“El virus de la esperanza”

“El virus de la esperanza” es un texto de: Alfonso Manzanares, y es uno de los tres relatos ganadores del I Certamen de relatos ecotópicos de Ecologistas en Acción.

Mi abuela Amal sobrevivió a la Nakba de Gaza del 23. Tenía sólo ocho años cuando, después de arrasar toda la franja y masacrar decenas de miles de vidas palestinas, Israel permitió que los supervivientes fueran recibidos como refugiados por distintos países del mundo. Amal depositó la mirada y su corazón desolado en los restos pulverizados de su tierra natal donde yacían sepultados sus padres y hermanos mientras la subían a la ambulancia de la Medialuna Roja y recordó las últimas palabras de su madre: “Amal es Esperanza y es Pureza. No dejes, corazón mío, que toda esta barbarie apague la Luz que llevas dentro de ti. Nunca pierdas la fe en un mundo en paz.”
El destino hizo que su país de acogida fuera España. Granada, su ciudad de adopción. La juventud de Santiago y Amelia estaba agotándose junto con la ilusión de ser padres cuando tuvieron la oportunidad de participar en el proyecto de casas de acogida para refugiados repartidas por toda la península. Amelia, mujer de una sensibilidad luminosa, percibió como una señal que su nombre y el de Amal fueran tan similares e hizo todo lo que estuvo en su mano para que la niña quedara bajo su cuidado. Y Amal, a medida que fueron sanando las heridas de su alma, encontró en ellos un tierno y seguro refugio para tejer los mimbres de su nueva vida.
En Granada Amal encontró una cultura similar a la de su infancia, las redes de amigos, la alegría de la música compartida y, sobre todo, la fascinación por los diseños geométricos que encontraba como flores silvestres brotando por los rincones explorados con deleite de la ciudad antigua. Le recordaban los patrones con los que adornaban las mujeres palestinas sus telas y vestidos, y fascinaban su mirada infantil. Desde muy chica intuía que bajo esos laberintos de colores vivos había un lenguaje, mensajes que sólo ella sabría descifrar un día. Y con la ayuda de Santiago, profesor de matemáticas, empezó a encontrarle un sentido a su premonición de infante. Así, a los 18 años, ya era una alumna avanzada de ingeniería informática de la Universidad de Granada, una de las mejores de España.
Para ese año, los desórdenes climáticos avisados por los científicos décadas atrás ya eran una realidad innegable. Muchas ciudades costeras del mundo habían sido reclamadas lenta pero inexorablemente por mares y océanos. Los eventos climáticos catastróficos estaban a la orden del día. Cosechas perdidas. Familias y empresas arruinadas por la falta de atención de los gobiernos que se habían ido tornando cada vez más autoritarios e inhumanos, continuando con su ceguera de proteger a ricos y poderosos, y retraer más y más derechos a la población sin querer reconocer el abismo que nos iba a tragar a todos.
Fue entonces cuando Amal conoció a Esteban, el que iba a ser mi abuelo. De escapada a la costa con unas compañeras de facultad recalaron en el valle de Lecrín, un pequeño oasis climático que estaba sobreviviendo a la desertificación. A finales del invierno los campos de almendros en flor regalaban a los ojos la promesa de una primavera de abundancia de vida. En el bar del pueblo donde pararon encontraron un bullicioso y alegre grupo que las invitó a unirse a la jarana. Celebraban su definitivo éxito sobre la multinacional que había intentado apropiarse del agua del valle para comercializarla. El Supremo, al fin, había ratificado la lucha de años de las comunidades del valle.
Esteban procedía de una familia antigua de agricultores y ganaderos de la Alpujarra granaína y su amor por el campo y la vida le habían llevado a participar en proyectos colectivos de agricultura regenerativa.
“Lecrín, en árabe, es el valle de la alegría. Por eso nos llamamos El Renacer de la Alegría”, le compartía Esteban a Amal. “A raíz de la lucha con esos cabrones, hemos formado una comunidad abierta a todo el que quiera aportar algo. Estamos desarrollando turbinas eólicas para generar nuestra propia energía, ¡ya verás cómo sopla el viento aquí en el valle!”, decía riéndose. Y Amal iba bañándose en su amplia sonrisa notando cómo en su interior algo se abría, algo nuevo, como un manantial olvidado resurgiendo tras las primeras lluvias. Y lo que ocurrió aquella noche bajo las estrellas lo voy a dejar al buen recaudo de mis abuelos.
Amal prosiguió sus estudios en la universidad, una alumna brillante, y volvió muchas veces al Renacer, allí conoció todo tipo de gente que, de distintos países, se acercaban a compartir todo tipo de luchas y empresas alternativas por la autosuficiencia energética y alimentaria. Así fue como comenzó su discreta relación con el hacktivismo global. A los pocos años ya tenía una doble vida. Por un lado, era una estudiante ejemplar de todo matrículas que pasaba su tiempo libre en el Renacer descubriendo la vida secreta de las plantas y la naturaleza, ese orden implicado que subyace como una red geométrica de infinitas conexiones y posibilidades y cuyo denominador común es la generosa abundancia de la existencia misma. Y por otro, una activista secreta capaz de entrar como un ratoncillo inadvertido en los recovecos digitales de grandes empresas y organismos oficiales y no tan oficiales. Su avatar hacker, Xkalpel, ya tenía una aureola mítica que resonaba por toda la internet profunda.
Y el mundo había seguido su infame derrotero hacia la autodestrucción. Los gobiernos títeres de la madeja de poderes económicos habían optado por la guerra como “solución” al cada vez más destructivo cambio climático. Los conflictos en el África subsahariana por los minerales raros se habían multiplicado y con ello el éxodo masivo y letal de gran parte de su población. Las guerras de baja intensidad salpicaban los territorios aledaños a Rusia. Estados Unidos, al borde de una nueva guerra civil entre integristas supremacistas y neodemócratas. En el año 42 Israel, que ya había afianzado su control sobre todo el territorio de ocupación original, dio un paso más hacia el Gran Israel atacando Libia, Siria y Jordania al unísono, confiado en su inmenso poderío militar y la ayuda, cada vez más parca por su situación interior, de Estados Unidos. Y ahí se creó la primera oportunidad para el nuevo mundo. La Gran Guerra de Oriente Medio se saldó sorpresivamente con la derrota de Israel y la bancarrota de las empresas de la muerte norteamericanas que no pudieron llevar a cabo sus inversiones extractivistas en planes de reconstrucción.
Coincidiendo con el final de esta brutal contienda en el 45, como un presagio de cambio, mi madre llegó al mundo. Mis abuelos le pusieron de nombre Estrella, inspirados por la vieja canción de Lole y Manuel que acompañaba sus noches de descanso del mundo y sus fatigas en el Renacer: “mi novia se llama Estrella y tiene un firmamento solito pa ella”. Para entonces, mi admirada abuela ya trabajaba para una gran empresa internacional de gestión de datos. Su acreditada valía profesional la había llevado a edad tan temprana, 30 años, a un alto nivel de acceso de seguridad. Nadie en su entorno sabía que ella era Xkalpel, el hacker responsable de crear caos en la financiación y el transporte marítimo de material militar en la guerra final de Israel, fundamental para inclinar la balanza.
El Renacer, como muchos otros grupos agroecológicos y ambientalistas de Europa y el resto del mundo dejados de la mano del stablishment, había adquirido ya un nivel de autosuficiencia importante. Producían su propio alimento y energía, y seguían una política de compartir en red conocimientos, cuidados y materias primas esenciales acordes con la filosofía del decrecimiento: la abundancia nace del compartir y colaborar, y no del enajenar y acaparar del sistema neoliberal capitalista que agonizaba ya, aún con un inmenso poder.
La gente que participaba de estos círculos virtuosos había ganado en un sentimiento de respeto profundo por la Vida y la Naturaleza. La infancia de Estrella discurría feliz entre naranjos, olivos y avellanos. Toda la tropa de niños de la comunidad era libre de explorar y preguntar aquello que les despertara su entusiasmo. Nuevas plantas resistentes a los largos y extremadamente cálidos veranos se repartían los campos con flores, especies medicinales y cultivos para biomasa y forraje para los animales. En un par de décadas habían conseguido crear un entorno que se sostenía a sí mismo, y lo que no podían crear o criar por sí mismos, lo intercambiaban a través de las redes de proximidad.
Estas comunidades fueron el germen del TAR, Territorios Autosuficientes en Red, que ahora tiene tanta influencia en el orden mundial. Pero no adelantemos acontecimientos.
Por otro lado, las ciudades fueron bajando su población. Las epidemias zoonóticas, las falta de recursos de primera necesidad, la robotización y el encarecimiento de la energía mermaron su población y empujaron a mucha gente a los pueblos. Los más adinerados optaron por enclaustrarse en guetos tecnológicos de lujo protegidos de los desposeídos por pequeños ejércitos de seguridad privados. Hubo barrios enteros de ciudades como Madrid que levantaron muros con accesos controlados militarmente para la entrada y salida del personal de servicio que malvivía extramuros en caravanas, chabolas o en los viejos vehículos a gasolina, ya inútiles. En otros lugares fortificaron territorios naturales para acaparar el agua y los recursos, y poder ofrecerlos a otros ricos a través del ya debilitado sistema financiero y de transporte global. Aun así, ese mundo seguía su fiesta de decadencia, engreídos de su poder económico, ciegos a cualquier otra forma de vivir. Y el desequilibrio climático continuaba alimentado por las energías fósiles de baja calidad cada vez más caras y acaparadas. Para 2060 el colapso global total parecía cada vez más y más cercano.
Fue entonces cuando la red global de ciberactivistas en la que participaba secretamente Amal decidió dar un golpe definitivo al sistema. En una acción coordinada entraron en las bases de datos de los bancos donde el sistema financiero guardaba sus activos contables, paraísos fiscales, fondos de inversión, bolsas nacionales y entidades bancarias secretas sostenidas por los bancos centrales, y las infectaron con un virus creado por Xkalpel y su grupo capaz de borrar todos los datos que guardaban. Fenix, lo llamaron. En las pantallas de los ordenadores de todo el mundo lo único que aparecía era la animación de un pájaro surgiendo de un mundo en llamas. De la noche a la mañana llegó el caos financiero. Y con él, el hudimiento de los privilegios de los poderosos.
Pero mi abuela Amal y su grupo no sólo habían estado diseñando la destrucción del sistema. También habían creado un sistema informático de gestión global de recursos, CORE (Colective Resources), que como un caballo de Troya había hecho un inventario universal de recursos en la Tierra y controlaba su utilización. El icono de CORE, un corazón verde con un ojo abierto en su interior emitiendo rayos a todo a su alrededor, aparecía si algo no se ajustaba a sus limitaciones.
A través de su empresa de tecnología informática, mi abuela tuvo la valentía de dar la cara y hacer una intervención en la ONU. Sus grandes y dulces ojos oscuros miraban a los asistentes desde la enorme pantalla: “Señoras y señores representantes de las naciones del mundo. Estoy aquí ante ustedes para ofrecerles una gran oportunidad. La oportunidad de volver a ser humanos. Como han podido constatar, el sistema financiero global ya no existe, se fue para no volver. Y el resto de sistemas están bajo las limitaciones que impone CORE. Si aquellos a los que ustedes representan quieren y tienen la valentía de participar en la construcción de un mundo más equitativo y terminar con el caos ambiental, son bienvenidos a hacerlo. Pueden continuar con su actividad normal, pero el algoritmo de CORE está basado en principios de disponibilidad, cercanía, suficiencia, equidad y restauración de los sistemas naturales, así que cualquier propósito que no quede bajo este paraguas de protección de los Derechos Humanos y de la Naturaleza, no podrá ser llevado a cabo. Si no quieren participar de este renacer de la Humanidad son libres de hacerlo, pero les advierto que CORE es un sistema autosuficiente descentralizado imposible de desactivar porque no radica en ningún sitio sino en todos. Les recomiendo que empiecen ya mismo a colaborar con los TAR para crear sinergias de restauración de los ecosistemas, las vías de distribución de alimentos y mecanismos de mayor participación democrática. El tiempo de la avaricia, la mentira y el abuso de unos pocos ha terminado. En lo que se vaya a convertir el mundo a partir de ahora depende de todas nosotras. Les invito a emular el emblema de CORE. Abran los ojos de sus corazones y contemplen el mundo desde la empatía. Todos somos hermanos y hermanas. Que la Verdad, la Bondad y la Belleza gobiernen el mundo.”
Siguieron años de desorden y violencia. Los vuelos y el transporte marítimo de mercancías cayeron a mínimos. Las grandes empresas de extracción de petróleo, gas y carbón prácticamente cesaron su actividad. Hubo revueltas y enfrentamientos entre la población civil y los ejércitos privados. Fue un tiempo de reinos de taifas, cada cual peleando por los despojos de una civilización ya muerta. Pero al mismo tiempo, los Territorios Autosuficientes y las ciudades y bastantes gobiernos empezaron a colaborar con proyectos sostenibles y democráticos, muchos de ellos originados ya antes del Gran Cambio, y fue muy fácil implementarlos: comunidades energéticas, transformación del parque móvil de gasolina en vehículos solares, eléctricos y electromagnéticos, desarrollo científico para procesar el plástico y muchos otros que para nosotras hoy en día, en el recién estrenado siglo XXII, son habituales.
Por supuesto mi abuela fue amenazada y perseguida, y tuvo que vivir unos años en la clandestinidad. Pero cuando tienes comunidades de amigos dispuestos a darlo todo por ti repartidos por todo el mundo, es mucho más fácil superar cualquier amenaza. Yo quiero ser historiadora para que los peligros más infames de la humanidad no queden en el olvido, así que quizá algún día os relate con más detalle todas las peripecias por las que tuvo que pasar mi abuela, con el abuelo Esteban siempre a su lado, para sobrevivir.
Hoy en día es un icono que pertenece al imaginario global como muchos otros grandes seres humanos que lucharon por la Paz y la Igualdad. Y para mí es un orgullo, cada vez que entro en un sitio y me presento a otras personas, llevarme la mano al corazón y decir, simplemente, “Amal”. Y un dulce placer escuchar como un cálido eco su respuesta, el nombre de mi abuela, el mío también: “Amal”.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ecotopias/relato-ecologistas-accion-virus-esperanza

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