Por qué el mundo ignora a Casandra
La herida de Casandra
Es cierto —y conviene afirmarlo con claridad desde el principio— que la forma en que está estructurado el capitalismo como modo de civilización global, y no solo como sistema de producción, condiciona profundamente nuestra capacidad para percibir y comprender el colapso civilizacional en curso. Esta dificultad se acentúa especialmente cuando habitamos en el centro del sistema, un centro que, para sostenerse como tal, ha tenido que provocar de manera recurrente colapsos parciales o locales en las periferias salvajes, atrasadas o subdesarrolladas —las antiguas colonias—, hoy nuevamente saqueadas y abandonadas a su suerte.
Gil Manuel Hernandez I Martí
El capitalismo tardío ha logrado convertirse en una maquinaria integral de control simbólico, afectivo y existencial: la Megamáquina de la que habla Fabian Scheidler (2024), que penetra, transforma y regula todas las dimensiones de la vida. Como bien sabemos, no se limita a explotar trabajo o recursos: produce subjetividades, moldea formas de sentir, filtra las emociones colectivas y diseña los marcos de lo decible y lo imaginable. Se ha convertido en una estructura ontológica que impone qué se puede percibir, qué se puede decir y sobre todo qué se puede creer.
Por eso, los mecanismos institucionales y corporativos de comunicación, representación y legitimación del poder impiden o deforman cualquier intento de advertir el colapso socioecológico o de denunciar sus signos. El sistema arremete contra quienes lo cuestionan de forma abierta y alertan sobre sus peligrosas derivas: los vuelve irrelevantes, los invisibiliza, los ridiculiza o los presenta como desaprensivos o marginales a los ojos del resto. Los estigmatiza como apocalípticos delirantes, charlatanes exagerados o radicales antisistema. Las estructuras de percepción y sentimiento están profundamente colonizadas por la psicopolítica negacionista del capitalismo. Por eso, el mundo psicótico del capital impone los contornos y las estructuras del mundo en su conjunto, frente al cual solo resisten —con dificultad— pequeños espacios intersticiales, sostenidos a duras penas ante una indiferencia colectiva, tanto inducida como interiorizada.
La realidad es nuestro problema y también nuestra respuesta. Porque, como siempre, la respuesta al problema no reside en escapar de él —simplemente no hay adónde ir—, sino en afrontarlo.
— Peter Kingsley, Realidad (2024)
Pero incluso reconociendo todo esto, queremos añadir aquí otro plano de explicación, complementario al material y político: un plano que pertenece a la esfera mítica, ritual y simbólica. Porque si a los mitos se les presta la atención que merecen —algo que el cartesianismo hegemónico, presente incluso en muchas cosmovisiones emancipadoras, tiende a impedir—, estos revelan con mayor precisión aquello que las ciencias sociales críticas apenas logran rozar. Existen niveles de comprensión que solo el lenguaje iniciático del espíritu —aunque discurra a contracorriente del pensamiento racional— es capaz de evocar.
Y en ese nivel profundo y misterioso, el drama clásico de la princesa Casandra de Troya resuena con inquietante exactitud. Es la tragedia de quien ve lo que otros no pueden —o no quieren— ver, y cuya palabra, pese a estar cargada de verdad, es sistemáticamente ignorada por el mundo. Casandra encarna una lucidez plena, un vaticinio certero, una visión anticipatoria —el colapso civilizacional, en nuestro caso— que se convierte en maldición y en herida: la impotencia de prever el futuro sin obtener escucha ni credibilidad. Su mito no es un simple relato antiguo de dioses y venganzas, sino una parábola tremendamente actual sobre la imposibilidad de comunicar lo esencial cuando una sociedad ha perdido el vínculo con sus raíces míticas.
Pero en esta tragedia de la profetisa Casandra existe un segundo protagonista fundamental, quizá el más crucial: el dios Apolo. Sin embargo, este no se ciñe a la visión simplificada del arquetipo que nos hizo llegar la modernidad ilustrada —un dios solar, racional y geométrico—, ligado a la armonía, la belleza, el equilibrio y la perfección, sino que remite a un Apolo profundo, enigmático y mágico, que resurge en la sólida reinterpretación del filósofo británico Peter Kingsley (2010, 2024), autor influido por pensadores como Carl Jung y Joseph Campbell. En sus estudios sobre los orígenes místicos de la filosofía griega —especialmente en torno a los filósofos presocráticos—, Peter Kingsley rescata la figura de un Apolo profundamente ligado al inframundo, a la tradición chamánica, al silencio fecundo y a la muerte iniciática como vía de acceso a una sabiduría curativa: el sentido originario de la filosofía. Inspirados por esta perspectiva alternativa, nos proponemos aquí, con humildad, indagar por qué el mundo no escucha a Casandra, por qué se la silencia, y qué implica realmente ese ostracismo en clave espiritual, simbólica y existencial. Su voz continúa resonando entre nosotros, pero seguimos resistiéndonos a las verdades que trae. Y esa obstinada resistencia no hace sino precipitar el cumplimiento de los oscuros augurios de las profecías contemporáneas.
El mito: don, rechazo y condena
Casandra era hija del rey Príamo y de la reina Hécuba de Troya. Según la versión más conocida del mito, el dios Apolo, seducido por su belleza e inteligencia, y siendo el señor de la sede oracular de Delfos, le ofreció el don de la clarividencia sobre el futuro —que ella ansiaba— a cambio de la promesa de unirse sexualmente a él. Casandra aceptó el trato, pero posteriormente rechazó las pretensiones de acercamiento carnal del dios.
Como castigo, Apolo no le retiró el don —lo cual habría sido contrario a la naturaleza divina—, sino que lo pervirtió escupiéndole en la boca, convirtiéndolo en una maldición: hizo que nadie creyera jamás en sus predicciones, por verdaderas y certeras que fueran. De este modo, Casandra no fue privada del conocimiento, sino de la posibilidad de ser escuchada y comprendida. Verá el futuro, pero nadie la escuchará cuando advierta de sus nefastas visiones. Su verdad será sistemáticamente desoída. Predecirá catástrofes, pero será tomada por loca. Su lucidez se convierte entonces en prisión. Su don, en un regalo envenenado.
Casandra anuncia con claridad la caída de Troya, el engaño del caballo de madera, el posterior asesinato de Agamenón. Pero todos —padre, hermanos, pueblo— desprecian su voz. No pueden escucharla porque su palabra ya no pertenece al mundo común: ha sido separada de este, y ni la comunicación ni la comprensión son posibles. Ya puede desgañitarse con sus certeros diagnósticos y clarividentes previsiones, que Casandra será tratada con indiferencia, cuando no con hostilidad.
Otra versión de Apolo: el dios de la visión exige el descenso al inframundo
No obstante, la clave del mito no reside únicamente en Casandra, sino en la necesidad de comprender la figura de Apolo desde una profundidad que la cosmovisión moderna, en líneas generales, ha olvidado o relegado a los márgenes. La lectura dominante de Apolo —como dios de la luz diurna, la armonía, la belleza, la proporción, el orden, la claridad y la racionalidad— es, en gran medida, un producto interesado de la Modernidad.
Por contra, la tradición órfica, los himnos antiguos y la vía espiritual que analiza Peter Kingsley en la cultura griega clásica lo muestran de otra forma, mucho más ambigua o ambivalente. En sus obras En los oscuros lugares del saber (2010) y Realidad (2024) Kingsley reconstruye una versión diferente de la figura de Apolo, enfatizando su condición de dios perteneciente al inframundo: señor de los santuarios subterráneos, de los estados alterados de consciencia, de los sueños que descienden a las profundidades del alma. Es también el dios del silencio fértil, del umbral, de la adivinación, del oráculo, del conocimiento visionario que solo puede recibirse si el alma ha decidido entrar en él. El dios de las cavernas, de los lugares oscuros, de la destrucción y la sanación, de la transformación mediante la incubación y la inmovilidad, del acceso al sol interior del inframundo, del descenso a lo que Jung denominaría el inconsciente colectivo.
Como enfatiza Kingsley, Apolo guía a los iniciados hacia la muerte simbólica para mostrarles la Realidad profunda. No es, por tanto, un dios de claridad superficial, sino del desgarro que permite ver la verdad al bajar a los infiernos, como Dante también relata en La Divina Comedia. Por eso Apolo es el dios que hiere para abrir el alma, el que enferma para purificar, el que arrasa para revelar lo que importa. En ese marco, el don que Apolo le ofrece a Casandra no es un simple privilegio: es una llamada iniciática a la transformación interior. Ver el futuro no es una habilidad. Exige previamente una mutación radical del ser. Implica morir simbólicamente, ritualmente. Y aquí se sitúa la tragedia: Casandra recibe el don, pero rechaza la unión mística (no estrictamente sexual, como se ha querido mostrar) con el dios. Es decir, se resiste a entregar el alma a la transformación radical que ese conocimiento divino —el don de la clarividencia— exige.
Casandra quiere ver, pero no quiere morir en vida para acceder a la Realidad y volver renovada por ella. Desea el don, pero no atravesar el proceso de transformación sagrada —la unión con Apolo— para llegar hasta él. Por eso queda atrapada en un estado doloroso, una especie de limbo: ve como los dioses, pero habla como los humanos. Y sus palabras no encuentran eco. Un muro infranqueable. El suyo es un conocimiento desencantado, sin ritual, sin sacralidad, sin espiritualidad, sin misterio, sin mediación simbólica del mito. Una verdad científica desnuda, inasimilable por su dureza, por sus datos crudos y demoledores, que ni Casandra ni los demás —a veces ni los propios científicos e intelectuales críticos— pueden sostener ni asimilar. No digamos ya la clase política, empresarial y tecnócrata, o las elites que se benefician de que el sistema capitalista mundial se mantenga a toda costa, aun a riesgo de conducir al abismo.
En las tradiciones mistéricas, alquímicas y chamánicas, el conocimiento profundo no se transmite directamente. Se protege con símbolos, se codifica en mitos, se acompaña de cantos, poemas, danzas, música, arte, gestos, silencios. Se articula con tiempo y precisa de maestros y maestras. Porque la verdad, sin la debida preparación, sin los adecuados ritos de paso y estados de transición, enloquece; e internarse sin precauciones por un inconsciente inexplorado puede arrasar la psique individual. Porque pretender ver lo real sin morir antes a lo ilusorio puede romper el alma o llevar al nihilismo.
Casandra ve y sabe lo que va a suceder. Pero, probablemente guiada por la hybris —esa arrogancia, orgullo o soberbia tan propia de los humanos que pretenden emular a los dioses, y también característica de la modernidad—, se resiste a atravesar la muerte iniciática que le permitiría integrar lo que ve y comunicarlo de otro modo, al menos para ser escuchada. Por eso su palabra no cura, no guía, no transforma. Solo hiere y desgarra, molesta, incordia, incluso indigna. O se escurre entre la indiferencia general que el propio capitalismo contemporáneo alienta y alimenta. Los demás, al oírla, no pueden comprenderla. No porque estén ciegos, sino porque tampoco han hecho el viaje que hace posible entender y que el sistema vigente tanto dificulta. Ni tienen acceso a quienes sí lo han hecho, pues estos últimos son pocos, y rara vez desean visibilidad o poder.
Por decirlo de alguna manera, sin el paso por el inframundo —el peaje que exige Apolo, lo que realmente significa la unión íntima con Casandra—, ella carece del código mítico que da acceso a la comprensión auténtica de la verdad anunciada y a su transmisión fecunda. Y así se insinúa una suerte de ley profunda: la verdad, si no está encantada y ritualizada, envuelta en los ropajes del sacrificio y del mito, se vuelve incomunicable; si no está simbólicamente mediada, sostenida por emociones, sentimientos, rituales y un sentido de asombro y reverencia, abrasa; si no es compartida desde una previa transformación trascendente, desde el trance, despierta rechazo, incredulidad o indiferencia.
Casandra ante el colapso: transformarse abajo para poder ser escuchada arriba
Hoy vivimos entre no pocas Casandras. Personas honestas, inteligentes y comprometidas —científicas, filósofas, ensayistas, artistas, terapeutas, activistas— que ven, no sin dolor, lo que muchos no quieren —o no pueden— ver: el colapso socioecológico, el agotamiento del sistema, la crisis moral, el hundimiento del sentido. Sin embargo, todas ellas parecen clamar en el desierto, mientras el mundo conocido —el de la supuesta civilización moderna y el imparable avance del progreso— se desmorona entre los espasmos de un capitalismo catabólico y ecocida.
En otro texto he abordado el concepto de hipernormalización (Hernández, 2025), que alude a ese fenómeno en el que la sociedad finge normalidad mientras todo se descompone. Es la lógica de una civilización capitalista que, aun percibiendo el abismo, prefiere seguir representando el teatro de lo cotidiano antes que escuchar las voces que anuncian el final de la obra. Y esa lógica hipernormalizadora, precisamente, expulsa a Casandra: la encierra en la locura, la disuelve en la posverdad, la ridiculiza como catastrofista, la desactiva entre la irrelevancia y la indiferencia.
No basta con tener razón. Como Casandra, muchas voces lúcidas no logran ser escuchadas. En el Occidente global vivimos en una cultura sin estructuras relevantes de transformación interior. Una cultura secularizada y materialista que exige evidencia, pero no sabe qué hacer con la verdad cuando esta llega. Queremos datos, pero no el silencio necesario para dejarnos conmover por ellos y procesar la realidad que se nos muestra con toda su crudeza. Escuchamos el diagnóstico, pero a este no le sigue el necesario duelo. Sin embargo, hay una cuestión crucial: quienes ven y anuncian, posiblemente no han conectado con la profundidad trascendente de lo que implica su visión, no han pasado por el previo trance transformador para poder hablar y ser escuchados. Y cuando se quiere transformar el mundo sin haber atravesado la propia transformación, cuando Casandra aún no se ha unido a Apolo, sus palabras se pierden sin resonancia.
Porque la visión que no pasa por la muerte simbólica, por la transformación inherente a la bajada a los infiernos, al inframundo, al inconsciente, se convierte en castigo, de modo que el diagnóstico experto sin sabiduría trascendente cae en tierra baldía. El mito no dice que Apolo maldiga a Casandra por simple despecho. Lo que muestra es que el conocimiento no puede ser tomado y separado de su fuente trascendente. No se puede acceder impunemente a la visión sin rendirse antes al misterio. Cuando alguien quiere ver sin morir a lo aparente, como Casandra, la verdad le llega sin el acompañamiento sagrado que la contiene: sin sustento ritual, sin consuelo, sin capacidad de convencimiento. Por eso el mundo no escucha a Casandra. Porque la escucha es la condición previa del posible convencimiento. Y el mundo no la ignora porque esté equivocada, sino porque la verdad, sin una mediación sagrada, no puede ser acogida por quienes no han atravesado el mismo descenso al inframundo, ni —en su mayoría— saben cómo hacerlo o están dispuestos a intentarlo. Menos aún en un sistema cuya propia viabilidad depende, precisamente, de evitar ese descenso.
Al fin, el mito de Casandra nos revela una verdad dolorosa: todos llevamos un fragmento de su herida. Pese al cada vez más denso filtro gris de la hipernormalización, inconscientemente intuimos lo que se aproxima, pero lo hacemos prácticamente desprovistos de los ritos y el lenguaje adecuado para aceptarlo y comprenderlo. De modo que si las Casandras del mundo quieren ser escuchadas, primero debe consumar su unión con Apolo en el plano simbólico. No se trata de una unión sexual, como suele interpretarse superficialmente, sino de una unión espiritual, transformadora, que exige atravesar la muerte simbólica —el descenso al inconsciente— y regresar con una palabra que no solo advierta, sino que sane, guíe y transforme. Es decir, aprender a hablar desde el impacto del trance. Esa bajada al inframundo es indispensable para que la visión adquirida sea realmente fecunda. Sin ese tránsito, sin esa experiencia de desintegración y renacimiento, la palabra de Casandra queda atrapada en la superficie, cargada de verdad, pero estéril. Porque la verdad, para ser fecunda, debe haber sido encarnada, sufrida, metabolizada. Solo entonces se puede tocar al otro y despertar algo en él.
Pero este no es un viaje que deba emprenderse en soledad. Quienes atraviesan el umbral —científicos, artistas, filósofos, intelectuales, sanadores— están llamados a una tarea ardua: traer de regreso lo que han visto en ese inframundo interior. Pero ya no basta con datos, gráficas, modelos, teorías, congresos o ensayos. Necesitamos lenguajes simbólicos, actos rituales y formas creativas capaces de tocar el cuerpo y el alma de la gente. Porque solo así la verdad, por dolorosa que sea, dejará de ser imposible de atender y se transformará en la posibilidad de un conocimiento compartido. Esa es la condición indispensable para emprender acciones de emergencia que permitan afrontar, del mejor modo posible, los tiempos convulsos que vivimos.
Y aquí aparece el paralelismo con nuestra civilización contemporánea: la cultura capitalista global, presa de su hybris, de su arrogancia tecnológica y su negación de los límites, es incapaz de propiciar ese descenso al inframundo. Se aferra a la superficie, al crecimiento, a la acumulación, a la escapada hacia adelante, a la promesa de progreso sin fin. Por eso no quiere escuchar a sus Casandras: porque ellas son el eco de un mundo al que ya no quiere —o no sabe— acceder. El mundo de la sombra, del misterio, de la verdad desnuda que duele y transforma. En ello reside una de las claves de nuestra tragedia contemporánea: vivimos en un Occidente perversamente prometeico, que extiende su contaminación por todo el planeta y que, incapaz de colapsar de forma voluntaria, consciente, sagrada y preventiva, acaba haciéndolo por la fuerza de los hechos, por la violencia implacable de lo real. Lo que podría ser un descenso ritual —guiado, deliberado, transformador, como en las antiguas iniciaciones y los mitos de muerte y renacimiento— se transforma así en un derrumbe ciego, caótico y traumático.
El inframundo, que debería ser un espacio de reparación, de aprendizaje, de reordenación profunda, de contacto con lo esencial, se convierte así en el abismo de lo que ya no puede sostenerse. No entramos en él para curarnos, sino que caemos en él por no haber querido entrar a tiempo. Y sin remisión. No se trata solo del colapso ecológico o económico, sino de un colapso espiritual, moral, simbólico, civilizacional. El mundo se deshace porque no hemos sabido desmontarlo conscientemente, con cuidado y con sentido. Y al no hacerlo, el desmoronamiento se impone desde fuera, como catástrofe, no como metamorfosis. Como no queremos caer conscientemente, entonces nos veremos obligados a caer inconscientemente.
Casandra encarna esa advertencia: si no se honra lo que está en sombra, si no se acepta la muerte iniciática que todo verdadero renacimiento exige, lo que vendrá no será la transformación, sino la ruina. La cultura que no sabe morir simbólicamente está condenada a perecer literalmente. Lo que nos falta, entonces, no es más información, ni más tecnología, ni más aceleración. Lo que nos falta es el coraje espiritual y colectivo para atravesar la noche, las sombras, para rendirnos al misterio, para morir a lo que somos y nacer a lo que podríamos llegar a ser. Pero eso exige una ruptura radical con los valores dominantes: exige desacelerar, decrecer, soltar, vaciarnos, despojarnos, renunciar al dominio. Es decir, exige exactamente lo contrario de lo que el sistema actual nos promete y nos exige.
Por eso Casandra sigue profetizando en vano, por eso seguimos sin escucharla. Por eso el colapso se define como hundimiento, como caída. Pero lo que rara vez se dice es que podría ser una caída elegida, un hundimiento voluntario, premeditado, sagrado, un dejarse caer, no como rendición pasiva, sino como acto de lucidez: como descenso profiláctico al inframundo para asumir la transformación necesaria antes de que sea demasiado tarde. Porque si no lo hacemos —si no somos capaces de organizarnos colectiva y espiritualmente para vivir un colapso controlado, preventivo, sanador— entonces lo que sobreviene es el colapso real, brutal, irreversible, devastador. El hundimiento ya no simbólico, sino material. No una bajada ritual, sino una caída destructiva.
Eso es lo que enfrentamos hoy: la imposibilidad, o más bien la negativa sistemática, de nuestra civilización a rendirse voluntariamente al ciclo natural de muerte y transformación. Nos aferramos a la permanencia, al crecimiento, al mito de la salvación técnica. Pero, paradójicamente, el precio de no saber morir simbólicamente es la destrucción. No se trata de desear el colapso, sino de entender que, si ha de venir, mejor que lo provoquemos nosotros en su dimensión simbólica, cultural, espiritual, para no tener que padecerlo en su versión más cruel.
Si no estamos dispuestos a caer juntos como civilización, que es lo que etimológicamente significa colapso, de forma deliberada, lúcida, con sentido, entonces lo que nos espera es una caída impuesta, desordenada, violenta, sin guía ni dirección. Un colapso asumido puede ser sanación y renacimiento. Uno negado, es nuestra sentencia de posible extinción como especie. La diferencia es crucial: una cosa es colapsar como acto de conciencia, como paso iniciático hacia una nueva forma de vivir; otra muy distinta es desplomarse bajo el peso de nuestra negación. Caer juntos no significa resignarse, sino aceptar que hemos llegado al límite de una forma de ser en el mundo. Significa reconocer que el camino de regreso pasa por un descenso compartido: simbólico, espiritual, estructural. Significa la unión mística de Casandra y Apolo. Significa que Casandra tiene razón y que ha hecho lo que debía hacer para ser escuchada de verdad. Evidencia que es necesaria una especie de suicidio ritual del viejo paradigma —como las culturas tradicionales sabían hacer— para dar lugar a algo nuevo. Pero ese algo nuevo no será fruto del progreso ni del salvamento tecnológico, sino del valor de tocar fondo con dignidad y atención plena y dejar que la incubación en el inframundo haga su trabajo el nosotros.
Aunque sabemos que las condiciones estructurales de la civilización capitalista dificultan enormemente la conexión transformadora con el interior —incluso en territorios marcados por tradiciones místicas que han cultivado históricamente ese camino—, es necesario insistir en que para que la voz de Casandra —esa verdad que quema— pueda ser realmente escuchada, no basta con exponer datos ni acumular evidencias racionales. Se requiere algo más profundo: una disposición interior y simbólica que permita acoger lo que su mensaje desvela.
Como señala Frédéric Lenoir (2023), existen mediadores que actúan como puentes entre los niveles de conciencia y entre las personas, facilitando una comprensión más allá del intelecto discursivo hegemónico. Estos mediadores —como los sueños, las sincronicidades, los rituales o la imaginación activa junguiana— abren un espacio liminar donde la verdad puede ser recibida de otro modo: con el alma, con el cuerpo, con el símbolo. A estos mediadores clásicos podemos añadir muchos otros, como las experiencias con plantas sagradas, las prácticas chamánicas o místicas, las técnicas oraculares, las disciplinas meditativas, las experiencias contemplativas, las danzas colectivas, las celebraciones populares, el trance artístico, la creación poética, el teatro, la música, las artes plásticas, el cine o la narrativa audiovisual. En estos lenguajes simbólicos es donde más claramente se expresa y traduce esa necesidad de descenso, de transformación interior, de rasgado de lo banal, de ruptura del filtro gris de la hipernormalización que impide ver lo que está frente a nosotros.
En este sentido, el cine y las narrativas audiovisuales recientes han dado lugar a obras que pueden leerse como expresiones contemporáneas del mito de Casandra y del umbral simbólico que su palabra exige atravesar. A través de estos relatos, se abre una vía más accesible para que la gente común escuche —y, quizás, incluso transforme— su forma de ver la realidad. Son relatos que no solo recrean simbólicamente la atmósfera del colapso, sino que lo hacen desde un descentramiento interior, desde una experiencia de transformación o trance. Ejemplos como Don’t Look Up (2021), de Adam McKay, que representa la negación colectiva del colapso incluso ante la evidencia científica, o Sirat. Trance en el desierto (2025), de Oliver Laxe, que propone una travesía espiritual en clave iniciática, revelan que la verdad solo puede ser acogida cuando se rompe la lógica de la normalidad, cuando se abren caminos simbólicos para la conmoción y la escucha. También lo hacen series como Lost (2004–2010), donde la isla se convierte en un espacio de pruebas y revelaciones que obliga a los personajes a enfrentar sus heridas más profundas, o Silo (2023-2024), que muestra una humanidad encerrada bajo tierra, aferrada a un orden artificial, donde solo a través del riesgo, la pérdida y la búsqueda simbólica se accede a la verdad sepultada. En todas ellas, nuestro acceso a lo real —como en el mito de Casandra— exige pasar por el umbral del desconcierto, del descenso, del duelo y de la transformación interior.
Una transformación que en gran medida remite a aquello que Jorge Riechmann concibe como autoconstrucción, ese «bricolaje político-moral para remediar un poco algunas de las taras del simio averiado que somos». Es decir, como reforma del pensamiento y del conocimiento mediante una «conversión» psíquica, a través de un proceso colectivo, lento y radical de transformación cultural, ética y subjetiva, orientado a enfrentar el colapso ecosocial mediante el descentramiento del ego moderno, la reconexión con los límites planetarios y la regeneración de vínculos comunitarios. Frente al imaginario capitalista del individuo autosuficiente, se plantea una práctica de sobriedad, cuidado y reconstrucción de sentido, que desafía la lógica extractivista del sistema dominante y abre camino a formas más humildes, justas y habitables de vida.
En un mundo atrapado en el filtro gris de la hipernormalización, donde el colapso se intuye pero no se acepta, solo a través de estos mediadores simbólicos de deconstrucción para la autoconstrucción puede tejerse un puente entre quien ve y quien no quiere —o no puede— ver. Son ellos los que permiten que la verdad oculta en la realidad actual no solo sea dicha y mostrada, sino acogida. Y es así, al activar ese espacio trascendente entre mundos, como Casandra podría llegar a ser escuchada, y tal vez incluso creída.
Bibliografía
▪ HERNÀNDEZ, G.M (2025): «La hipernormalización ante el colapso», 15-15-15. Revista para una nueva civilización, https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/01/la-hipernormalizacion-ante-el-colapso/
▪ KINGSLEY, Peter (2010): En los oscuros lugares del saber, Vilaür, Atalanta.
▪ — (2024): Realidad, Vilaür, Atalanta.
▪ LENOIR, Frédéric (2023): Jung, un viaje hacia sí mismo, Barcelona, Ediciones Obelisco.
▪ RIECHMANN, Jorge (2015): Autoconstrucción. La transformación cultural que necesitamos, Madrid, Los Libros de la Catarata.
▪ SCHEIDLER, Fabian (2024): El fin de la megamáquina. Historia de una civilización en vías de colapso, Barcelona, Icaria
▪ Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2025/08/25/por-que-el-mundo-ignora-a-casandra/ - Imagen de portada: Maia Koenig






