Argentina / Arrope de chañar: dulce medicina que nace del monte
El chañar es un árbol milenario del noroeste argentino. De él se obtiene el arrope, un dulce y también remedio tan ancestral como los pueblos indígenas y campesinos. Su elaboración, que implica largas horas de trabajo, pasa de generación en generación. Tesoro cultural de las comunidades rurales, desde hace unos años se amplió su consumo en las ciudades. Crónica de un alimento con historia.
Por Mariángeles Guerrero
Desde Santiago del Estero
El líquido viscoso chorrea tibio sobre la masa cocinada a leña, pinta de negro rojizo la textura de la harina, desliza suave su espesura. Está hecho de chañar y de fuego. El arrope es un dulce, un jarabe, un postre que las familias campesinas del noroeste del país saben hacer desde hace generaciones. El chañar es un árbol del monte nativo. Y el conocimiento que lo convierte en alimento, con propiedades medicinales, proviene de la tradición indígena-campesina que aún hoy se enciende cuando se acerca una olla al fogón.
“El Chañaral. Producto santiagueño. Arrope de chañar. El Simbolar. Departamento Banda, Elaborado por Walter Ponce”, dice una etiqueta. “Unión de Trabajadores de la Tierra. Arrope de chañar. Tasigasta. Departamento Atamisqui. Jessica Orellana”, dice otra. Los frascos llevan el nombre de quien produce. Al contrario de la oferta del mercado de ultraprocesados, detrás de cada alimento hay una historia.
Durante generaciones, el arrope se coció para el autoconsumo. Pero hoy se comercializa como producto regional. Se come como un dulce o mermelada, sobre pan, tostadas o a cucharadas. En el sudoeste árido o en la zona de regadío de Santiago del Estero, quienes producen este alimento lo hacen enfrentado la escasez de agua, los desmontes, los monocultivos y la desarticulación de las políticas para la agricultura familiar. Además de mejorar la comercialización, la organización en colectivos de productores implicó la reivindicación de la identidad recolectora ancestral y el rol de las mujeres como productoras campesinas.
Arrope de chañar, leña y fuego
Atamisqui es uno de los 27 departamentos de la provincia de Santiago del Estero y se ubica al sudoeste del territorio. Debe su nombre a una planta nativa, el atamisqui, cuyas hojas tienen propiedades medicinales, útiles para dolencias del estómago. Villa Atamisqui es la cabecera del departamento. "La Villa" es un pueblo de casas bajas, con un aire blanquecino por la sal, donde hace un calor agobiante y seco.
Jessica Orellana tiene 37 años y vive en Tasigasta, un paraje rural ubicado a ocho kilómetros al este de la Villa. En su casa no hay luz eléctrica. Un cardón verde brillante marca la entrada. En el patio de tierra las gallinas disputan el territorio a fuerza de cacareo y un par de cabras se acercan mansas a la ronda de sillas, dispuestas alrededor de una mesa, a la sombra de la galería. Algunos chanchitos buscan el fresco echados en un pequeño pozo.
Cerca de allí, a un par de kilómetros, hay una vertiente del río Dulce. Pero si no fuera porque pagan al municipio el servicio de un camión distribuidor, no tendrían agua. A cada familia de la zona le está permitido comprar sólo 4.000 litros por vez. Con eso, en la casa de Jessica, alcanza para 25 días. De esa agua bebe la familia (sus padres, su hermano, su pareja y sus dos hijas), las gallinas y los chanchos. Con esa agua cocinan, lavan, se bañan. Y con esa agua también hacen el arrope, el del frasco de la etiqueta.
Las cabras y las ovejas, en cambio, van al río. “Se levantan a la mañana y ya saben que tienen que ir”, dice.
Jessica sabe hacer de todo: arropes de chañar y de tuna, mermeladas, esquilar ovejas, hilar, tejer con telar, teñir la lana con la resina de los árboles. Su escuela de arropes fue su abuela, a quien de niña observaba bien de cerca mientras amasaba el mosto en una olla. Muchos años después, dice que aunque saque los frutos del mismo árbol y haga siempre el mismo procedimiento, nunca un arrope le sale igual al otro. Algunas veces es más líquido, otras más espeso.
El chañar crece en zonas semiáridas y subhúmedas. Su madera se utiliza para postes de alambrados. Un estudio realizado por Adrián Reynoso, Nancy Vera, María Eugenia Aristimuño, Adriana Daud y Alicia Sánchez Riera en la Universidad Nacional de Tucumán confirmó lo que las familias campesinas ya sabían: que el fruto del chañar tiene propiedades expectorantes, antitusivas, antiinflamatorias y analgésicas. La corteza es muy usada contra catarros y tos. Se toma —receta de los abuelos santiagueños— como té con azúcar o miel. En septiembre abre su abanico de flores amarillas y en el verano da frutos: redondos, pequeños, macizos, rojizos. Esa es la temporada donde se produce el arrope. “En el pleno calor”, dicen los productores.
Para hacer este alimento primero hay que recolectar la fruta. La progresiva aridez, cada vez más pronunciada en la zona, plantea una primera dificultad. “Antes se juntaba mucho, pero en los últimos 20 años no hay buena producción porque las plantas son muy débiles, están viejas, florecen y no prende el fruto. No hay humedad. Una planta que antes daba 20 frutitos, hoy da cinco. Yo empecé a juntar en la calle, en Santiago capital, donde hay humedad. Se lo pido a la gente que tiene el árbol en su casa, porque lo tiran”, relata Jessica.
Luego que se juntan los frutos, hay que secarlos. “Hay que hacerlo cuidadosamente porque aquí en el campo tenemos animales y a los animales les gusta”, advierte con picardía Jessica. Las familias de la zona acostumbran a secarlos extendiéndolos sobre las camas o arriba del techo de las casas. Lo importante es que no se mezclen, porque se humedecen. Dos días de sol son suficientes.
Cuando está seco, se lo cura con cenizas para espantar posibles bichos. Después se lo lava y empieza la tarea más ardua: la del fuego.
El fruto se hierve en agua hasta que la pulpa comienza a desprenderse del carozo. Luego de enfriarse, se amasa hasta que el carozo queda bien limpio. Después se cuela con un lienzo para separar la pulpa del jugo. Y ese líquido —"ishi", en quichua— vuelve a hervirse. Hay quienes le ponen azúcar y quienes no. Pero todas las personas que hacen arropes coinciden en algo: el valor responde a la cantidad de tiempo que lleva hacerlo.
Jessica calcula que son entre 18 y 20 horas de cocción a leña. Con el hervor, 50 litros de jugo se reducen a seis o siete de arrope. Durante el proceso, y por el calor, el fruto pierde sus propiedades antiinflamatorias. Pero conserva sus cualidades antitusivas, analgésicas y expectorantes.
Durante la pandemia, el arrope de chañar fue un producto muy buscado en la zona por esos beneficios.
Crecer sin agua
Albertina Pajón vive en Mochimo, otro paraje del departamento Atamisqui, ubicado al sur de la Villa. En el calor abrasante de la tarde, se resguarda bajo la sombra de los algarrobos y se abanica con un repasador blanco. Cabello negro con rulos, mirada dulce y sonrisa amable. “Árboles vas a ver solamente aquí —aclara—. En otro lado no vas a ver. Me dicen ‘que linda sombra hay acá’, pero cuando nace una plantita nosotros la empezamos a cuidar, si no los animales no las dejan”.
Albertina crió a sus diez hijos con la venta de hierbas, frutas o tejidos; llevaba la mercadería al pueblo a caballo, en burro o en una zorra. La mujer tiene 79 años y recuerda, con su hijo Jorge Pajón, las sandías que alguna vez crecieron dentro de los límites de su cerco. Cuando había agua.
Jorge dice que el mejor arrope es “el de su mami”, y trae al patio una botella de líquido bien oscuro para demostrarlo. Y ella relata: “Aprendí a hacerlo acá nomás, de mis viejos y de mis bisabuelos. Yo veía cómo hacían ellos. Pero antes lo hacíamos sólo para consumo, no se vendía porque todos los vecinos hacían. La gente de antes ya no vive y los hijos son poco aficionados”.
El hombre recuerda una infancia donde el monte era la única fuente de alimento. Y donde los suelos fértiles, húmedos, daban sus frutos. “Hacíamos la ñapa, que es moler algarroba blanca y echarle agua. Queda como una sopa y se chupa, es muy rico. No conocíamos una naranja o una banana. No había cómo adquirirlo y de esas plantas no teníamos. Entonces, como cosas dulces, teníamos la ñapa, el anco en almíbar, mazamorra con leche, zapallo, maíz tostado. Y nos desesperaba porque era muy rico y otra cosa no teníamos. Hoy todo el mundo, aunque no llegue a fin de mes, tiene un ingreso. Entonces pasa como todo en la economía capitalista: uno va adquiriendo otras cosas, aunque no sean saludables”.
La situación cambió cuando empezaron a secarse los suelos. El canal que abastece a Mochimo ya no funciona: es el mismo que usan las grandes estancias de la zona. También se fueron secando los bañados por la falta de lluvias. Por eso escasean las pasturas para los animales que buscan alimento en la zona.
Albertina recuerda como si estuviera observando viejos campos sembrados: “Maíz, trigo… De todo se cosechaba aquí cuando había agua”.
La escasez de agua afecta a toda la zona del secano santiagueño. En 2020, comunidades del Pueblo Diaguita-Cacano denunciaron la falta de agua y la mala calidad del agua disponible en los departamentos Atamisqui y Loreto. En Villa Atamisqui, por ejemplo, hay agua corriente pero con acceso sectorizado: algunos días tienen unos barrios y luego otros.
Para las y los productores obtener agua es un verdadero sacrificio. Lucas Maldonado, por ejemplo, tiene un vivero en las afueras de la Villa. Allí crecen flores y plantas de todo tipo. Moncho, como lo conocen sus compañeros de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), suele decir que el arrope de chañar es "el oro negro de Atamisqui". Pero su orgullo es el bonsái, arte japonés al que se dedica desde hace 17 años. En su vivero exhibe, sobre bandejas de cerámica, chañares, algarrobos y palos borrachos en tamaño miniatura.
“Antes podía llover 15 días sin parar. Pero hoy llueven 100 milímetros en un solo día y al otro día hay pleno sol y se seca todo. No penetra la humedad, entonces no podés sembrar. Por más que uno riegue, el sol pega y pega y las plantas se terminan muriendo”, relata. Para solucionar esa situación, hizo un pozo en busca de filtraciones subterráneas de agua dulce. “No sabemos si el agua tiene arsénico, pero hasta ahora vivimos”, afirma.
La situación no es la misma para Liliana Juárez, productora criancera y agricultora de Villagasta, otro paraje que queda a doce kilómetros del pueblo. “Si hacemos un pozo, el agua es salada. Hay lugares donde antes se hacía el pozo y salía agua dulce, pero hoy sale salada. Para hacer el pozo hay que cavar siete o nueve metros. Antes eran tres, a lo sumo cinco metros. Cavar tanto para tener ese agua es indignante, pero se trata de hacer lo posible porque no hay agua”, asegura.
En Villagasta tiene caballos, vacas, chanchos y ovejas. “Cuando no tenemos agua en el pozo, nos tenemos que trasladar a una represa con agua y desde ahí la trasladamos en bidones, en un carrito con la moto. Es lejos, pero no queremos sacrificar a los animales. La comida también escasea para ellos. Cuando llueve sí tenemos agua, porque la juntamos en aljibes o en tachos. O queda agua en las represas o en los cercos, pero a esta altura del año ya no queda agua en las represas”, relata.
Para poder cultivar, Liliana viaja todos los días diez kilómetros en moto hacia Medellín, donde hay un poco más de humedad. Cuando se le pregunta si hay políticas desde el gobierno provincial para abordar estas situaciones, responde: “Es una lucha que vivimos hace años, pero no hemos tenido ayuda política gubernamental”.
Para Gabriela Juárez, hermana de Liliana, la explicación es la que daba su abuelo: “Él nos decía que el agua iba a salir dulce por las lluvias, y las que producen las lluvias son las plantas, por la evaporación. Él nos enseñaba que saquemos lo que necesitábamos pero que dejemos el tallo para que la planta pueda reproducirse. Hoy hay gente que tiene demanda de carbón, corta las plantas pero no deja que siga creciendo. Al haber tanta deforestación, es imposible que llueva”.
Santiago del Estero es una de las cuatro provincias (junto a Chaco, Salta y Formosa) con mayor desmonte en Argentina. Sólo en los primeros seis meses de 2024 se arrasaron 21.047 hectáreas, según un relevamiento de Greenpeace. La organización publicó un nuevo informe en el que advierte que en el 70 por ciento de los casos en que se deforestó fue para uso silvopastoril.
Sin lluvias, y con deforestación, el fruto del chañar es cada vez más escaso.
Entre algodones
El arrope no sólo se produce en la zona del secano santiagueño. Estación Simbolar es una localidad del departamento Banda, ubicada a 25 kilómetros de la capital, en la zona de regadío del río Dulce. Allí las problemáticas son otras: la disputa territorial a los empresarios del agronegocio. En Santiago del Estero, durante los últimos años, han crecido los monocultivos de soja, maíz y algodón. Ese cambio en la matriz productiva afecta a las comunidades, que son asediadas y desalojadas de sus territorios.
“La contra que tenemos es que últimamente ha crecido el monocultivo de algodón en la zona”, cuenta Walter Ponce, productor de la Asociación de Familias con Identidad Huertera (AFIH). Camino a su casa, desde Santiago capital por la ruta provincial 11, tres desmotadoras se erigen en la planicie rala que antes fue monte.
Santiago del Estero es el principal productor de algodón a nivel país desde 2015. En la campaña agrícola 2023/24, los datos oficiales de la Secretaría de Agricultura de la Nación, informan la siembra de 230.000 hectáreas en esa provincia (de las 610.000 del cultivo en Argentina, el 38 por ciento de la superficie sembrada en todo el país). El departamento Banda representa entre el 13 y el 20 por ciento de ese total, según datos del Instituto Nacional de Semillas.
Tiempo atrás, Walter trabajaba como recolector de algodón. Pero, pese al crecimiento de ese cultivo, por la mecanización ya no hay tanto trabajo. Fue entonces que, hace doce años, decidió dedicarse al arrope de chañar. Cuando comenzó, cocía bajo un techito de paja. Cuando había lluvia o viento, no podía trabajar. Hoy, entre árboles que dan buena sombra, funciona su casa-taller. Allí todo luce prolijo, ordenado. El arrope rojizo descansa en frascos de vidrio y una fuente azul exhibe las frutas lisitas, redondas. La joya es un horno de ladrillos de barro que él levantó con sus propias manos.
Explica con paciencia de docente su trabajo: convertir el fruto del chañar en un líquido dulce, ácido, que quema apenas la garganta. Los únicos ingredientes que usa son los frutos y el agua. Cuenta que el proceso le lleva diez horas de cocción.
En el pueblo, el precio del arrope de chañar es de 6.000 pesos el frasco, pero él lo vende a 3.000: “Es porque en El Simbolar hay poco trabajo, entonces así la gente puede acceder”, asegura. Walter también ensaya otros alimentos posibles: seca la pulpa que queda en el proceso, lo combina con limón, miel y almendras. Así fabrica un turrón.
El arrope es un alimento sin conservantes y sin agregados químicos. Su producción reivindica la identidad recolectora de los pueblos originarios que habitaron lo que hoy se conoce como Santiago del Estero: el Pueblo Diaguita-Cacano al sur, el Tonokoté en el noroeste. Pero esa reivindicación implicó romper muchas barreras. Así lo explica Juan Carlos Abdala, técnico del Instituto Nacional Técnico Agropecuario (INTA) e integrante de la AFIH: “Acá nos veían juntar y nos decían 'vagos' o 'putos'. Pero un día vinieron desde la televisión a filmarlo a Walter porque hacía arrope y vino a ver todo el pueblo que antes lo cargaba”.
La puesta en valor del arrope también cambió la forma en que la comunidad se relaciona con el fruto. "Antes lo tiraban o se lo comían los chanchos. Hoy lo juntan y lo venden a 2.000 o 3.000 la bolsa", señala.
Amas de casa y productoras
En el patio de su casa, Marta Herrera cuenta sobre el arrope de otras plantas nativas, como el quiscaloro, la tuna y el ucle. “El de quiscaloro tiene gusto como a tierrita y el color de la miel. Y el que conoce el gusto de la tuna y del chañar se da cuenta de que el arrope de ucle no tiene gusto”, enseña. Al igual que en el caso de Jessica, de Gabriela o de Jorge, para las y los jóvenes del campo santiagueño, hablar de los frutos del monte es hablar de madres, de abuelas y abuelos.
“Aprendí a hacer el arrope de mi mami. De ella hemos aprendido el hilado, el tejido… Lo que me pidas lo hago, no importa si hace calor o hace frío. Así he criado a mis cinco hijos”, dice Marta. Arropes, dulces, hierbas medicinales: los frasquitos y las bolsitas también tienen etiquetas con su nombre y se venden en el Almacén de la UTT en Atamisqui. Aunque lo que mejor le sale, dicen, es el amca-anchi, harina de maíz molido que se come con leche o con agua. La palabra es quichua, la variante santiagueña del quechua.
El relato de su madre, Ignacia Tolosa, es similar al de su hija y al de Albertina, la mamá de Jorge: “Vendiendo en el pueblo he criado a mis hijas”. En su caso, ofrecía plantas medicinales: ruda, poleo salteño, poleo común. “El poleo salteño es muy bueno para el estómago”, explica.
Doña Ignacia también se aflige por la falta de agua: “Tenía muchas plantas, pero con la sequía se han secado”. Lamenta que especies como el árbol blanco, el quebracho colorado o el mistol ya no se vean como antes. En ese contexto, las mujeres campesinas recolectan, cuidan a sus hijos y hacen las tareas del hogar.
“La vida en el campo es jodida”, dice Marta. Por eso, aconseja, hay que tener animales. Y también saber trabajar con lo que ofrece el monte. Pero por muchos años, pese a que las mujeres hacían dulces y arropes, esquilaban, hilaban y tejían, pese a que recolectaban plantas y hacían preparados curativos, se definían simplemente como “amas de casa”.
Hoy, a partir de la participación en cooperativas o en espacios como la UTT, recuperan su identidad de productoras. Y también rompen estereotipos de género. Por ejemplo, que hacer arropes es una tarea sólo de mujeres.
“Lo que pasa es que esta es una sociedad muy machista y es vergonzoso que el hombre diga ‘yo mezclo en la olla, yo la ayudo’”, explica Jessica. “Por ahí nos cuesta con papi —dice entre risas— pero él está en lo que es acarrear agua o leña. Sin el trabajo del hombre lo podríamos hacer, pero no es lo mismo. No se ve al hombre revolviendo en la olla o amasando, pero sí, ayuda. No se dice, pero sí”.
Del almacén a la mesa
Frente a la plaza de la iglesia, en Villa Atamisqui, un grupo de mujeres atiende el Almacén de la UTT. El frente está pintado de un verde brillante y las ventanas no tienen rejas. Dos cardones secos y barnizados dan la bienvenida en la puerta. Adentro esperan las verduras, los arropes, los dulces y los yuyos envasados. Ellas comparten el mate y la charla mientras llegan vecinos y vecinas que buscan limones, papas o cebollas. Todo eso se trae desde la capital. En los estantes, los frascos con sus etiquetas: los nombres y las historias. Quien compra sabe quién fabricó el alimento que va a comer.
Al empezar a participar en la UTT, Jessica descubrió que todo lo que sabe hacer se puede vender. “Hay gente de afuera que me llama, me pide los productos y me sorprende. Antes no me convenía hacer arropes, porque era una pérdida de tiempo. No se vendía porque era un producto que se conocía solamente aquí, en el campo. Pero al tener el almacén, me sirve”, explica.
Gabriela Pajón, presidenta de la cooperativa Productores y Productoras Unidos de la Tierra en Atamisqui, completa: "Antes, muchos cosechaban pero tenían que tirarlo o darle a los animales porque no lo podían vender. Era indignante porque el trabajo lleva mucho sacrificio. Pero hoy la gente se anima a hacer artesanías, a tejer, a sembrar lo que puede y sabe que tiene un lugar seguro para vender". La cooperativa es parte de la UTT y nuclea a 60 familias.
El camino no fue fácil. “Hubo que aprender a trabajar de forma conjunta o comunitaria, porque hemos estado acostumbrados al individualismo", comenta Gabriela. A eso se le suma el reciente desmantelamiento de las políticas para la agricultura familiar: "Para vender necesitamos habilitaciones o inscripciones en Bromatología o en el Registro Nacional de Agricultura Familiar o certificados de manipulación de alimentos. Hasta el momento, el único que nos acompañaba era el Instituto Nacional de Agricultura Familiar. Hoy no tenemos una institución que nos brinde lo que estamos necesitando".
Sin embargo, la organización cooperativa fue un salto en la vinculación entre producción, memoria colectiva y defensa del monte nativo: "Nos permitió concientizar sobre el monte rico que tenemos, que antes no sabíamos valorar".
*Este artículo fue producido con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur. Fuente: https://agenciatierraviva.com.ar/arrope-de-chanar-dulce-medicina-que-nace-del-monte/ - Imagen de portada: Foto: Susi Maresca- Todas las imágenes excepto la portada son de: Agencia Tierra Viva