El valor de la naturaleza: ¿Por qué algunos dones de la naturaleza siguen siendo gratuitos?

Los esfuerzos por resolver la crisis ecológica mediante mecanismos de mercado han fracasado una y otra vez. Pero los esfuerzos contrarios por convertir la naturaleza en algo invaluable no han logrado protegerla del mercado. Son necesarios, por ello, abordajes alternativos: es mejor pensar los ecosistemas como infraestructuras antes que como mercancías e imaginar nuevas formas de socialización de la naturaleza, en beneficio de humanos y no humanos.

Alyssa Battistoni

En la economía política clásica, los agentes naturales aparecen como factores de producción, entendidos de manera convencional: las vísceras de las ovejas ayudan a producir lana; el viento impulsa las velas de los barcos mercantes; la tierra fértil ayuda al crecimiento de los cultivos. Pero cada uno de estos depende de infinidad de otros que no se mencionan. El suelo es «producido» por innumerables gusanos, hongos, ácaros y otros insectos, que descomponen los restos orgánicos y transfieren nutrientes entre las plantas. Las bacterias presentes en los intestinos de las ovejas las ayudan a digerir la hierba; las abejas polinizan las plantas que las ovejas comen; las plantas capturan la energía solar y la convierten en una forma que las ovejas pueden procesar, lo que nos lleva de nuevo al suelo. Ni siquiera el viento soplaría de la misma manera sin patrones de temperatura vinculados a la regulación climática global, conservada, a su vez, por un complejo conjunto de sistemas vivientes. Estos agentes naturales no entran directamente en la producción de materias primas, pero regeneran aquellos que sí lo hacen. Más aún, constituyen los «sistemas de soporte vital» de la Tierra: el ciclo del carbono, la purificación del agua, la fertilidad del suelo y otros elementos que hacen habitable el planeta. Así, la antropóloga Anna Tsing sostiene que «la creación de mundos no es una prerrogativa exclusivamente humana». Más bien, «todos los organismos crean espacios de vida ecológicos al modificar la tierra, el aire y el agua»1.

Estas diversas actividades van más allá de la creación de mundo: crean el planeta. Las acciones e interacciones de distintas formas de vida, de las amebas a las secuoyas, han dado forma a lo largo de millones de años a la geología y la atmósfera de la Tierra de manera tan significativa que lo convierten en un tipo de planeta cualitativamente diferente de Marte o Venus. Sin embargo, estas capacidades de creación planetaria están mermando seriamente. «Actualmente estamos produciendo un daño tan profundo [al mundo natural] que muchos de sus sistemas naturales están al borde del colapso», advierte el naturalista británico David Attenborough2.

Las señales de alerta están en el horizonte desde hace tiempo. En 1973, en medio de debates sobre la escasez de recursos y los límites del crecimiento, el economista William Nordhaus señaló –en un artículo que por lo demás refutaba las predicciones ecológicas fatalistas– que «si el sistema de precios funciona mal, como sucede actualmente con los recursos ambientales públicos, que son gratuitos pero escasos, las consecuencias pueden ser nocivas»3. Cinco décadas después, este «mal funcionamiento» persiste y esas consecuencias nocivas se han hecho realidad. «El valor de entidades naturales como los manglares, los humedales y los arrecifes de coral», observa el economista Partha Dasgupta, reside en sus contribuciones al bienestar humano, las cuales «no aparecen en el mercado»4. Como sostiene la ecologista Gretchen Daily, «probablemente en ningún otro caso la disparidad entre el valor real y el percibido sea tan grande como en el de los servicios ecosistémicos»5. Han surgido dos estrategias frecuentes para corregir esta disparidad.
La primera estrategia propone fijar un precio a la naturaleza, a menudo descrito en términos de «capital natural» o «servicios ecosistémicos», con el fin de llamar la atención sobre las contribuciones económicas de los ecosistemas. Un ejemplo de ello es la declaración de Henry Paulson, ex-secretario del Tesoro de Estados Unidos y hoy firme defensor de la tasación del capital natural: «La gente supone que el capital natural es un bien gratuito y, si no se le fija un valor, el valor que le dará será nulo»6. Nos guste o no, sostiene esta postura, los bienes se valoran en términos de su valor monetario. Si se quiere proteger la naturaleza, esta debe tener un precio: su uso y su valor de cambio deben estar más alineados, ya sea exigiendo un «pago por servicios ecosistémicos», contabilizando el capital natural, o bien creando mercados en «activos naturales». El objetivo, en palabras del biólogo Edward O. Wilson, es «dotar de un pulgar verde a la mano invisible de la economía de libre mercado»7.
La segunda estrategia, una crítica moral que insiste en que la naturaleza no tiene precio, se ha convertido en una vehemente oposición frente a la primera. Los críticos aducen que el precio es una métrica inapropiada para el mundo que excede lo humano, y que degrada o disminuye precisamente aquello que pretende cuantificar. Algunas cosas no deberían estar a la venta, sostienen, y la naturaleza es una de ellas. «Estimados economistas neoliberales, ¿cuánto vale un rayo de sol? ¿El aire fresco libre de plomo y gases sulfurosos?», preguntaba con desprecio el filósofo André Gorz en 19808. En lugar de intentar traducir el valor intrínseco, ético o estético de la naturaleza en términos monetarios, Gorz y otros insisten en que debemos aprender a valorar la naturaleza de maneras que no pueden ser reducidas a la lógica mercantil.
Quienes están a favor de poner un precio a la naturaleza identifican correctamente el problema: en un mundo de intercambio generalizado de mercancías, las cosas sin valor de cambio son tratadas como si carecieran en absoluto de valor. Los detractores, por su parte, identifican correctamente la brecha entre el valor de cambio y otros tipos de valor, lo que constituye una crítica a la forma de valor propia del capitalismo incluso cuando no se invoca directamente el capitalismo. Sin embargo, si bien estas estrategias –valuar la naturaleza en términos de precio o protegerla en términos no mercantiles– apuntan en direcciones opuestas, ninguna ha tenido éxito. Los esfuerzos por fijar un precio a la naturaleza han fracasado una y otra vez en su intento de que ciertas dimensiones de ella sean valiosas en términos económicos, por más deficientes que sean estos términos. Mientras tanto, los esfuerzos por convertir la naturaleza en algo invaluable no han logrado protegerla del mercado.
La naturaleza es un don gratuito por defecto. No puede aparecer en el mercado por derecho propio y tampoco puede exigir una retribución monetaria por sus servicios, por valiosos que sean. Para tener un precio, necesita un representante humano, lo que equivale a decir que necesita un dueño. Y si bien el pensamiento occidental ha concebido a menudo la naturaleza como un don de Dios para toda la humanidad, con la misma frecuencia ha defendido su apropiación como propiedad privada. Los dones de la naturaleza están, para muchos, destinados a ser enajenados y poseídos, explotados y mejorados.
La explicación fundacional de la propiedad dada por John Locke es la que mejor describe el proceso de cercar los dones de la naturaleza: la observación de que Dios había dado la Tierra a los «hombres» como comunidad es para Locke simplemente un preludio para explicar cómo un individuo podría reclamarla como suya con fundamento. El rol del trabajo en hacer productiva la tierra es clave para este argumento: la tierra «dejada enteramente a merced de la naturaleza», sostiene Locke, es simplemente «desperdicio»9.
La explicación de la propiedad según Locke justificó oportunamente la expropiación de tierras a los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. También ocultó, según la acusación de Karl Marx, la apropiación violenta de las tierras comunales utilizadas por los campesinos ingleses: el proceso de la «así llamada acumulación primitiva», el pecado original del capitalismo. Muchos otros críticos del capitalismo han rastreado su avance a través del proceso continuo de cercamiento, sobre todo, de cada vez más dones de la naturaleza.
Ya en el siglo xvi, Thomas Müntzer, el teólogo radical y líder de la Guerra de los Campesinos alemanes, lamentaba que «todas las criaturas se han convertido en propiedad, los peces en el agua, los pájaros en el aire, las plantas en la tierra», al tiempo que declaraba que «también las criaturas deben liberarse»10. Cuatro siglos después, el politólogo James C. Scott describiría con pesar «la incorporación inexorable a un régimen de propiedad de aquello que antes se consideraban dones gratuitos de la naturaleza: bosques, animales de caza, tierras baldías, praderas, minerales del subsuelo, agua y cursos de agua, derechos aéreos, aire respirable e incluso secuencias genéticas»11. En otras palabras, no debería sorprendernos encontrar al capital cercando los dones gratuitos de la naturaleza. Después de todo, allí es donde comienza el capital. Lo que sí sorprende, sin embargo –y lo que requiere atención–, es que algunos dones sigan siendo gratuitos; que, incluso hoy, algunas criaturas –de hecho, muchas– no se hayan convertido aún en propiedad. Si el capitalismo mercantiliza implacablemente, ¿por qué los servicios ecosistémicos siguen «teniendo una valuación nula»? ¿Por qué algunos dones de la naturaleza siguen siendo gratuitos?
No es porque no haya habido intentos. La tierra incultivada que Locke calificaba como mero desperdicio ahora es considerada un sitio de servicios ecosistémicos potencialmente valiosos. En las últimas décadas, hemos presenciado la proliferación de programas de «contabilidad del capital natural» y empresas que pretenden comercializar «activos naturales», al tiempo que proclaman que la naturaleza ecológica es una fuente de valor no explotada, a lo que sigue una oleada de críticas que denuncian la mercantilización de la vida misma. Sin embargo, convertir en propiedad los dones de la naturaleza descritos en términos de capital natural y servicios ecosistémicos ha demostrado ser extremadamente difícil. Quienes critican la mercantilización han identificado erróneamente el problema que aflige a la biósfera: no es que el capital haya absorbido toda la vida, sino que se ha deslindado de su responsabilidad sobre gran parte de ella.
En última instancia, es mejor pensar los ecosistemas como infraestructuras en lugar de como mercancías: como sistemas que sustentan diversas actividades, en lugar de bienes o servicios discretos que se intercambian directamente. Esta perspectiva de los ecosistemas aleja la atención de los debates morales sobre la mercantilización y la redirige hacia cuestiones políticas: ¿qué clase de trabajo desempeñan los ecosistemas y para quién? ¿Qué clases de servicios públicos ecosistémicos necesitamos para que en nuestro planeta puedan vivir tanto humanos como no humanos?
Los ecosistemas planetarios se encuentran actualmente en una situación extrema. Durante décadas, el capitalismo ha propuesto encontrar las soluciones en nuevas formas de derechos de propiedad, nuevos tipos de mercados y nuevas representaciones de naturalezas concretas en términos abstractos. Los sectores público, privado y sin fines de lucro han construido un complejo laberinto de instituciones sociales y económicas –en palabras del geógrafo Erik Swyngedouw, «una estructura institucional verdaderamente burocrático-estalinista»– al servicio de convertir la naturaleza en créditos, capital o activos; comprar y vender servicios ecosistémicos; tasar económicamente a la naturaleza para salvarla12. Especulaciones recientes sobre los mercados de «activos naturales» son solo la versión más actual de un sueño, que tiene ya más de tres décadas, de liberar la riqueza que parecen contener los dones gratuitos de la naturaleza. Sin embargo, hasta ahora, su realización sigue siendo difícil de alcanzar. Convertir los ecosistemas en propiedades generadoras de ingresos –por no hablar de activos que estimulen el crecimiento– es enormemente complicado y rara vez tiene éxito.
Por el contrario, proteger realmente los servicios ecosistémicos es mucho más simple. En la mayoría de los casos, solo implica preservar franjas de tierra lo suficientemente extensas como para mantener intactas las relaciones ecológicas, y luego dejarlas en paz. Los ecosistemas, en cierto sentido, ya están socializados, en la medida en que sus cualidades físicas resisten las relaciones de propiedad privada; ya están automatizados, pues funcionan en gran medida por sí solos, con algún mantenimiento de vez en cuando. ¿Por qué empeñarse tanto en hacerlos monopolizables por intereses privados en lugar de aceptarlos como un bien público? ¿Por qué, para decirlo de manera sencilla, el Estado se toma tantas molestias para privatizar y capitalizar la naturaleza en lugar de socializarla?
La socialización de la naturaleza, sostiene el filósofo Jacob Blumenfeld, «tomaría en serio los ecosistemas como sitios de disputa política y planificación coordinada, de modo que pudieran plantearse, en primer lugar, preguntas no monetarias sobre el valor de la naturaleza y planificarse de manera proactiva de acuerdo con múltiples criterios de prosperidad humana y no humana»13. Sería lo que podríamos considerar una forma de creación consciente del planeta.
Creación consciente del planeta no significa caer en la fantasía de que podemos diseñar la Tierra según especificaciones precisas o controlarla por completo, nada de lo cual, en mi opinión, es posible ni deseable. Simplemente significa asumir la responsabilidad colectiva de mantener, rehacer y cultivar los mundos multiespecie de los que los seres humanos dependen no solo para su mera supervivencia, sino también para una vida placentera, plena y significativa.
La creación de mundo se ha concebido a menudo como una práctica distintivamente humana. Para Hannah Arendt, el mundo es un mundo humano de artefactos duraderos, capaces de resistir los ciclos perpetuos de la naturaleza. Cuando creamos el mundo, creamos un espacio perdurable donde pueden actuar y aparecer seres humanos. Sin embargo, el «mundo humano duradero» en sí mismo no solo está constituido por la acción exclusivamente humana del homo faber, sino también por las actividades del mundo que excede lo humano, que Arendt clasifica dentro de los ciclos aparentemente efímeros del trabajo. Las entidades «naturales», como los bosques antiguos o los humedales, pueden ser cosas duraderas y terrenales que pueden durar miles de años, y también son objetos de cultivo humano, creación de significado y cuidado. No existen solo en patrones «cíclicos», sino que tienen sus propias historias de cambio y disrupción, así como de continuidad, que se entrelazan con las historias humanas y quizás ahora sean inseparables de ellas. La creación consciente del planeta implica que debemos reconocer que estas actividades no pueden aislarse de la política humana, como sugiere Arendt, sino que deben integrarse plenamente en la vida política.
Socializar la naturaleza implicaría, entonces, aplicar formas políticas de toma de decisiones y planificación a los ecosistemas, en lugar de dejarlos a merced de los antojos del mercado. Las dimensiones particulares de lo que esto podría implicar variarán según las necesidades de las personas, la producción y, por supuesto, los propios ecosistemas, que siempre se definen de manera relacional. Los ecosistemas, podríamos decir, no son cosas, sino situaciones. En algunos casos, la creación consciente del planeta podría significar reservar vastas extensiones de bosque o llanuras para que se regeneren; sin prohibir por completo la interacción humana, como suelen hacer los conservacionistas coloniales, sino simplemente impidiendo su conversión en centros de producción de materias primas. Podría significar crear espacios verdes en zonas urbanas, donde la gente pueda refrescarse en el calor del verano y las aves migratorias puedan hacer una pausa durante sus vuelos entre hemisferios. Con frecuencia implicará restaurar la tenencia indígena de la tierra. Si bien la creación del planeta a menudo implica simplemente dejar que la naturaleza haga su trabajo, en algunos casos puede requerir formas más activas de cuidado e intervención, como lo han imaginado pensadores indígenas como Nick Estes y ecofeministas como Ariel Salleh.
El mantenimiento de los ecosistemas podría estructurarse en forma de programas de obras públicas como, de hecho, ya lo son muchos programas de pago por servicios ecosistémicos. En lugar de «desplazar» el cuidado espontáneo e inalienado de la naturaleza, compensar este tipo de trabajo podría contribuir al cuidado de los ecosistemas mediante el fomento de nuevas formas de interacción y atención. Una nueva clase de trabajadores ecológicos, a su vez –lo que los geógrafos han descrito como un creciente «ecoproletariado» formado por quienes trabajan en la economía de los servicios ecosistémicos–, podría desarrollar nuevas formas de política laboral y nuevas modalidades de lucha, en las que los intereses de los humanos y los ecosistemas estén más estrechamente alineados.
Los debates sobre el valor de la naturaleza, en otras palabras, nunca son una mera cuestión de ética o de «medio ambiente». También son, siempre, debates sobre qué producimos y por qué; sobre quién decide y con qué fines. Las decisiones sobre los servicios ecosistémicos nunca pueden limitarse a los ecosistemas mismos: inevitablemente abordarán otros aspectos de la vida social. Reducir la presión sobre las tierras salvajes podría requerir una construcción más densa de vivienda social y de transporte público para frenar la tendencia a la extensión de los asentamientos. Aprovechar los dones gratuitos del sol y el viento podría requerir la construcción de infraestructuras energéticas de propiedad pública; complementar la captura natural de carbono podría requerir la captura pública de carbono. Quizás lo más importante sea que las luchas por constituir los ecosistemas como servicios públicos e infraestructuras alimentarias inevitablemente plantearán desafíos a las economías tal como se las concibe actualmente. La economía tradicional tiende a considerar los bienes públicos exclusivamente como complementarios a la provisión privada. Pero aquí, al igual que con las externalidades negativas, el alcance del don gratuito amenaza con hacer estallar la categoría por completo. Porque proporcionar servicios públicos ecosistémicos a la escala necesaria implicará una reorientación masiva de los bienes, tanto privados como públicos.
Preservar los ecosistemas como communia naturales significará no utilizarlos para la producción de petróleo, madera o ganado vacuno. En algunos casos, esto requerirá desarmar infraestructuras construidas por y para el capital: rellenar minas de carbón o desmantelar oleoductos, expropiar terrenos privados y devolverlos a la propiedad común. Esto podría significar frenar formas de producción que invaden territorios salvajes o emanan subproductos destructivos en bienes comunes atmosféricos y oceánicos. En otras palabras, requerirá confrontar el dominio del capital sobre nuestro planeta compartido.
Los marcos de infraestructura y socialización pueden parecerles a algunas personas demasiado instrumentalizadores, demasiado orientados a las necesidades humanas. Pero «valor de uso» no tiene por qué significar instrumentalidad antropocéntrica. Puede significar utilidad para otros tipos de seres, utilidad dentro de la red de la vida. La idea misma de ecosistema, después de todo, refleja el hecho de que los organismos están usándose constantemente entre sí, muchas veces de forma violenta. Por lo tanto, ver los ecosistemas como infraestructura podría significar simplemente reconocer las formas en que dan sustento a los seres que los componen. Así como los estándares humanos de vida se basan no solo en la mera necesidad biofísica, sino también en las expectativas sociales y culturales, nuestra evaluación del estándar de vida planetario debería asimismo abarcar más que los meros límites planetarios. Un estándar de vida verdaderamente bueno apuntaría, casi con certeza, como afirma Sharon Krause, a la prosperidad y la libertad de humanos y no humanos por igual, tal como se refleja en la idea indígena americana del «buen vivir»/sumaq kawsay14. El punto esencial es que «uso» es una métrica completamente diferente de «intercambio».
Socializar la naturaleza tampoco significa necesariamente propiedad social de la naturaleza a perpetuidad. El propio Karl Marx es sorprendentemente visionario en este aspecto. Tras la superación del capitalismo, pensaba, «la propiedad privada de individuos particulares sobre la tierra parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre sobre otros hombres». La propiedad colectiva no es la alternativa necesaria a la propiedad privada; en última instancia, «ni siquiera una sociedad entera, una nación o todas las sociedades que existen simultáneamente, tomadas en conjunto, son dueñas de la tierra. Son simplemente sus poseedoras, sus beneficiarias, y deben legarla en un estado mejorado a las siguientes generaciones, como boni patres familias»15. Los communia naturales podrían ser utilizados por todos y no serían propiedad de nadie.
Las naturalezas socializadas no desharán, por sí solas, ni la forma valor en sí ni las presiones disciplinarias que esta ejerce sobre el Estado. Sin embargo, podrían constituir una base, a menudo de forma bastante literal, sobre la que se podrían conformar colectivos más amplios y desde la cual se podría desafiar el poder de creación del planeta del capitalismo. Lo que el marco de las naturalezas socializadas como medio para la creación consciente del planeta reconoce es que somos responsables de la forma del planeta en el futuro, nos guste o no.
Esto no significa que tengamos un control total sobre el mundo, o que el poder humano sea –ni mucho menos que debería ser– ilimitado. Significa que no podemos esperar que los ecosistemas sigan regenerándose en un mundo que los trata como si no tuvieran valor. Reconoce las relaciones con la naturaleza tal como las ha establecido el capitalismo para enfrentar directamente a los agentes de la destrucción ambiental. Disipa la fantasía de una naturaleza auténtica cuyo valor intrínseco podemos simplemente afirmar, y reconoce que no podemos evitar tomar decisiones sobre qué naturalezas usar y de qué manera. Sin embargo, puede abarcar la idea de que la naturaleza tiene un valor que va más allá de su valor de uso para nosotros, al tiempo que reconocemos que somos, en última instancia, responsables de la naturaleza que elegimos proteger y restaurar, transformar y rehacer, cultivar y dejar ser.
En este proyecto, sigue siendo indispensable la visión de la supervivencia terrenal que tiene Donna Haraway: Para las salamandras, la regeneración tras una lesión, como la pérdida de una extremidad, implica la regeneración de la estructura y la restauración de la función, con la constante posibilidad de producciones topográficas gemelas u otras extrañas en el lugar de la lesión anterior. La extremidad que ha vuelto a surgir puede ser monstruosa, duplicada, potente. Todos hemos sufrido lesiones profundas. Necesitamos regeneración, no renacimiento, y las posibilidades de nuestra reconstrucción incluyen el sueño utópico de la esperanza de un mundo monstruoso sin género.16
Vivimos en un mundo que ha sufrido profundas heridas. Pero no podemos responder imaginando la restauración de un mundo pasado, su renacimiento en uno completamente nuevo. Al intentar devolver cierto grado de estructura y funcionamiento a este mundo, podemos –y debemos– aprender del mundo que excede lo humano, del que dependemos, y evaluar las necesidades de los seres no humanos al emitir juicios sobre lo que deberíamos hacer. Pero en un mundo que ha sido rehecho tan radicalmente, no podemos simplemente volver a «ciclos naturales» o patrones, o reproducir lo antiguo, sino que debemos asumir la responsabilidad de componerlos, sin imaginar jamás que podemos hacerlos enteramente a nuestro gusto.
Por lo tanto, las propuestas para «reparar» o «restaurar» el planeta deben responder a las preguntas: ¿qué ecosistemas –y para beneficio de quiénes– vamos a reparar y restaurar?; ¿qué tipos de prosperidad –y para quiénes– vamos a hacer posibles?; ¿qué planeta estamos construyendo, y para quién? En lugar de buscar restaurar una armonía natural imaginaria, en otras palabras, un proyecto de reparación que exceda lo humano debe ser lo que el filósofo Olúfémi O. Táíwò describe como un proyecto «constructivo», que tome en cuenta los daños del pasado pero que esté al mismo tiempo orientado a las necesidades del futuro17. Una visión constructiva de las reparaciones ecológicas no puede basarse en las apelaciones a una naturaleza originaria que acechan bajo los numerosos llamados a restaurar el equilibrio natural –o incluso a reconciliar a la humanidad y la naturaleza mediante la sutura de la «ruptura metabólica»–. El planeta que construyamos en adelante no será como el que existió en ningún otro momento de la historia. Si esto es desalentador, también es inevitable. No hay otro planeta en el que podamos crear un mundo.

Nota: este artículo es un extracto del libro Free Gifts: Capitalism and the Politics of Nature, Princeton UP, Princeton, 2025. El extracto fue previamente publicado por la revista Dissent, primavera de 2025. Traducción: Carlos Díaz Rocca.
        1. A. Lowenhaupt Tsing: The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins, Princeton UP, Princeton, 2015, p. 22. [Hay edición en español: Los hongos del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas, Caja Negra, Buenos Aires, 2023].
        2. D. Attenborough, prefacio a Partha Dasgupta: The Economics of Biodiversity: The Dasgupta Review, HM Treasury, Londres, 2021, p. 1.
        3. W.D. Nordhaus: «World Dynamics: Measurement without Data» en Economic Journal vol. 83 No 332, 1973, p. 1178.
        4. P. Dasgupta: «It’s Not a Giant Step to Introduce Nature into Economics» en Financial Times, 4/11/2021.
        5. G. Daily: Nature’s Services: Societal Dependence on Natural Ecosystems, Island, Washington, dc, 1997, p. 6.
        6. Cit. en Gillian Tett: «Why We Need to Put a Number on Our Natural Resources» en Financial Times, 23/9/2020.
        7. E.O. Wilson: The Diversity of Life, W.W. Norton, Nueva York, 1992, p. 283.
        8. A. Gorz: Ecology as Politics, South End Books, Boston, 1980, p. 65.
        9. J. Locke: Two Treatises of Government, Cambridge UP, Cambridge, 1988, p. 297. [Hay edición en español: Dos tratados sobre el gobierno civil, varias ediciones].
        10. Cit. en Karl Marx: «On the Jewish Question (1843)» en Marx & Engels Collected Works vol. 3, Lawrence and Wishart, Londres, 1976, p. 172.
        11. J.C. Scott: Seeing like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed, Yale UP, New Haven, 1998, p. 39.
        12. Giorgos Kallis y E. Swyngedouw: «Do Bees Produce Value? A Conversation between an Ecological Economist and a Marxist Geographer» en Capitalism Nature Socialism vol. 29 No 3, 2018, p. 42.
        13. J. Blumenfeld: «The Socialization of Nature», trabajo presentado en la conferencia ICI Politics of Nature, Berlín, 20/10/2022.
        14. S. Krause: Eco-Emancipation: An Earthly Politics of Freedom, Princeton UP, Princeton, 2023.
        15. K. Marx: El capital III, en Marx y Engels Collected Works vol. 37, Lawrence and Wishart, Londres, 1998, p. 763.
        16. D.J. Haraway: «A Manifesto for Cyborgs: Science, Technology, and Socialist Feminism in the Late Twentieth Century» en Simians, Cyborgs, and Women: The Reinvention of Nature, Routledge, Milton Park, 1991, p. 181. [Hay edición en español: Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX, Letra Sudaca, Mar del Plata, 2020].
        17. O. Táíwò: Reconsidering Reparations, Oxford UP, Oxford, 2022.
        Fuente: Nueva Sociedad 319 / Septiembre - Octubre 2025 - https://nuso.org/articulo/319-valor-de-la-naturaleza/
 

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