El gobierno neoliberal de la vida: ¿un crimen perfecto?

El último libro de Borxa Colmenero sintetiza gran parte del pensamiento crítico sobre el concepto neoliberalismo y opta por una lectura alternativa a la empleada habitualmente: más que una ideología mercantilista, es un gobierno económico de la vida: A veces para referirse a una doctrina económica o a una etapa histórica, otras para designar de forma amplia la realidad social y económica en la que vivimos, la palabra ‘neoliberalismo’ ya forma parte del lenguaje político de nuestro tiempo. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de neoliberalismo?

Nicolás Filgueiras
Ana Álvarez Otero

"O governo neoliberal da vida" puede entenderse como un intento de respuesta a esta pregunta. La obra sintetiza gran parte del pensamiento crítico sobre el término y opta por una lectura alternativa a la empleada habitualmente: el neoliberalismo, más que una ideología mercantilista o una doctrina económica, es un gobierno económico de la vida.
Neoliberalismo: el origen
Desde los años veinte del siglo pasado “neoliberalismo” fue usado para referirse a una serie de escuelas de pensamiento socioeconómico, como la Escuela neoclásica angloamericana, la austríaca o la de Friburgo. Aunque plurales, incluso discordantes en algunos puntos, todas y cada una de estas escuelas mantenían en común su oposición a la planificación socialista y democrática de las economías.
Esta fue la ideología económica que amparó el programa de los gobiernos conservadores en los años 80. A partir de entonces, el término neoliberalismo también sirvió para designar un programa político y una etapa histórica caracterizados por un marcado antisocialismo y por la deificación del mercado libre, reflejados respectivamente en los ataques frontales a las organizaciones de la clase trabajadora y en la proliferación de deslocalizaciones y procesos de reconversión industrial. Esta fase histórica, que William Davies denominó como “neoliberalismo combativo” (1979-1989), debe comprenderse en el contexto de la confrontación contra el modelo socialista. Dos hitos marcan su inicio: la colaboración de los Chicago Boys con Pinochet tras el golpe de Estado a Salvador Allende en 1976 y el ascenso de los gobiernos conservadores de Reagan y Thatcher en los años ochenta.
El neoliberalismo no solo produjo un conjunto de políticas públicas regresivas, sino que vino acompañado por estrategias de combate cultural y por la conformación de un discurso que aspiraba a formar una serie de consensos sociales, una nueva cultura. Se estaba configurando una profunda transformación cultural y moral, y al poco tiempo ya no era la doctrina económica de los conservadores, sino el paradigma compartido por toda la sociedad. Mientras que programas como Dallas transmitían la idea de que el éxito material y el acceso a bienes de lujo eran sinónimos de libertad y realización personal, la industria cultural mayoritaria demonizaba el “socialismo gris”, representando la vida en los países socialistas como aburrida y mortificante, en contraste con la vitalidad y la abundancia de recursos en las sociedades de consumo occidentales. Era la época de películas como “Red Dawn”, en la que se glorifica la resistencia de la juventud estadounidense ante una invasión ficticia de la URSS, y de la declaración, atribuida a Thatcher, de que “si a partir de los treinta no tienes coche, eres un fracasado”. El neoliberalismo articulaba el anticomunismo y el ataque frontal contra el jardinero estatal con la reivindicación de la libertad individual proporcionada por el mercado. “No existe tal cosa como la sociedad; existen hombres y mujeres individuales, y existen familias” ya no era una opinión de Thatcher, sino el sentido común con el que cada vez se regían más personas.
El objetivo: conquistar las almas
Thatcher, planificadora consciente de esta transformación cultural, decía que “la economía es el medio, el objetivo es cambiar los corazones y las almas”. En una entrevista de 2002, le preguntaron cuál había sido su mayor éxito político. Respondió sin dudar: “Tony Blair y el nuevo laborismo”. Por fin, su repetitivo eslogan se había convertido en una realidad: “There is no alternative”.
Este nuevo neoliberalismo entendido como un consenso social profundo es lo que Davies denomina como “fase normativa” (1989-2008). Dos fenómenos ayudan a situar esta evolución, este cambio de las almas: las transformaciones acontecidas en el seno de los Estados y las acontecidas en las relaciones laborales.
En cuanto a las primeras, se refieren a la adopción de mecanismos de mercado como criterios válidos para la toma de decisiones políticas y la gestión de recursos públicos. En la fase neoliberal se impregna a los estados con el espíritu empresarial: flexibilización de normas y procedimientos, gestión por resultados, rendición de cuentas, constitución de cuerpos de técnicos en los que recaen decisiones políticas. Bajo la idea de que, una vez más, “no hay alternativa”, se naturalizan los valores del mercado como valores neutros y de “sentido común”. Las lógicas del mercado son las lógicas naturales y, por tanto, las productoras de libertad, mientras que las otras opciones o alternativas son demonizadas como intervencionistas e hiperburocratizadas, por tanto, autoritarias y castradoras.
El componente antiburocrático es una de las claves del éxito del discurso neoliberal. Colmenero señala lo paradójico de este componente, pues el neoliberalismo no supone una auténtica desregulación, sino que promueve una forma de vida en la que los sujetos se convierten en burócratas de sí mismos: alquilar una vivienda, contratar un seguro de salud, abrir una cuenta bancaria, contratar telefonía o internet, son procesos que acontecen en el ámbito del mercado, pero no dejan de suponer rígidos procedimientos burocráticos impuestos por entidades impersonales y poco transparentes. Tenemos un ejemplo dramático en Estados Unidos, donde la privatización radical de la sanidad defendida por los neoliberales produjo un ecosistema de empresas aseguradoras que convirtieron el acceso a la cobertura sanitaria en un laberinto burocrático deliberadamente kafkiano, cuyos principios rectores -“Delay, Deny, Defend”- terminaron hace apenas unas semanas grabados en las tres balas que asesinaron al CEO de United Healthcare.
En cuanto al segundo fenómeno que nos ayuda a situar esta “conquista de las almas” de la que hablaba Thatcher, se trata de la profunda transformación del trabajo ocurrida en las últimas décadas. Colmenero señala la desaparición del empleo fordista en favor de un tipo de relación laboral desprotegida, precaria y temporal en la que ya no se puede trazar una frontera divisoria clara entre asalariados y desempleados, dado que ambos fluctúan precariamente entre el empleo y el desempleo. Pero el sumum del neoliberalismo no estaría solo en la transformación del trabajo, sino en su extensión ad infinitum: las lógicas del trabajo y la productividad impregnan todas las dimensiones de la vida. Para el Homo oeconomicus neoliberal, las relaciones sociales son oportunidades para el networking, su vida emocional puede ser constantemente “trabajada” para alcanzar su “mejor versión”, sus constantes vitales y actividades físicas son monitorizadas mediante sistemas de self-tracking que generan estadísticas de productividad personalizadas, su ocio es susceptible de ser “mejor aprovechado”, y sus talentos pueden transformarse en ingresos económicos o en contenido para su marca personal.
En definitiva, cualquier porción de tiempo puede ser invertida en generar una productividad, ya sea económica, social o erótica, generando un eterno hilo de actividades que son económicas por su lógica interna. Comenta al respecto Colmenero que “la responsabilidad reside por entero en el propio sujeto, un individuo precario e imperfecto que debe ir completándose, construyéndose a sí mismo, configurando su identidad, su seguridad y su modo de vida. El acceso a unas condiciones de vida dignas forma parte de su responsabilidad”. Aparece entonces la culpa por actividades percibidas como no productivas, como descansar (“no hacer nada”), o por situaciones percibidas como un fracaso personal: el paro, las malas condiciones de trabajo o el malestar psicológico. Como ha señalado Byung Chul-Han, en el régimen de autoexplotación neoliberal, las personas se convierten en víctima y verdugo simultáneamente, transformando su indignación con el sistema en una profunda depresión consigo mismas.
En esta serie de cambios neoliberales del cuerpo social y político, las personas normalizan una ética del riesgo en la que la vida aparece como un juego con lo imponderable, un juego en el que la resiliencia y la búsqueda de oportunidades encubren un panorama de incertidumbre e inseguridad. El neoliberalismo se alía así con el “racismo de Estado” del que hablaba Foucault, con la defensa de la raza productiva y la apuesta por el control de las vidas que sobran en ese esquema de cálculo y rendimiento. Es como si el neoliberalismo llevase hasta las últimas consecuencias las reflexiones de Benjamin sobre cómo el capitalismo instala un culto (sans rêve et sans merci) permanente y culpabilizador, pero con una gran diferencia respecto a las religiones tradicionales: en este culto no hay posibilidad de expiación, ni ningún “día de la semana” que no se caracterice por la tensión extrema del adorador. Las formas de vida neoliberales, marcadas por su constante disposición a producir, incluso cuando no se “trabaja”, reflejan nuestra extrema tensión como adoradores: proliferan cada vez más cuadros de depresión, ansiedad o síndromes de Burnout; pero cada vez más personas demandan otro reparto social del tiempo y cuestionan que el trabajo asalariado sea el elemento central de sus vidas –véase la Gran Renuncia–.
Neoliberalismo: un futuro
La crisis de 2008 puso en tela de juicio la superioridad de la razón económica neoliberal. Esta crisis de legitimidad se vio agravada por una gestión fuertemente moralizada, basada en la interiorización de la responsabilidad en el cuerpo social por los excesos cometidos durante el boom económico, en una estrategia de responsabilización individual, especialmente gravosa en el caso de los grupos sociales más desfavorecidos y también más castigados por la crisis, que “vivieron por encima de sus posibilidades”. Se carga a las vidas empobrecidas con una deuda que deben pagar en forma de recortes, reducciones de salarios y servicios públicos. Es lo que Davies bautiza como “neoliberalismo punitivo” (2008-actualidad), que manteniendo las características del neoliberalismo normativo, se convierte en un modelo de gobernanza más autoritario.
Pero decía Foucault que “si el poder no tuviera otra función más que reprimir, si operase solo siguiendo la forma de censura, de exclusión, de obstáculos, de represión a la manera de un gran superyó, si solo se ejerciera de forma negativa, sería muy frágil. Si es fuerte, es porque produce efectos positivos al nivel del deseo –esto comienza a saberse– y también al nivel del saber. El poder, lejos de impedir el saber y el deseo, los produce”. Foucault transmite la idea de que, para que el poder sea realmente efectivo, necesita producir una racionalidad, un nuevo sentido común que el subordinado aplique “voluntariamente”; necesita conectar con el deseo del subordinado, mostrarse como apetecible. Entonces, ¿por qué triunfó el neoliberalismo como forma de poder y como cultura? ¿Cuál es esa promesa neoliberal que puede ser deseable para el individuo?
Esta utopía neoliberal podría sintetizarse con tres elementos de los que habla Colmenero en su libro: la post-política, la disponibilidad total de la vida y la inmunidad.
El primer elemento, la post-política, genera una vida “pública” sin antagonismos, esto es: un debate público donde se disuelve el conflicto entre adversarios políticos, donde se produce una simbiosis entre la gestión privada y la gestión pública. Se trata de la promesa de abordar los conflictos y antagonismos sociales como si se tratara de asuntos técnicos, siempre susceptibles de ser resueltos desde un supuesto “sentido común” o “científico” –coincidente con los criterios del mercado– por parte de un equipo de tecnócratas.
El segundo elemento es el de la vida disponible, sin impedimentos ni obstáculos, siempre lista para producir. Vidas definidas por la posesión de ciertas habilidades y competencias que se ponen al servicio del mercado en forma de “perfiles profesionales”, para su utilización puntual y fragmentada. Definidas también por la posesión de productos, experiencias y rasgos personales que se ponen al servicio del mercado en forma de perfiles en redes sociales, para su utilización puntual y fragmentada (recordemos Tinder o Grindr como una realización extrema de esta idea). Los individuos buscan la mejora y el crecimiento constante de estos perfiles, convirtiéndose en sujetos reflexivos que están constantemente pensando en todos los aspectos de su vida para mejorarlos mediante sus decisiones personales. El sujeto neoliberal está en la búsqueda constante de la mejor versión de sí mismo.
El tercer elemento, la inmunidad, fue desarrollado por los autores de la Italian Theory, y concretamente por las tesis de Roberto Esposito. Este autor señala cómo en el neoliberalismo se produce un proceso de ruptura del munus comunitario, esto es, de la responsabilidad colectiva que vinculaba a unos individuos con otros en los elos de la unión y la solidaridad. La promesa neoliberal sería la promesa de una vida individual sin pesados compromisos con la comunidad, liberada de la responsabilidad hacia lo colectivo, sin ningún tipo de deuda con el grupo, que permite decidir sobre el propio destino. En esta promesa, los individuos deben “vivir próximos”, pero sin estar en contacto directo. Una inmunidad que promete una vida en la que el otro, en tanto que impredecible, queda fuera de los cálculos que uno decide para sí, evitando interrupciones y daños.
Así, el neoliberalismo promete una vida que se realiza a sí misma, independiente, libre, sin conflicto, abundante y deseable para el individuo. Pero en las mismas promesas del neoliberalismo se encuentran los elementos de su subversión.
La utopía neoliberal no es posible porque tiene a las vidas como materia prima, pero también una profunda ceguera hacia las mismas. Se pueden asimilar a los principios del mercado todas las propuestas ideológicas, pero no se puede sustraer a los individuos de los antagonismos más fundamentales, al igual que no se los puede sustraer de sus diferencias. Tampoco es posible fragmentar nuestro ser y separarlo del tiempo para ponerlo a disposición del mercado por partes. Mientras nuestro cuerpo no sea robótico o divisible, no podemos separarlo de los avatares más inevitables de la vida –la enfermedad, el envejecimiento, el cambio, la tristeza, el amor–. Tampoco es sostenible una vida perpetuamente erigida sobre la responsabilidad individual, en la que no se contacte con los demás: por más que se infecte el cuerpo social para inmunizarlo, mediante todo tipo de desastres económicos, sociales, laborales, medioambientales; o por más que se medicalice el cuerpo social bloqueando su sensibilidad, no se puede huir de los anhelos de comunidad de nuestra época, y de la búsqueda por parte de muchos de redefinir una base ética entre unos y otros.
Nuestros deseos siempre buscan un lugar, a veces en el pasado, en lo que fue, y otras en el futuro, en lo que está por venir. Y dado que estamos constituidos por la falta, y que por mucho que busquemos un lugar nunca estamos completos, el neoliberalismo nunca podrá producir su crimen perfecto. Siempre dejará un rastro que revele su impotencia.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/analisis/gobierno-neoliberal-vida-un-crimen-perfecto - Imagen: Contraportada del libro de Borxa Colemenero, 'O governo neoliberal da vida'.

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