Sonidos del Antropoceno

En la experiencia de tiempo y espacio se está desarrollando una gran transformación actualmente. Proliferan y emergen nuevos ruidos y sonidos que estremecen o quizás paralizan. En este escrito me gustaría reflexionar brevemente sobre algunos de los sonidos de esta época que se ha venido en llamar Antropoceno.

Por Juan Pablo Restrepo  

Onitsura, poeta japonés, escribía:
Abre el oído,
somételo al silencio
de las flores.

En el mismo registro poético Ranko nos trasmite su experiencia:
Solo se escucha
caer camelias blancas.
Noche de luna

Lo que impacta en estos dos haikus es el nivel de percepción que, aunque simple (¿qué puede haber de raro en percibir una camelia cayendo?), exigen una extremada refinación perceptiva. ¡Hay que aguzar el oído para oír la caída de la camelia y se requiere estar bastante despabilado para poder entender de qué se trata el silencio de las flores! Por otro lado, la experiencia de estos poetas del haiku viene de un tiempo y espacio que hoy puede parecer extraña. Nos habla quizás de una experiencia frente a la cual, hoy en día como habitantes de las modernas metrópolis, quedamos perplejos. ¿Pues en qué lugar hallaremos la camelia que cae y el silencio de las flores? ¿Y qué tiempo tendremos para sintonizar nuestro estar al que nos proponen los haiku?


Antropoceno
Antropoceno es una categoría que fue propuesta por el Premio Nobel de Química Paul Crutzen alrededor del año 2000 para caracterizar, a nivel geológico, el advenimiento de una nueva época.  A grandes rasgos lo que propone este concepto es la influencia de los procesos humanos en la composición y funcionamiento del Sistema Tierra. Algo que parece obvio no lo es tanto si tenemos en cuenta que desde la época conocida como Holoceno, la cual marca el fin de las glaciaciones hace 11000 años, el ser humano vivió en un entorno relativamente estable en el cual ejerció  una influencia bastante moderada.
Si bien lo humano siempre ha interactuado con el entorno, lo que pareciera ser una rasgo distintivo de esta época es su influencia en la composición y el funcionamiento de la tierra como sistema. Esto quiere decir, haciendo un paralelo, que lo humano adquiere una fuerza tan determinante como aquella de las placas tectónicas. Podemos ver la influencia de la agencia humana en la composición de la atmósfera, en la creciente acidificación de los océanos y en la expansiva desertificación o extensión del monocultivo en las tierras que antes eran bosques o selvas. Desde 1945, con el desarrollo de las primeras bombas atómicas, la humanidad entra en un período que algunos científicos conocen como La Gran Aceleración.
En este sentido, la dualidad entre una naturaleza inmutable y ajena al mundo del humano, el resguardo salvaje de aquello que no ha sido tocado comienza a desaparecer para dar paso a una amalgama donde aún las rocas tienen vestigios  de plástico y los océanos ven surgir nuevas islas de este material. 

Cuando el Cielo Cae
Este es el primer sonido que me gustaría contemplar: aquel de la naturaleza que cambia, de una naturaleza que se vuelve demasiado humana para ser reconocida como ese espacio inmutable y eterno que supieron cantar los poetas románticos. Y en una naturaleza que se hace tan humana comenzamos a encontrar solo reflejos y ecos de nuestra influencia sobre la Tierra. 
Uno de los signos del Antropoceno es el eco del ruido humano que se expande por todo el planeta y aún desea llegar más allá. Así lo afirma el líder y chamán yanomami David Kopenawa: “Los blancos nos tratan como ignorantes solo porque somos gente diferente de ellos. Pero su pensamiento es corto y oscuro; no logra ir más allá y elevarse, porque quieren ignorar la muerte… los blancos no sueñas lejos como nosotros. Ellos duermen mucho, pero solo sueñan consigo mismos.”  Soñamos solo con nuestras propias miserias.  ¿Cómo sueña la anulación de la relación con el mundo y que música se desprende de un quedarse tan solos? ¿Y qué sonido produce la caída del cielo, aquella que acaecerá pronto según lo profetiza Kopenawa?
Sin duda el Antropoceno suena también a muerte, o mejor será quizás decir agonía. Pero este sonido viene de tantos lugares que nos es imposible escuchar. O quizás lo que resulta difícil es  prestar atención a tanto dolor.  Porque Antropoceno también es sinónimo de final. Con el advenimiento de este suceso nos acercamos a lo que algunos científicos comprenden como las sexta extinción masiva. Hay que aclarar que esto no implica el colapso y muerte de toda forma de vida. Así mismo cabe recordar que la extinción de la mayoría de linajes de formas de vida que han pasado por esta tierra es un hecho innegable.  Pero el ritmo con el cual este proceso se está llevando a cabo desde hace unos pocos años es algo inusitado en la historia de la Tierra. Este proceso, según algunos paleontólogos y geólogos, puede compararse con el que sucedió en el periodo cámbrico, hace 65 millones de años, cuando un asteroide choca con la Tierra y produce la extinción de los dinosaurios.
La fuerza que lleva a cabo actualmente este proceso no es un asteroide sino, como lo venimos insistiendo, la agencia humana. Pero volvamos a nuestra meditación: ¿cómo suena y qué se puede escuchar de este gran ruido, de esta inmensa maquinaria que se pone en marcha constantemente para extraer combustibles fósiles, entre otras acciones relacionadas con el Antropoceno? Sin duda están las perforadoras petroleras, pero más allá de ellas están los millones de seres afectados en sus entramados de relaciones. Por ejemplo, están los últimos graznidos de los albatros muertos por desnutrición, con sus panzas llenas de plástico. 

Los Ultimos Graznidos
En un hermoso libro llamado Flight Ways el australiano Thomas Van Dooren hace una reflexión sobre lo que implica, en un nivel profundo, la extinción de seis especies de pájaros. Comenzando por el Dodo, el cual era habitante de la isla de Mauritania y de quien es guardado el primer registro de especie extinta debido a causas humanas. El dodo era un ave no voladora y, según los registros de los mercaderes europeos que utilizaban la isla para abastecerse en sus recorridos, “estúpidas y torpes” ya que no desconfiaban de los humanos quienes las golpeaban con mazos para comerlas. El Dodo tiene el título de ser la primera especie registrada en ser extinguida por influencia humana.
El foco de Van Dooren es llamar la atención sobre la extinción de formas de vida, más allá que de especies. Nos invita a prestar atención a los entramados que finalizan, mas allá del efecto puntual del fin de una especie. Así pues, los lamentos del fin de una especie son ampliados para mostrar la extinción de toda una forma de vida, una forma de volar, la cual genera agenciamientos y entramados complejos. 
La pregunta que lanza el autor es: “¿Qué se pierde  cuando una especie, un linaje evolutivo, se va del mundo?” La extinción debe comprenderse más bien entonces como un filo opaco: “un desenvolvimiento lento de maneras de vivir  entramadas que comienza mucho antes de la muerte del último individuo y continúa afectando bastante después.”
Los Albatros son aves que recorren grandes distancias. Necesitan ingerir grandes cantidades de comida para poder sostener sus largos vuelos. En el mar confunden el plástico por peces. Además toman del agua químicos como DDT y PCB, organoclorinos que impactan en su fecundidad. Algo que esteriliza sus cuerpos e impacta profundamente en su reproducción.
Así, los desechos de las sociedades humanas circulan en la atmósfera para llegar a los cuerpos de los albatros. 
Podemos pensar en que parte de los sonidos que se producen en el Antropoceno son precisamente aquellos de los seres que dejan de existir. El ejemplo de los albatros es tan solo uno de ellos. Porque esta es precisamente una época de ecos, no solo como antes lo dijimos, del ruido producido por lo humano. Está así mismo el eco de tantas especies que ya no aúllan, gruñen o celebran. Se han convertido precisamente en un silencioso eco. Un proceso en el cual millones de seres van siendo exterminados debido al nuevo régimen climático y ambiental impuesto por los humanos.
Me gustaría terminar con un segundo ejemplo propuesto por Van Dooren. Es el de la especie Gypsis Indicus, los cuervos de la India. En un epígrafe a su última novela El Ministerio de la Felicidad Suprema, la novelista y ensayista india Arundhati Roy escribe:
“Los buitres murieron envenenados con diclofenaco. El diclofenaco es un relajante muscular, una especie de aspirina para las vacas, que se les administra para reducir sus dolencias e incrementar las producción de leche, pero actuó sobre los buitres como un gas nervioso. Las vacas y las búfalas que producían bastante leche y que murieron químicamente relajadas se convirtieron en carroña envenenada para los buitres. A medida que las vacas se volvían mejores máquinas de producción y que la ciudad consumía más helados, caramelos de azúcar y mantequilla, barritas Nutty Bar y chips de chocolate, y a medida que se bebían más batidos de mango, los buitres empezaron a doblar el pescuezo como si estuviesen cansados y les costara mantenerse despiertos. Del pico les caían hilillos de baba plateada. Uno a uno fueron desplomándose, muertos, de las ramas de los árboles. No fueron muchos los que notaron la desaparición de esas antiguas y amigables aves. Había tantísimas cosas con las que ilusionarse.”


Es en verdad una sentencia fuerte que raya en lo cruel la que traza Roy. Me pregunto cuantas personas habrán oído caer los cuervos de los árboles, oír sus últimos graznidos, sus últimos lamentos. 
Porque, como dice Roy, siempre hay tantas cosas con las cuales ilusionarse, que simplemente no escuchamos los signos del advenimiento destructivo de esta nueva época. 
Pero retomando a Van Dooren, lo que se pierde con la extinción de los cuervos no es solo una especie, es precisamente un entramado de vida del cual los humanos también hacen parte.
El autor australiano muestra que los carroñeros eran los encargados de limpiar los cementerios de las aldeas pobres además de los cuerpos descompuestos de las vacas y otros seres muertos.  
Transformaban, en cierta medida, la muerte y lo putrefacto en vida. Eran los ingenieros sanitarios en una relación mancomunada de humanos-no humanos, vida y muerte. Con su desaparición los cadáveres comienzan a apilarse y descomponerse y surge una proliferación de perros salvajes y feroces quienes a su vez transmiten rabia a las personas de las aldeas más pobres. La destrucción entonces no se limita a una especie particular. La extinción tiene una repercusión en toda una manera de vivir mancomunada entre humanos y no humanos que afecta a muchos seres como en ondas expansivas.  Los sonidos de los cuervos, que no se volverán a escuchar, sus ausencias, repercuten en un entramado de vivos y muertos, de humanos y no humanos.
*
Creo que el anterior es un buen ejemplo de lo que esta nueva época exige de nosotros. Como dice Isabelle Stengers, la irrupción de este nuevo acontecimiento (al que ella llama Gaia) exige el arte de prestar atención. Como en el caso de los poetas del haiku que trajimos al inicio de texto, hay que aguzar el oído para escuchar el silencio de las flores o el sonido de las camelias al caer, pero también atender a los quejidos y lamentos imperceptibles de tantos seres quienes van desapareciendo. Porque al no prestar atención a estos signos y sonidos todo se pierde y no existirá ni manera ni posibilidad de enmendar el camino. Solo en este previo dejarnos afectar encuentro los pasos hacia una adecuada relación con la catástrofe de la cual somos parte.

Cada persona tendrá un sonido en particular qué contar y articular sobre el advenimiento del Antropoceno. En la medida en que esas historias se cuenten, y en que se articulen los sonidos  dolorosos y destructivos de esta nueva época, podremos al menos lamentar debidamente la catástrofe ecológica que vivimos.

 
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