Otro regalo para Monsanto








Ecoperiódico



El gobierno chileno acaba de adoptar el convenio UPOV 91 que fortalece y extiende el control y los privilegios de los poseedores de patentes biogenéticas.
La UPOV, Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales, es una asociación de empresas centradas en el ámbito de la investigación biogenética cuyo principal impulsor y cabeza visible es la empresa Monsanto.
La decisión de adoptar este convenio ha sido acogida con masivas protestas callejeras que han sacado a miles de personas a la calle. El motivo: la percepción de que la norma aprobada por el gobierno de Piñera constituye la última de una serie de agresiones contra los agricultores, la privatización última de las semillas y el maltrato al pequeño y mediano agricultor frente a los latifundistas y las empresas que recurren a la propiedad intelectual para reprimir la competencia.
Junto a las manifestaciones masivas, un grupo de senadores de la oposición planea llevar al Tribunal Constitucional la medida adoptada por el gobierno, lo cual anticipa un proceso quizá bastante larga en las cortes chilenas
Las protestas no tienen pues el carácter de recelo contra los transgénicos que uno está acostumbrado a ver en ciertos sectores de la población europea, sino en algo mucho más básico y fundamental: la libertad para trabajar la tierra y cultivar semillas, el hecho de que una mínima manipulación genética hecha sobre la inabarcable (desde el punto de vista del diseño ab initio) del genoma de una planta la que sea no puede darle derecho a nadie a poseer el derecho exclusivo.
En el fondo, el debate de los últimos años en numerosos ámbitos y en todas partes es siempre el mismo: ¿hasta qué punto la propiedad intelectual es útil? ¿No es hace años más una lacra y una rémora del pasado que algo que ayude a mejorar las vidas incentivando la innovación? En el caso de las patentes genéticas, sabemos que las patentes reducen hasta un 30% el conocimiento generado
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La salud en el plato (y el abuelo Santos)

Gustavo Duch
El Correo Vasco



Supongo que cualquier persona tiene uno o más ejemplos. El mío era el abuelo Santos y los años que vivió, que fueron muchos y saludables. Estaba claro el porqué. Santos nació y vivió siempre en un pequeño pueblo segoviano rodeado de naturaleza en estado puro. Sus labores, de hortelano y ganadero, las llevó a cabo sin productos químicos. Y su alimentación, basada en sopas, legumbres, verduras y poca carne, fue casi toda producida por la misma familia o vecinos de los aledaños. La vejez le trajo, como es normal, los consabidos achaques, con los que nos demostró de nuevo su mucha fortaleza acumulada en cada bocanada inspirada durante los ochenta y tantos años anteriores. Aunque, cuando su vida ya tocaba a su fin, los traslados a la capital para alguna hospitalización, prueba o revisión eran verdaderamente un engorro.
¿Podemos decir actualmente lo mismo? Es decir ¿tenemos referencias de que la salud de las personas vaya mejorando con esta civilización globalizada? Creo que podemos afirmar que no, que obviamente han mejorado muchos los sistemas sanitarios, la medicina en general y que gracias a ella se sobreviven algunos años…pero la salud de las personas – como el Planeta que nos acoge- parece cada vez más mermada.
Mucho tiene que ver en todo esto nuestro sistema alimentario global, que con un enfoque exclusivamente mercantilista produce básicamente alimentos baratos de tres tipos: los de baja calidad (las verduras y frutas de invernadero, por ejemplo), los de dudosa calidad (los productos con elementos transgénicos, por ejemplo) y, a veces, los claramente dañinos (alimentos contaminados con dioxinas, por ejemplo). Y aunque parezca que tenemos mucho donde escoger, la globalización alimentaria, más que diversificación nos ha llevado a una homogeneización de las dietas (ricas en azúcares y grasas) que es en sí misma un atentado contra la salud y la cultura culinaria de la población.
Capear con alimentos de tantos orígenes ha requerido incrementar las medidas de seguridad alimentaria pero ni con ellas nos escapamos de crisis como las vacas locas, la gripe A o las mencionadas dioxinas. Porque no es una cuestión de más vigilancia, es cuestión de recuperar un modelo de producción que nos encauce hacia una dieta equilibrada y sensata. De hecho, el diseño tan férreo de las normativas sanitarias para los alimentos, suele beneficiar a las grandes corporaciones y transformadoras de alimentos, arrinconando prácticas sencillas del campesinado, que favorecerían el consumo de proximidad y confianza.
Pero además se aprecia otra realidad. Si de alguna forma la salud, la fortaleza, en nuestra conciencia colectiva se la atribuye a la gente del campo -gente saludable, decimos, pensando en abuelos como Santos-, esta situación, también como consecuencia del modelo de producción impuesto, ha cambiado. Las y los agricultores, los trabajadores y trabajadoras del campo son uno de los colectivos con más riesgos de caer enfermos, no sólo por accidentes laborales de esfuerzo, de empleo de maquinaria o trabajos manuales, sino por el uso (y abuso) poco controlado de productos químicos de los que, de nuevo, sólo se enriquece la agroindustria. Las estadísticas son alarmantes.
Y si en pocos años mucho han cambiado las cosas para las gentes del campo, algunas lamentablemente, se mantienen intactas, como es la discriminación que existe en el acceso a los servicios públicos sanitarios. Muchos pueblos del Estado carecen de algunos servicios básicos (ecografías, radiografías, servicio de ginecología, ambulancias…) y casi siempre todo está demasiado lejos y demasiado centralizado, como sufrió el abuelo Santos. Las tendencias neoliberales y la actual crisis económica sólo hacen que acentuar el problema pues las medidas que se aplican tendentes a la privatización de los servicios sanitarios (como el copago), harán más grande la brecha entre unos ciudadanos y otros. Entre la gente del medio rural y del medio urbano; entre las personas mayores y los más jóvenes; entre los más pobres y los más ricos, y desde luego entre mujeres y hombres.
La agricultura industrial no sólo provoca la desaparición de muchas fincas y unidades agrarias, pobreza en el medio rural, competencia en los países del Sur, desastres medioambientales, etc., sino que también es la responsable de muchas muertes en el campo y en la mesa. Por eso desde los movimientos campesinos se defiende recuperar el control de la agricultura y la alimentación, es decir, recuperar nuestra soberanía alimentaria con una agricultura campesina a pequeña escala como la única vía posible para alimentar al mundo de forma justa, sana y sostenible.

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