Responder qué significa ser humano en 7.000 lenguas diferentes

La crisis de la biodiversidad y el cambio climático no fueron causados por la humanidad en su conjunto. Surgieron como consecuencia de una determinada visión del mundo, relativamente nueva en la experiencia humana y no compartida por la mayoría de las culturas del mundo: En la Nochebuena de 1968, el Apolo 8 emergió de la cara oculta de la Luna para ver elevarse sobre su superficie no un amanecer, sino la propia Tierra; un planeta pequeño y frágil flotando en el aterciopelado vacío del espacio. Esta imagen nos demostró, más que cualquier cantidad de datos científicos, que nuestro planeta es un lugar finito, una única esfera interactiva de vida, un organismo vivo compuesto de aire, agua, viento y suelo. Esta revelación, sólo posible gracias a la brillantez de la ciencia, desencadenó un cambio de paradigma del que se hablará el resto de la historia.

Wade Davis

Casi de inmediato, empezamos a pensar de formas nuevas. Imagínense. Hace cincuenta años, conseguir simplemente que la gente dejara de tirar la basura por la ventanilla del coche era una gran victoria medioambiental. Nadie hablaba de biosfera o biodiversidad; ahora estos términos forman parte del vocabulario de los escolares.

Como una gran ola de esperanza, esta energía se extendió por todas partes. Desde entonces, han sucedido muchas cosas positivas. En poco más de una generación, las mujeres han pasado de la cocina a la sala de juntas, los homosexuales del armario al altar, los afroamericanos de la puerta de atrás a la Casa Blanca. ¿Qué se puede no amar de un mundo capaz de semejante genio científico, con semejante capacidad cultural de cambio y renovación?
Pero permítanme compartir otra asombrosa revelación de la ciencia. Es la apuesta más ambiciosa de esta generación. Y también será recordada dentro de mil años. Nada en nuestra vida ha hecho más por liberar a la humanidad de las tiranías que nos han perseguido desde tiempos ancestrales.
Esto también se produjo al final de un largo viaje a la fibra misma de nuestro ser. En la última década, los estudios del genoma humano no han dejado lugar a dudas de que la dotación genética de la humanidad es un único continuo. La raza es una ficción absoluta. La brillantez de la investigación científica, las revelaciones de la genética moderna, han afirmado de forma asombrosa la conexión esencial de la humanidad. Todos somos hermanos y hermanas, literalmente una familia, todos descendientes de antepasados comunes, todos en última instancia hijos de África. El color de la piel —explotado durante generaciones como el más cruel de los engreimientos humanos— no es más que una adaptación básica; la gente de climas tropicales necesita protección solar, o melanina, y los que viven durante largos inviernos en el norte tienen que maximizar la exposición al sol para absorber la vitamina D, esencial para la salud y el bienestar. Al final, el blanco y el negro se reducen a la protección solar y la vitamina D, nada más.
Pero aquí está la idea importante. Si todos estamos cortados por el mismo tejido de la vida, entonces, por definición, todos tenemos la misma genialidad en bruto. Que este potencial intelectual se ejerza a través de la innovación tecnológica —el gran logro de Occidente—, o a través de desenredar los complejos hilos de la memoria inherentes a un mito, prioridad de muchos otros pueblos del mundo, es simplemente una cuestión de elección y orientación, de perspicacia adaptativa y énfasis cultural.
No existe una jerarquía de progreso en la historia de la cultura, ni una escalera evolutiva hacia el éxito. La vieja noción victoriana de que pasamos de salvajes y bárbaros a civilizados en el Strand de Londres, de que la civilización europea estaba en la cúspide de una pirámide que descendía por los lados hasta los llamados primitivos del mundo, ha sido rechazada de plano por la ciencia. Es una presunción del siglo XIX tan irrelevante para nuestras vidas actuales como la noción tan arraigada entre los clérigos de que la Tierra sólo tiene 6.000 años.
Los demás pueblos del mundo no son intentos fallidos de ser modernos, ni mucho menos intentos fallidos de ser nosotros. Cada cultura es una respuesta única a una pregunta fundamental: ¿Qué significa ser humano y estar vivo? A esa pregunta, la humanidad responde en 7.000 lenguas diferentes, voces que colectivamente conforman nuestro repertorio para hacer frente a todos los retos que enfrentaremos como especie. Cada cultura tiene realmente algo que decir; cada una merece ser escuchada, del mismo modo que ninguna tiene el monopolio de la ruta hacia lo divino.
La crisis de la biodiversidad, junto con el cambio climático, amenaza a toda la humanidad, pero ninguna de las dos fue causada por la humanidad en su conjunto. Por el contrario, surgieron como consecuencia de una determinada visión del mundo, relativamente nueva en la experiencia humana y no compartida por la mayoría de las culturas del mundo.
Comprender esta dinámica es esencial; es la llave que abre nuevos ámbitos de posibilidades, generando la promesa, en palabras del Padre Thomas Berry, de un nuevo “sueño de la Tierra”.
Como toda cultura, también nosotros somos producto de nuestra historia. Durante el Renacimiento y la Ilustración, la tradición europea luchó por liberar la mente de la tiranía de la fe absoluta. Al hacerlo, abandonamos el mito, la magia, el misticismo y, quizá lo más importante, la metáfora. El universo, declaró René Descartes en el siglo XVII, estaba compuesto sólo de “mente y mecanismo”. Con una sola frase, todas las criaturas sensibles, aparte de los seres humanos, quedaron desvitalizadas, al igual que la propia Tierra.
La ciencia, como escribió Saul Bellow, “hizo limpieza de creencias”. La idea de que la Tierra pudiera estar viva, de que el vuelo de un halcón pudiera tener un significado, se desechó por ridícula.
Esta innovación intelectual nos proporcionó grandes dones, el método científico, la brillantez de la medicina alopática entre muchas maravillas... Pero la reducción del mundo a un mecanismo, en el que la naturaleza no es más que un obstáculo a superar, un recurso a explotar, ha determinado en buena medida la forma en que nuestra tradición cultural ha interactuado con un planeta vivo.
Me educaron en la creencia de que las selvas tropicales costeras de Columbia Británica existían para ser taladas. Esta era la esencia de la ideología de la silvicultura científica que estudié en la escuela y practiqué en el bosque como leñador. Esta perspectiva era profundamente diferente a la de un joven kwakwaka’wakw de edad similar que tradicionalmente era enviado durante su iniciación hamatsa a esos mismos bosques para enfrentarse a Huxwhukw y al Pico Torcido del Cielo, espíritus caníbales que vivían en el extremo norte del mundo, afirmando así el orden moral del mundo.
No se trata de sugerir qué perspectiva es correcta o incorrecta. En última instancia, lo que importa es la potencia de una creencia, la forma en que una convicción se manifiesta en la vida cotidiana de un pueblo, ya que en un sentido muy real esto determina la huella ecológica de una cultura. El impacto que cualquier sociedad tiene en su entorno.
Un niño educado en la creencia de que una montaña es la morada de una deidad protectora será un ser humano profundamente distinto de otro educado en la creencia de que una montaña es una masa inerte de roca lista para ser explotada. La medida completa de una cultura abarca tanto las acciones de un pueblo como la calidad de sus aspiraciones, la naturaleza de las metáforas que lo impulsan hacia adelante.
Aquí radica quizá la esencia de la relación entre muchos pueblos indígenas y el mundo natural. Las montañas, los ríos y los bosques no se perciben como algo inanimado, como mero atrezzo en un escenario en el que se desarrolla el drama humano. Para estas sociedades, la tierra está viva, es una fuerza dinámica que la imaginación humana debe abrazar y transformar.
La reciprocidad, no la extracción, es la norma; al igual que la Tierra cede su generosidad a las personas, los seres humanos deben prometer su fidelidad a la Tierra. El registro etnográfico confirma que esto no es retórica ilusoria; es la forma real en que las culturas indígenas han vivido durante toda su historia.
La percepción cultural más profunda de los barasana y los makuna, cuyas vidas se desarrollan en los bosques de la Amazonia colombiana, es la comprensión de que las plantas y los animales no son sino personas en otra dimensión de la realidad. La mitología da sentido a la tierra y a la vida. El ritual refuerza las normas que rigen el comportamiento social, codificando expectativas y conductas esenciales para la supervivencia en la selva. No hay separación entre naturaleza y cultura. Sin el bosque y los ríos, los humanos perecerían. Pero sin las personas, el mundo natural no tendría orden ni sentido. Todo sería un caos.
Mantener el flujo de la energía generativa y fomentar la reciprocidad entre todas las formas de vida es el deber del chamán, que no es ni sacerdote ni médico. Es un diplomático en constante diálogo con el reino de los espíritus, con todas las responsabilidades de un ingeniero nuclear que debe, si es necesario, entrar en el corazón del reactor y reprogramar el mundo.
El chamán se mueve con soltura por dimensiones místicas invisibles para los ojos ordinarios, pero familiares para los barasana y los makuna, que dicen ver con la mente. En ceremonias rituales que abarcan a toda la comunidad, los hombres se reúnen para ingerir yagé, una poderosa poción que sirve de portal a lo divino. Cuando se ponen las ropas rituales, la corona amarilla del pensamiento puro, los penachos blancos de la lluvia, se convierten literalmente en los antepasados, reviven sus viajes míticos, se posan en todos los lugares sagrados, trascienden todas las formas, se convierten como en un único pulso de energía pura que fluye por toda la creación.
Las sanciones chamánicas y la cosmología informan de lo que es esencialmente un plan de gestión de la tierra inspirado en el mito, con consecuencias muy reales tanto en términos de la forma en que vive la gente como del efecto que tiene en su entorno.
Hasta hoy, los kogui, wiwa y arhuacos -que viven en las montañas de la Sierra Nevada de Santa Marta, que se elevan sobre la costa caribeña de Colombia- siguen fieles a sus leyes ancestrales: los dictados morales, ecológicos y divinos de la Gran Madre, la Madre Creadora. En su esquema cósmico, las personas son vitales, pues sólo a través del corazón y la imaginación humanas puede manifestarse la Madre Creadora. Para los habitantes de Sierra Nevada, los humanos no son el problema, sino la solución. Se llaman a sí mismos los Hermanos Mayores. A nosotros, que amenazamos la Tierra por nuestra ignorancia de la ley sagrada, nos despiden como los hermanos menores. Creen y reconocen explícitamente que son los guardianes del mundo, que sus oraciones y rituales mantienen literalmente el equilibrio cósmico y ecológico del planeta. Durante generaciones, han observado cómo los forasteros han violado a la Madre Creadora, talando los bosques que son la piel y el tejido de su cuerpo y envenenando los ríos de Colombia, las verdaderas venas y arterias de su vida.
Los Arhuacos no hacen distinción entre el agua que se encuentra dentro del cuerpo humano y la que existe fuera de él. Ven una relación directa entre la orina, la sangre, la saliva, las lágrimas y el agua de un río, lago, humedal o laguna. Y en esto, sin duda, tienen razón. Los humanos nacemos del agua, un capullo de confort en el vientre materno. Cuando somos bebés, nuestro cuerpo es casi exclusivamente líquido. Incluso de adultos, sólo un tercio de nuestro ser tiene solidez. Si comprimiéramos nuestros huesos, ligamentos, músculos y tendones, y extrajéramos las plaquetas y células de nuestra sangre, el resto de nosotros -casi dos tercios de nuestro peso-, limpio y enjuagado, fluiría tan fácilmente como un río hacia el mar.
Imbuir al agua de un sentido de lo sagrado no es contrario a la ciencia sino, más bien, un reconocimiento de la complejidad y la maravilla de los sistemas ecológicos y biológicos que la ciencia por sí sola ha iluminado.
No se trata de sugerir un retorno a un pasado no industrial, ni de pedir a ninguna cultura que renuncie a su derecho a beneficiarse del genio de la tecnología. Se trata más bien de inspirarse y consolarse en el hecho de que el camino que hemos tomado no es el único disponible, que nuestro destino, por lo tanto, no está escrito de forma indeleble en un conjunto de opciones que han demostrado científicamente no ser sabias. Por su propia existencia, las diversas culturas del mundo dan testimonio de la insensatez de quienes afirman que no podemos cambiar —como todos sabemos que debemos hacer— la forma fundamental en que habitamos este planeta.
Un anciano Penan de los bosques de Borneo me preguntó una vez si era cierto que mi pueblo había ido a la Luna para regresar con rocas y polvo. Sólo rocas, confirmé: 842 libras en total. ¿Por qué se molestaron en ir?, me preguntó. Mi amigo, un cazador nómada que encendía fuego con pedernal, tenía razón.
Gastamos miles de millones de dólares enviando sondas al espacio para buscar agua en Marte o hielo en las lunas de Júpiter, mientras que en la Tierra gastamos aún más en planes industriales que ponen en peligro nuestros ríos y lagos, las fuentes de agua dulce, tan escasas en el sistema solar, y que nos permiten vivir. Si una misión espacial encontrara el más mínimo indicio de vida en algún planeta lejano, la noticia conmocionaría al mundo. Imagínense descubrir un planeta azul repleto de millones de especies. Y, sin embargo, eso es lo que ya tenemos, justo donde vivimos: un Edén que nunca podrá reproducirse en ningún otro lugar del Universo.
En una de nuestras muchas aventuras juntos, Tom Lovejoy, que acuñó el término biodiversidad en 1980, bromeó diciendo que cualquiera que piense que la economía triunfa sobre la ecología debería intentar contar su dinero con una bolsa de plástico atada a la cabeza. Me reí, sólo para recordarle un extraño intercambio cultural del que yo había sido una pequeña parte entre Qatar y Colombia. La Fundación Gaia Amazonas, dirigida por mi viejo amigo Martín von Hildebrand, había organizado la visita de tres príncipes qataríes a la Amazonia, mientras tres chamanes barasana y makuna iban a Qatar.
Yo estaba allí cuando los chamanes llegaron a Doha, totalmente desconcertados. Aquella tarde, mientras salíamos de excursión por el desierto con nuestros anfitriones, sus ojos escrutaban el horizonte en busca de cualquier señal de vida. Sus rostros se entristecían de incredulidad. Ni bosques, ni ríos, ni un pájaro salvaje. Cuando regresaron a Bogotá, se reunieron con Martín, que naturalmente les preguntó por su estancia en el extranjero. “Fue terrible”, respondió uno de ellos. “Más terrible que terrible. Esa gente de allí es tan pobre. Lo único que tienen es dinero”.

Este es el discurso completo y en español que el antropólogo canadiense Wade Davis ofreció durante el anuncio de la lista de los ‘Líderes por la biodiversidad’, una iniciativa de América Futura y CAF-banco de desarrollo de América Latina y el Caribe durante la COP16 que se celebra en Cali (Colombia).
Fuente: La comunidad de arhuacos celebran en Nabusimake, el centro espiritual donde dicen que nació el sol, ubicada en lo alto de las montañas de Sierra Nevada, Colombia. En enero de 2015 KAVEH KAZEMI (GETTY IMAGES)

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