. El Gobierno de los EE. UU. aún no ha aprobado políticas para hacer que las opciones neutras en carbono sean asequibles, u ofrecer opciones públicas, como una producción comunitaria de energía solar o una red de transporte público en los suburbios.
Esta es precisamente la razón por la que no debes decirle a alguien que vive al día con su sueldo —o que no forme parte activamente de la lucha por el clima— que tendría que preocuparse por su huella de carbono individual. Los estudios en ciencias sociales y el sentido común nos muestran que decirle a la gente que debe consumir menos hace que decaiga su apoyo a las políticas por el clima. Precisamente por eso BP popularizó la idea de la huella de carbono individual. La gran mayoría de quienes vivimos en Estados Unidos, incluso quienes contamos entre los ricos del mundo, somos personas atrapadas en nuestro sistema económico actual y literalmente no podemos realizar cambios transformadores en nuestros estilos de vida.
Nadie debería hacer sentir vergüenza, frustración o desesperación a quien simplemente está atrapada o atascada, y tampoco nadie debería apostar por el absolutismo moral. Los movimientos se construyen gracias a los vínculos, y estos surgen cuando las personas se acercan las unas a las otras con empatía, aceptando sus imperfecciones y ambivalencias comunes, la complicidad compartida y las marañas en que están enredadas. Ya de por sí tener el valor de empezar a pensar en la crisis climática es bastante duro; las personas que entran en el movimiento por el clima deberían ser acogidas en una comunidad de cuidados.

Fotografía de Ana Martín (Unsplash) (CC-BY-SA)

Pero para que tengamos alguna posibilidad de solucionar la crisis climática, el movimiento por el clima debe apelar a la justicia climática: unas normas y políticas nuevas dirigidas al consumo de artículos de lujo por parte de los superricos, así como el consumo de las clases medias y altas que emulan esos patrones. Como informaba recientemente Bloomberg News, las emisiones personales del 0,001 % más rico —quienes poseen una riqueza de al menos 129,2 millones de dólares— son tan grandes que las decisiones individuales de consumo de estas personas pueden tener “el mismo impacto que las intervenciones nacionales mediante políticas”. Y los superricos no están reduciendo voluntariamente sus huellas de carbono, al contrario. En 2021 las ventas de los superyates, de lejos el activo de lujo más contaminante, aumentaron en un 77 %.
Pero quizá te preguntes, ¿por qué no dejamos que los ricos gocen de los frutos de su éxito? ¿No podríamos innovar para salir de la crisis climática? ¿Reducir las emisiones de todos, los ricos y los demás, empleando la tecnología para descarbonizar los combustibles fósiles o eliminar el exceso de carbono de la atmósfera?
Bueno, la captura de carbono no captura ni mucho menos el 100 % de las emisiones de las plantas energéticas; el calentamiento global seguiría su curso, simplemente de forma más paulatina. Podríamos pensar que es como la quimioterapia de mantenimiento para un cáncer metastásico. Además, las innovaciones que se supone que nos permitirán eliminar el carbono atmosférico —como la bioenergía con captura y almacenamiento de dióxido de carbono (BECCS por sus siglas en inglés) o la captura directa del aire (DAC)— se enfrentan a unos límites del planeta insoslayables que las hacen inviables para los volúmenes de varias gigatoneladas.
Si empleáramos BECCS para eliminar de la atmósfera 12 gigatoneladas de CO2 al año —lo cual supone una cuarta parte de las emisiones mundiales anuales—, tendríamos que crear bioenergía en una parcela de tierra de 1,5 veces el tamaño de la India, según las National Academies of Sciences, Engineering, and Medicine estadounidenses. Por otra parte, dicha superficie es la mitad de la superficie total de tierra que se emplea para cultivar alimentos en todo el planeta. El hecho de utilizar toda esa tierra para desplegar la tecnología BECCS podría causar injusticias, al propiciar un incremento en los precios de los alimentos y por tanto, un gran aumento del hambre en el mundo.
La tecnología DAC se presenta a menudo como una solución para eliminar el carbono de la atmósfera con una huella ambiental relativamente pequeña. Para captar un millón de toneladas métricas —aproximadamente las emisiones mundiales correspondientes a un periodo 15 minutos, sobre las emisiones anuales— con la versión de DAC de menor consumo energético, las National Academies estiman que necesitaríamos aproximadamente entre 550 y 1000 hectáreas de tierra para dar cabida a las plantas de gas metano y las placas solares necesarias. Para que se hagan una idea, un campo de fútbol son 0,7 hectáreas y el Central Park de Nueva York mide 841 hectáreas. Estas magnitudes de uso de la tierra sin duda plantean problemas de viabilidad, por no decir de justicia.
Además, la crisis climática no es meramente una cuestión de un exceso de carbono en la atmósfera. Radica también en una extracción y distribución de los recursos naturales completamente insostenible. Necesitaríamos otro planeta Tierra si todos tuviéramos los hábitos alimenticios de los estadounidenses. El insigne ecólogo Vaclav Smil lo dijo en estas páginas: si apenas mil millones de personas en el mundo empezaran a consumir al ritmo de los estadounidenses, “el planeta quedaría esquilmado”.
La solución de la crisis climática requerirá más que innovación. Exigirá que reformulemos nuestros sistemas, incluido nuestro sistema de clases, o al menos los niveles de consumo desiguales que propugna dicho sistema. En último término, esta transformación vendrá de la mano de políticas gubernamentales en el contexto de las negociaciones internacionales. Pero también hará falta una revolución de los valores. Sabremos que vamos por buen camino cuando las publicaciones de Instagram sobre unas vacaciones yendo de aquí para allá en avión nos provoquen rechazo en lugar de presentarse como algo emocionante y a lo que aspirar.
Para plantar la semilla de esta revolución, puedes hablar de la huella de carbono personal de los superricos y las personas que tratan de emularlos, puedes exigir justicia climática y puedes comunicar tu compromiso con estos principios reduciendo tanto como puedas tu propio consumo no esencial.
Puede que tener la mínima huella de carbono posible tenga una importancia especial cuando converses con personas que tengan dudas acerca del cambio climático o sientan cierta ambivalencia respecto a las soluciones. La psicología social identificó hace tiempo lo que se denomina “el efecto espectador”. En una dinámica de grupo, las personas tienden a permanecer en una habitación que se va llenando de humo, incluso aunque hablen de la posibilidad de que haya un incendio. Solo cuando una persona percibida como líder se levanta y se va, el grupo procederá a salir. Si los comunicadores sobre el clima dicen que el mundo arde y que necesitamos justicia climática pero ni siquiera intentan ser esa imagen de igualdad carbónica, el mensaje que transmitan será confuso y reforzará la disonancia cognitiva de las personas.
Reducir tu propio consumo no esencial te permitirá también hablar de otras formas de hallar placer, descansar, ser feliz, descubrir lugares nuevos y celebrar los éxitos que no pasen por el consumo de combustibles fósiles. ¿Has tomado la decisión de viajar en tren en vez de volar (ya que el tren, a diferencia del avión, puede impulsarse con energía limpia)? ¿Pudiste disfrutar de los paisajes o de tener tiempo para leer en el viaje? Cuenta tu experiencia. ¿Te encanta lo rápido que hierve el agua en una placa de inducción? Cuéntalo también. ¿Quieres un mundo donde todos tengan seis semanas de vacaciones pagadas garantizadas y el tiempo suficiente para viajar a otros países en unos elegantes navíos impulsados por el viento y el sol? Pues sí, cuenta eso también.
Una de las teorías sobre el cambio postula que los movimientos construyen poder al colocar a personas nuevas en las salas donde se mueven los hilos, es decir, mejorando el perfil de los líderes en materia de clima y dándoles un altavoz cada vez mayor, hasta que se les invite a sentarse a la mesa donde se toman las decisiones para cambiar cómo funcionan las cosas. Sin embargo, esta teoría del cambio es una idea sobre las acciones individuales. Aquí se brinda a una persona con una mayor influencia y acceso a más espacios dentro de nuestro sistema actual, pero no cambia el sistema en sí. Cambiar el sistema consiste en transformar sus normas sociales y sus premisas ideológicas en la misma medida que se transforman los medios de producción y consumo. Históricamente, esta labor ha precedido la aprobación de políticas, que codifican a posteriori esas nuevas normas en una legislación cuyos objetivos están ya tan normalizados que oponerse a ellos o tratar de revertirlos pasa a considerarse algo marginal o incluso impensable.
Tenemos que normalizar no solo el uso de formas de energía con cero emisiones de carbono, sino también perseguir nuestras ambiciones y gozar de los placeres sin empeorar el calentamiento global. La posibilidad material de que podamos tener esa vida solo se generará mediante políticas, pero la posibilidad en términos culturales y de imaginación solo podrá crearse mediante los comportamientos.
La crisis climática es profundamente injusta. Los más ricos están destrozando el Sur Global —y, si nada cambia, más adelante todo el planeta— para su propio lucro y disfrute. La mayor parte de su voraz consumo es algo completamente voluntario. Tenemos que empezar a pensar en las huellas de carbono personales de los ricos y, en la medida de lo posible, dar ejemplo para lograr resolver la crisis climática a tiempo de tener un futuro compatible con la vida.


    •    Producido por Guerrilla Media Collective bajo una Licencia de Producción de Pares
    •    Texto traducido por Silvia López, editado por Marta Cazorla
    •    Artículo original publicado en Noema Magazine. Si quieres leer este y otros ensayos en inglés, visita noemamag.com.
    •    Imagen de portada de Evie S.
    •    Imagen de artículo de Ana Martín
La Dra. Genevieve Guenther es la directora y fundadora de End Climate Science y profesora en The New School, donde ocupa un puesto en el consejo del Centro Tishman de Medioambiente y Diseño. Su próximo libro, The Language of Climate Politics se publicará en 2024 con Oxford University Press.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/guerrilla-translation/tenemos-hablar-huellas-carbono-ricos

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