“Somos seres cuyas necesidades solo pueden satisfacerse en colectivo”
Hay personas capaces de encarnar en sus cuerpos proyectos políticos completos. No solo por lo que dicen, sino porque irradian ciertos valores, ciertas formas de entender el mundo que los explican con precisión milimétrica. Yayo Herrero (Madrid, 1965) transmite ecofeminismo por cada uno de sus poros. Solo hace falta charlar con ella unos minutos para entender que la esperanza no está reñida con la visibilización de los malestares; de hecho, su combinación tiene una fuerza imparable para provocar cambios. Precisamente de eso trata su nuevo ensayo, Metamorfosis (Arcadia) –que será presentado el 11 de noviembre en el Ateneo La Maliciosa de Madrid–, en el que anima a construir un presente más habitable desde el que proyectar futuros que nos salven, a todos y todas, del colapso ecosocial.
Entrevista de Diego Delgado
El libro se desenvuelve alrededor del concepto de “capitalismo escapista”, de “extravío”. ¿A qué alude ese extravío?
Básicamente al hecho de vivir bajo la lógica de una cultura que directamente se ha desarrollado o se ha construido sobre conceptos, creencias, mitos que le dan la espalda, cuando no entran en directa colisión, con las bases materiales que permiten sostener la vida. A eso es a lo que yo le llamo la cultura del extravío.
El escapismo se construye sobre una violencia muy concreta: la invisibilización de los cuerpos que sufren por nuestro privilegio. ¿Es este un lugar prioritario en el que dar la batalla?
Claramente, sí. Buena parte del trabajo que ha venido haciendo el movimiento feminista ha estado directamente relacionado con esto. La esencia de la cultura patriarcal es esa posibilidad de construir una especie de fantasía de la individualidad, poner en el centro el propio deseo sin ser consciente de las dependencias y también de las obligaciones que tenemos hacia otros cuerpos. Me parece muy peligroso tener culturas que directamente explotan, invisibilizan y someten aquello que las sostiene. Son culturas que, además de violentas, son estúpidamente suicidas, porque deterioran y destruyen aquello sobre lo que se sostienen. Y hay una vuelta de tuerca todavía más terrible: ligar ese dominio sobre lo que te sostiene con la idea de amor. Pasa con lo que mucha gente llama patria, que es una idea abstracta desconectada de las colinas, los bosques o el territorio, que dicen amar pero no dudan en vender o explotar. Es rizar el rizo de la cultura escapista y extraviada.
El cuestionamiento de ciertos privilegios está siendo contestado con una actitud chulesca que muestra su odio cada vez con mayor orgullo. “Aquí no cabemos todos”, dicen mientras siguen provocando desplazamientos de población. En contraposición, propones una “educación social compartida” que nos ayude a “caer del guindo” del crecimiento infinito y reconocer el sufrimiento que conlleva. ¿En qué consiste?
A ese disfrute del mal ajeno Rita Segato lo llama “pedagogía de la crueldad”. Es esa capacidad de regodearte cuando estás haciendo un daño terrible, es la motosierra de Milei, son las personas migrantes encadenadas y expulsadas de EEUU. Se trata de ofrecer la capacidad de humillar como último ejercicio de poder para muchos sectores de población a los que se despoja de trabajo digno, de acceso a la vivienda, etc., pero a los que se les dice que no se preocupen, que siempre podrán ver cómo se humilla a personas a las que pueden tratar como si fueran menos valiosas que ellas mismas. Ese es el ejercicio que hace en este momento la ultraderecha, en el libro lo llamo política mutante.
La producción de subsistencia es la idea material más importante de las visiones ecofeministas
Cuando hablo de la educación social compartida me refiero a la voluntad de construir comunidad y de hacer política aprendiendo unas de otras, construyendo diálogos de saberes que sean honestos y que permitan comprendernos mejor como especie inserta en esa trama de la vida. A través de la educación social compartida debemos ser capaces de construir formas de estar en el mundo que no expulsen a grandes partes de la población humana, pero tampoco expulsen jirones de vida animal, vegetal y de la otra vida de la que también formamos parte.
Mencionas a Maria Mies y su “producción de subsistencia”, un concepto muy útil para entender que los grandes dueños del dinero son el enemigo.
Yo diría que esto es absolutamente imprescindible. Me encanta que destaques esa cuestión, porque Mies me parece una pensadora de primer nivel muy poco reconocida en el mundo de la ecología política. La producción de subsistencia es la idea material más importante de las visiones ecofeministas. Yo intento dejar claro en el libro que las visiones ecofeministas no se reducen a añadir cuidados, mujeres y revolver; el ecofeminismo es una cosmovisión, una forma distinta de mirar el mundo que puede producir condiciones de existencia mejores para todos los seres humanos, no solamente para las mujeres, y también para el resto del mundo vivo. Durante mucho tiempo la producción de subsistencia ha sido nombrada como producir lo justito para vivir, como una producción humilde en el sentido de austera. Sin embargo, Maria Mies, cuando habla de producción de subsistencia se refiere a producir la subsistencia, es decir, producir la vida. Ese es el meollo de las miradas ecofeministas: hemos de construir sociedades políticas y culturas que hagan de la garantía de unas condiciones de vida dignas una prioridad para todo el mundo. Y eso implica reconocernos como seres que respiran, que comen, que beben, que usan la energía que sale de la tierra, pero también como seres radicalmente vulnerables cuyas necesidades solamente se pueden satisfacer en colectivo y dentro de la trama de la vida.
El ensayo explica que un sistema de subsistencia generaría empleos y mejoraría las condiciones de muchos trabajos esenciales hoy precarizados hasta el extremo.
Yo creo que el decrecimiento material en sí no es bueno ni malo, es básicamente la constatación de que, queramos o no, tendremos que vivir con menos energía, menos materiales y menos recursos de la Tierra. Para mí la clave es precisamente ese enfoque de la sostenibilidad de la vida, mirarlo desde las necesidades humanas y desde lo que hace falta para sostener la existencia.
Una de las cosas que se suele decir es que la idea de decrecimiento no es atractiva para mucha gente porque nadie quiere empobrecerse, y yo en cierto modo puedo estar de acuerdo con eso. La cuestión es que enfrente hay una propuesta distópica de gestión de ese decrecimiento que es básicamente el fascismo. Y que aunque Donald Trump niega el cambio climático, apunta a los minerales de Ucrania, al agua de Canadá o al petróleo de Venezuela. Lo que está haciendo es responder a esa crisis ecológica que no nombra desde la convicción de que hay unas vidas que valen más que otras, y que esas vidas que valen menos son sobrantes.
Nosotras decimos que una propuesta de transición ecosocial justa que reconozca la contracción material puede ser bastante bien vista por la mayor parte de la gente. Hace unos días salió el último informe de FOESSA, que mostraba que la economía española va como un tiro, pero sin embargo la precariedad ha crecido un montón. Es decir, hay un divorcio enorme entre los datos macroeconómicos y cómo vive la gente. Una propuesta que reconozca la contracción material pero ponga como foco las condiciones de vida dignas para todo el mundo es probablemente la única forma de aspirar a tener una vida digna para mucha gente.
Haces un alegato contra la estrategia electoralista de obviar los malestares y tratar de movilizar solo pasiones alegres como la ilusión, porque “la metamorfosis social requiere partir del dolor existente”. ¿Por qué no se atreven las izquierdas a abandonar esa especie de ingenuidad?
Según las encuestas electorales, la ultraderecha está creciendo, y lo hace nombrando los malestares, apuntando a lo que muchas personas sienten o viven cotidianamente y dando un salto mortal para culpabilizar a otras personas que no tienen nada que ver, sin poner en cuestión las condiciones económicas o sociales que provocan todo el problema. Me gustaría tener una hipótesis que explicara el sentido político de no nombrar el malestar. No lo entiendo. Y no es por una intuición, sino que desde el Foro de Transiciones hemos participado en distintos procesos de base en los que hemos juntado a personas que encarnan precariedades muy diferentes y que vienen de diferentes lugares y territorios, y cuando explican o proyectan cómo se encuentran y lo que ven a su alrededor, en general, las palabras como agotamiento, malestar, incertidumbre, miedo, dolor, decepción están muy presentes. Creo que es difícil poder conectar con eso desde discursos a veces un poco vacíos. Podemos convertir en ilusión la politización del malestar, y eso requiere organización, pero lo que no es posible es sacar una especie de batuta y dirigir las emociones de la gente.
¿Nombrar esos malestares es una forma de construir la conciencia de clase ecológica que propones en el libro?
Podemos convertir en ilusión la politización del malestar
Yo creo que sí, aunque no es solo nombrar. A mí me parece que un gran problema que ha tenido la política en los últimos años ha sido reducir la noción de lo político a una mera disputa mediática constante. Cuando yo hablo de nombrar el malestar no me refiero a que llegue alguien que en una encuesta ha visto que hacerlo da votos y se ponga a nombrar el malestar a saco. Creo que hay un punto de encarnar ese malestar, de participar en los espacios donde la gente está sufriendo por la vivienda o está deseando que reduzcan la jornada laboral para poder buscar otro curro porque no hay forma de llegar a final de mes. Para tener esa sensibilidad política y saber nombrar sin que ello se convierta en un acto de pura expropiación con fines electoralistas, sino en la generación de un proceso real, hay que estar en los sitios.
Abogas por nombrar lo que nos oprime para evitar que nos engañen con chivos expiatorios. ¿Deberíamos luchar por introducir la explicación del sistema capitalista en las escuelas?
Los niños y las niñas intuitivamente son capaces, sin nombrar con tecnicismos, de detectar lo que tiene sentido y lo que es absolutamente intolerable. En uno de los trabajos que se hizo desde el Foro de Transiciones creamos grupos de discusión con niños y niñas de entre ocho y doce años. Vimos que eran capaces de hacer definiciones muy precisas de lo que era la injusticia, el racismo, el capitalismo, sin ponerle esos nombres. La inteligencia y la finura con la que los niños y las niñas nombran lo que les parece bien y les parece mal, lo que les parece justo y les parece injusto es realmente increíble.
A mí me importa menos si conocen o no términos como capitalismo o feminismo, lo fundamental es que se entienda qué es lo que hay de fondo y no se simplifique.
Sí, quizá la formulación de la pregunta debería ser si hay que explicar a los niños y las niñas el funcionamiento del capitalismo…
Absolutamente. Mira, tengo una anécdota que hubiera estado bien meterla en el libro. Hace un montón de años estuve dando formación empresarial para el cooperativismo a colectivos de personas que habían pasado por situaciones de drogadicción; en una de las sesiones alguien preguntó qué era la plusvalía y yo se lo conté, entonces se hizo un silencio sepulcral, esa persona se puso las manos en la cabeza y dijo “qué hijos de puta”. A mí no me gusta ese insulto, pero quedó claro que había entendido lo que era la plusvalía
A eso me refiero también con la educación social compartida. A mí me generan mucho rechazo estas afirmaciones de “mira, no metas en líos a la gente, cuéntale cuánto va a pagar de menos en la factura de la luz y ya, que es lo que le importa”. Es como si hubiera una élite que sabe qué es lo que le importa a los demás y qué es lo que han de saber.
Transitamos un presente opresivo que nos dificulta construir futuros amables. ¿Es nuestra responsabilidad militar en la esperanza y hacer del presente algo disfrutable para prefigurar un futuro digno para todas?
Ahí me inspiré bastante en el trabajo de Marina Garcés, que dice que el futuro no existe y que cuando imaginamos futuros distópicos es porque estamos proyectando presentes distópicos, que además están muy inflados y son enormes, por lo que eso es todo lo que vemos. ¿Cómo no vamos a proyectar futuros distópicos mirando lo que pasa en Gaza o la situación de la vivienda o el rearme? A partir de esa reflexión de Garcés yo pensaba, claro, igual si somos capaces de ir construyendo otros presentes… Ojo, otros presentes que sean conscientes de toda esa cultura del extravío y de la situación real que atravesamos, pues así probablemente seamos capaces de imaginar futuros distintos.
Cuando miras alrededor ves muchas cosas que existen y que no las nombramos como logros del apoyo mutuo porque las damos por sentado. Que existan pensiones es una especie de cristalización política de redes de apoyo mutuo y de trabajos y luchas previas que son impresionantes. Hace unos días estaba dando una clase a alumnado de una universidad de Minnesota y una de las chavalas, jovencita, me decía que para ella las utopías eran irrealizables. Le pregunté a qué se refería con utopía y me puso el ejemplo de la sanidad pública. Entonces le expliqué que eso que a ella le parece irreal, irrealizable desde Estados Unidos, es mi realidad desde los años ochenta en este país.
En el mundo hay gente que come, se desplaza, vive y maneja los recursos de formas radicalmente antagónicas a lo que se propone como manera única y casi inapelable, como si fuera una especie de ley natural. Yo creo que una buena parte de la responsabilidad política que tenemos es ver cómo esas propuestas, que en algunos casos parecen pequeñas, pudieran ser escalables. Y podemos hablar ahí de cómo favorecer una política entendida como una especie de colaboración público-comunitaria que ponga la garantía de condiciones de vida dignas en el centro.
Lo que llamo esperanza, por tanto, no es algo que nadie te tenga que dar, sino es el esfuerzo, la voluntad consciente y a veces trabajosa, de estar abierta a que pase lo mejor y, sobre todo, trabajar para ello.
Fuente: https://ctxt.es/es/20251101/Politica/50899/Diego-Delgado-entrevista-yayo-herrero-ecologismo-colapso-ecosocial.htm - Imagen de portada: Yayo Herrero, en una imagen de archivo. / Manolo Finish
