Escuela de robinsones: las fantasías de autosuficiencia del capitalismo crepuscular
Desde las adaptaciones de 'Robinson Crusoe' a las más ambiguas de 'El viejo que leía novelas de amor' o 'Salir a robar caballos', pasando por el 'Iron Man' marveliano, el hombre –casi siempre blanco, que sobrevive en la naturaleza por sus propios medios– no deja de ser un trasunto del 'self-made-man' autosuficiente neoliberal.
Por Jose A. Cano
A Leonardo Di Caprio le costó cinco intentos ganar un Óscar, el único que tiene. Su primera nominación, con apenas 20 años, le llegó en 1994 por ¿A quién ama Gilbert Grape? en la categoría de actor secundario. Luego probó de todo: asociarse con Martin Scorsese (sin caer en que Marty nunca ha sido santo de la devoción de la Academia), raspando nominación en 2005 y 2014 por El aviador y El lobo de Wall Street, o rodar un drama de denuncia como Diamante de sangre en 2007, que también le valió llegar vivo a la gala. Pero no le sirvió rodar adaptaciones de clásicos tipo El Gran Gatsby o un biopic de manual como J. Edgar, dirigido por Clint Eastwood, en 2011.
Al final se lo llevó por El renacido (2015), de Alejandro González Iñárritu, la segunda adaptación al cine de la historia real del trampero Hugh Glass, que en 1823 sobrevivió al ataque de hembra de oso grizzlie, un ataque de los indios arikaras y al abandono, dándolo por muerto, de sus compañeros de expedición. En la Dakota del Sur de entonces, un entorno salvaje e inhóspito, Glass sobrevivió por su propios medios gracias a su pericia como explorador, consiguiendo regresar a la civilización tras recorrer más de 320 kilómetros hasta el punto habitado más cercano.
En su labor como divulgadora ecofeminista, la antropóloga Yayo Herrero ha explicado en numerosas ocasiones cómo el actual sistema económico se basa en la fantasía de que los seres humanos podemos ser autosuficientes de manera individual. Una negación de los cuidados que, a efectos prácticos, solo se cumple –por la trampa del dinero- para una docena de hombres blancos ricos (y alguno no tan blanco, pero eso es una cuestión para otro día). Una expansión, por negación, de la célebre anécdota de Margaret Mead explicando que la civilización es un fémur curado.
Las fantasías capitalistas están llenas de renacidos, equivalentes traslocados al medio natural de los muchimillonarios que empezaron en un garaje o doblando camisetas. La de Di Caprio ni siquiera era la primera adaptación de la historia de Glass: en 1971 ya tuvo otra titulada El hombre de una tierra salvaje, dirigida por Richard C. Serafian y protagonizada por Richard Harris (sí, Dumbledore) casi encarnando la antítesis de su Un hombre llamado caballo. Pero que Glass, que debía de ser un tipo de cuidado, efectivamente sobreviviese al oso grizzlie y al abandono de sus compañeros hace 200 añazos no quita que ambas películas sean eso, ficciones.
Son los descendientes de Robinson Crusoe, la fantasía colonialista definitiva, el hombre blanco que sobrevive en mitad de la nada gracias a sus recursos (y a un puñado de naufragios cargados de barriles de pólvora, pero eso no quedaba igual de bien en el titular) e incluso domestica a un salvaje, el pobre Viernes. El discurso prácticamente esclavista de la novela de Daniel Defoe es tan inaceptable en pleno siglo que versiones como Yo, Viernes (1975), de Jack Gold y con Peter O’Toole como Robinson y Richard Roundtree como Viernes, o Robinson Crusoe (1997), de Rod Hardy y George T. Miller, y con Pierce Brosnan y William Takaku, se centran precisamente en lo contrario: que sin aprender a entender a su vecino de otra cultura y raza, Crusoe no duraría ni una semana.
A su manera, Sylvester Stallone en cualquier entrega de las aventuras de John Rambo o Arnold Schwarzenegger en Depredador (1987), de John McTiernan, que encima son productos pensados para metabolizar la disonancia cognitiva de los conservadores norteamericanos por la derrota ante no blancos y encima comunistas en Vietnam. Aunque Depredador tiene otras cosas que van más allá, porque a McTiernan le encantaba deconstruir héroes machotes, y Rambo empezó siendo una arenga pacifista.
Náufrago (2000), de Robert Zemeckis, lo fía todo a un tour-de-force interpretativo de Tom Hanks y su tradicional imagen de tío normal y bonachón para convertirlo en una metáfora (¿involuntaria?) sobre la exigencia y el estrés empresarial y el típico hombre hecho a sí mismo que se reinventa tras una bancarrota. Unos cachondos.
Y es que el discurso altamente conservador y anglocentrista de gran parte de la ficción audiovisual ‘universalizada’ te lo intenta vender hasta en familia y en el espacio exterior. ¿O qué es si no la serie Perdidos en el espacio (1965-68), adaptación inconfesa de la Escuela de Robinsones de Julio Verne sin captar que aquella era una especie de parodia de Defoe? Tu ingenio de hombre blanco te puede hacer mantenerte incluso en la naturaleza más inhóspita. Si tienes suficientes láseres o pólvora, claro.
En 2017, al calor del éxito de El Renacido se estrenó en la BBC Taboo, una especie de respuesta no admitida y presuntamente decolonial en la que Tom Hardy interpreta a un explorador y aventurero británico que regresa a casa desde África en 1814 tras, una vez más, pasarse el juego y recibir la herencia de su padre: una isla clave para el comercio transatlántico que se disputan el Imperio Británico y los recién nacidos Estados Unidos que él quiere entregar a los nativos. También quiere casarse con su hermana, o algo así.
En ese caso, directamente pasamos a ese mito de hombre blanco que ‘renace’ entre los saberes ancestrales de los nativos de otros continentes y la comprensión de la naturaleza. Como el doctor Livingstone ‘descubriendo’ el nacimiento del Nilo y el lago Tanganica y sobreviviendo seis años hasta que lo encontrase Henry Morton Stanley. ¿Que Livingstone no estaba precisamente solo, sino rodeado de trabajadores nativos que se ocuparon de cuidarlo cuando enfermó, y que, si es cierto, que no está claro, que cuando su presunto rescatador le dijo “el doctor Livingstone, supongo” es probable que se riese en su cara? Bueno, pero no estropees el titular.
Novelas con adaptación irregular al cine, como El viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda, o Salir a robar caballos, de Per Petterson, le dan la vuelta al topicazo (muy habitual en la obra de Ernest Hemingway, por ejemplo), con hombres casi ancianos y con el conocimiento necesario para sobrevivir aislados, pero que se imponen esa condición, cada uno con sus motivos, como una especie de castigo. El Antonio José Bolívar de la novela de Sepúlveda, en la película de 2001 encarnado por Richard Dreyfuss, en realidad es amigo de los indígenas de su zona de la Amazonia y sabe que no podría siquiera protegerse de la lluvia si no lo considerasen su amigo.
Contra Di Caprio perdió el Óscar en 2015 Matt Damon por su papel como protagonista de Marte (The Martian), dirigida por Ridley Scott y adaptada de la novela de Andy Weir. La historia de un astronauta que, por un accidente, es abandonado y dado por muerto en Marte y consigue sobrevivir a base de cultivar patatas dejadas atrás por sus compañeros de misión y que abona con sus propias heces.
Solo que la novela de Weir, aunque insiste en que su protagonista es extraordinario –aprende a cultivar en Marte porque es botánico, además de un tipo con una resistencia mental extraordinaria– no va de un blanquito que siendo muy listo demuestra que todos podemos ganar un millón en un año si queremos. La verdadera trama es cómo desde la Tierra deciden rescatarlo… y lo consiguen. Incluso China ayuda a la NASA con una lanzadera espacial secreta y más avanzada de lo que nadie pensaba (por eso es secreta). Todo un poco en la línea de Carl Sagan o Arthur C. Clarke, con el máximo de verosimilitud científica posible.
Porque la civilización es un fémur curado, no un blanco rico que se deja de afeitar durante dos semanas y sobrevive gracias a acumular pólvora. Incluso un fémur en Marte.
Fuente: https://climatica.coop/escuela-robinsones-fantasias-capitalismo/ - Imagen de portada Foto: Pierce Brosnan como Robinson Crusoe y William Takaku como Viernes en la película de 1997.