Brasil: Bolsonaro condenado es una victoria para las mujeres torturadas

La condena del expresidente brasileño Jair Messias Bolsonaro por participar en un intento de golpe de Estado tiene un fuerte simbolismo para quienes conocen las perversidades cometidas durante la dictadura militar en Brasil (1964-1985) y en otros países de América Latina. No es solo una victoria de la democracia, sino también de las mujeres, tantas veces atacadas por él.

Paula Guimarães

En el juicio político contra la expresidenta Dilma Rousseff (2011-2016), Bolsonaro, entonces un oscuro diputado federal, votó por destituirla rindiendo homenaje al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, que había sido un conocido torturador de la dictadura. “El terror de Dilma Rousseff”, dijo Bolsonaro. En 1970, siendo una joven guerrillera, Rousseff fue detenida y torturada durante 22 días en la unidad de inteligencia y represión política que dirigía Brilhante Ustra.

La grotesca escena contra la mandataria del país marcó la pauta de lo que estaba por venir: golpe y violencia de género. Desde entonces, hemos visto cómo los límites de la violencia se han ampliado, cada vez más naturalizados en el espacio público.
No es casualidad la conexión entre dictadura y violencia contra las mujeres: el militarismo y la represión siempre se han sustentado en el patriarcado. La Comisión Nacional de la Verdad (CNV) no supo cuantificar las violaciones, pero reconoció que constituyeron una práctica generalizada para humillar y someter a las mujeres.
Los relatos de las víctimas exponen la extrema crueldad de estas violencias, que implicaban el uso de instrumentos de tortura como ácido, alcohol, alicates, navajas, cuchillos, velas y cigarrillos encendidos, palos de escoba, cuerdas, máquinas de descargas eléctricas, porras e incluso taladros, además de insectos y animales, como cucarachas, ratas, serpientes e incluso caimanes.
Las mujeres, sin embargo, no eran torturadas solo por lo que sabían, sino por desafiar lo que se esperaba de “ser mujer”. El informe señala que fueron castigadas con humillaciones y torturas por romper el papel de “esposa y madre” y atreverse a ocupar la política, un espacio históricamente masculino.
La violencia iba mucho más allá de la sexual. “Las mutilaciones en los senos privaron a las madres de amamantar a sus bebés. Los úteros quemados con descargas eléctricas hicieron que muchas mujeres fueran incapaces de quedarse embarazadas o de llevar adelante una gestación”, dice un extracto del informe de la CNV.
Un ejemplo es el caso de Cristina Moraes Almeida, que sufrió mutilaciones en la región del tórax y los senos y una pierna destrozada por un taladro.
Según el documento, “la ‘honra’ de aquellos considerados enemigos por el aparato represivo también fue atacada en los cuerpos de ‘sus mujeres’, cuerpos tratados históricamente como botín en las más diversas guerras”.
Amelinha Teles, periodista cuyos hijos fueron secuestrados y a quien se le obligó a presenciar su tortura física, relató en una audiencia pública cómo los agentes del Estado se aprovecharon de las desigualdades entre hombres y mujeres para intensificar la tortura.
“En una de esas sesiones, un torturador [...], yo atada a la silla del dragón [una silla de descargas eléctricas], él masturbándose y echando su semen sobre mi cuerpo”, recordó.
La perversa moral de la dictadura no perdonó ni siquiera a las mujeres embarazadas, sometidas a situaciones tan extremas que provocaron abortos. “Sin duda aborté por los choques que sufrí los primeros días, en los genitales, los senos, las yemas de los dedos, detrás de las orejas”, declaró Izabel Fávero en su testimonio ante la CNV.
La memoria y la verdad, en un país que no ha curado sus heridas, no se construyen solo con discursos, sino con justicia. La ausencia de castigo a los militares y agentes de la dictadura que cometieron estas violencias dejó un rastro de impunidad y abrió brechas para nuevos ataques autoritarios.
Y cuando los discursos de las autoridades públicas, elegidas democráticamente, sirven para elogiar a dictadores, clamando tortura contra una mujer que, en este caso, era la presidenta del país, la situación se vuelve aún más grave.
El voto de Bolsonaro contra Dilma nos hirió a todas las mujeres, pero no solo a nosotras. Un país que acepta que un parlamentario elogie a un torturador dentro del Congreso sin castigo acaba teniendo que rendir cuentas ante sí mismo en algún momento.
La condena de Bolsonaro es una rendición de cuentas de la justicia ante la sociedad brasileña por la escalada de violencia: por las muertes en la pandemia, por las ejecuciones policiales, por el fomento de la violencia contra los periodistas, especialmente contra las mujeres, por el desprecio a la democracia.
Algunos legisladores dijeron, sin pudor en su cinismo, durante el juicio político a Dilma, que se trataba de una destitución “por el conjunto de su obra”. Pues, Bolsonaro, para nosotros que sentimos los dolores de su perversidad, ha sido ahora condenado precisamente por el conjunto de su obra.
Hemos visto de muy cerca la banalidad del mal: la naturalización de la idea de que está bien elogiar a un torturador, que está bien pedir el regreso de la dictadura, que está bien pensar que una mujer no sería violada solamente por “no merecerlo”.
Esta aceptación y relativización de la violencia, sobre todo misógina, se nos acercó de forma aterradora, mucho más de lo que jamás imaginamos o hubiéramos deseado.
Hace unos días, mientras mi madre preparaba el almuerzo, hablamos de ese episodio en el que Bolsonaro, cuando era diputado, elogió a un torturador para humillar a la presidenta. Le hablé de las ratas en la vagina de las presas. Ella se quedó perpleja. Como tanta gente, no lo sabía, y ese desconocimiento colectivo es parte de la herida abierta que aún llevamos.
También gran parte de los partidarios del expresidente Bolsonaro, ahora condenado, lo votaron inmersos en la alienación sobre el pasado, sin saber lo que realmente ocurrió.
El recurrente discurso en defensa de la familia es vacío cuando se basa en el olvido: no se protege el futuro negando las violencias del pasado. La verdad y la memoria son nuestro compromiso como sociedad, se lo debemos a las víctimas, para que no se olvide, para que nunca más vuelva a suceder.
El encarcelamiento de Bolsonaro abre ventanas para imaginar futuros en los que la mediocridad, la perversidad y el odio ya no dicten la agenda pública. Hoy, al menos por hoy, podemos permitirnos celebrar el encarcelamiento de Bolsonaro, de los militares golpistas y de todos los que atentaron contra la democracia.
Dilma fue detenida en enero de 1970, torturada y sometida al pau de arara (atada y suspendida en una barra de metal o madera que se introducía entre las piernas y los brazos doblados en una posición muy dolorosa).
“Si no le gustaban las respuestas, te daba un puñetazo”, relató la expresidenta a la CNV. Una mujer que se atrevió a luchar por la democracia en tiempos de plomo y a la que, décadas más tarde, se le impidió seguir ejerciendo el cargo más alto del país porque no se rindió. Fue absuelta de los presuntos delitos contables que justificaron su destitución. Pero en su caso, jamás se hizo justicia.
Ahora la justicia, aunque tarde, alcanza a quienes la violaron: la dictadura, Bolsonaro, la misoginia. Que tengamos más días como este. Por justicia para aquella que fue humillada por resistir y aún así venció. Por todas nosotras, verdad, memoria y justicia.

*Paula Guimarães es periodista y cofundadora del Portal Catarinas. Integró el equipo ganador del III Premio Cláudio Weber Abramo de Periodismo de Datos. Fue finalista del Premio Gabo 2023 y postulada al Troféu Mulher Imprensa en 2022 y 2023. Esta es una versión traducida y editada de un artículo publicado originalmente en el Portal Catarina
Fuente: https://www.opendemocracy.net/es/brasil-bolsonaro-dilma-rousseff-condena-golpe-de-estado-democracia-torturas-misoginia-violaciones/  - Imagen de portada: Dilma Rousseff, entonces presidenta de Brasil, testifica ante el Senado durante el juicio político que terminó con su destitución, el 29 de agosto de 2016 | Igo Estrela/Getty Images

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