El lugar de la poesía en una sociedad poscrecentista

En su sobrecogedor libro Mujer y naturaleza –publicado por primera vez en 1978, y considerado aquél que dio comienzo al movimiento ecofeminista en Estados Unidos–, Susan Griffin llama la atención sobre cómo hemos asimilado un lenguaje referido al reino natural para, alterando algunos términos, adaptarlo a las exigencias del sistema económico. Así, a la Tierra la llamaríamos “paisaje; a los árboles, madera”; los animales estarían ahí para ser “cazados, para ser llamados domesticados”, al cuerpo femenino lo llamaríamos “cabello, … piel, pecho, vulva, clítoris, lo llamaríamos útero”. La anatomía de cualquier mujer es despiezada con el fin de volverla un objeto de consumo, una práctica que se muestra gráficamente en la pornografía –género  cinematográfico donde apenas se vislumbra a la persona entera, pues se prioriza el enfoque de sus órganos sexuales–, pero también en la publicidad, o en expresiones cotidianas como “vientre de alquiler”: como si el vientre solo, sin ayuda del cerebro, el corazón o los pulmones (y sin los cuidados de los demás) pudiese engendrar una vida.

Azahara Palomeque

Este desmembramiento cotidiano cuenta con otros ejemplos elocuentes: el pescado un día fue un pez; un filete o una empanada de carne se han desprendido semánticamente del animal vivo al que una vez pertenecieron antes de servirlos para la cena. La poesía de Griffin, podría afirmarse, efectúa un ejercicio de desnormalización que confronta al lector con sus propios vicios lingüísticos y, en el proceso, le muestra realidades hasta entonces desconocidas o, cuanto menos, pasadas por alto.
La preocupación por la emergencia climática debe atender a cuestiones aparentemente tan minúsculas, pero tan cruciales como el lenguaje, pues de su materialidad y uso se derivan los ingredientes básicos que otorgan significado al mundo. Dentro de la maraña sintáctica con la cual se elaboran maneras de pensar y entender la historia, la poesía representa un arte extremadamente importante, como puede verse en el caso de Griffin. Su composición, lectura y estudio impulsan un efecto de extrañamiento sobre un idioma siempre heredado que transporta prejuicios sociales y sesgos de distinto tipo, frecuentemente reproducidos de forma acrítica. Susan Griffin desenmascara una colonialidad que está presente en la equiparación semántica de distintas poblaciones oprimidas (razas juzgadas como inferiores, mujeres, animales) a la naturaleza; pero incluso la poesía que no tematiza las distintas vicisitudes de la biosfera debe destacarse en su labor de desmontaje, exploración y disección del lenguaje.
Sin embargo, el lugar que ocupan los versos en la construcción de un planeta habitable no termina aquí. Para el filósofo Jorge Riechmann, la lírica alberga un componente de espiritualidad que se articula en muy pocas artes, entre las que destaca también el flamenco (profundamente poético). Invocar una transcendencia apenas existente en nuestras sociedades secularizadas y aceleradas por los ritmos de producción podría conectarnos con la propia naturaleza humana, sus interdependencias con otros seres, y aludir a nuestra mortalidad. Recuperar la condición de mortales en plena era transhumanista en la que grandes magnates tecnológicos abogan abiertamente por continuar la senda colonialista a nivel interplanetario –son conocidos los programas espaciales de Jeff Bezos y Elon Musk– sirve el propósito de arraigarnos a los límites biofísicos del planeta y matizar la hubris que ha azuzado tradicionalmente prácticas extractivistas, dañinas para los ecosistemas y nosotros mismos en ellos.
Si a eso se le suman las enseñanzas estoicas de pensadores como Séneca o Marco Aurelio –en una época en que la filosofía y la poesía aún no se habían desgajado en dos disciplinas distintas: eran lo mismo–, especialmente aquellas que relacionan la mortalidad con la memoria de nuestros antepasados y, por ende, con un compromiso intergeneracional con los seres que están por venir, tendremos razones más que suficientes para ensalzar el verso e integrarlo en una utópica cotidianidad poscrecentista.
En La muerte en común, la filósofa Ana Carrasco Conde enfatiza asimismo el rol de la mortalidad en la creación de comunidades que se constituyen a través del ritual, como ocurría en la Grecia y la Roma clásicas, sobre todo mediante cantos fúnebres alrededor de un familiar o amigo fallecido. Se trataría, entonces, de poetizar un mundo que ahora, extremadamente digitalizado y mecanizado, prácticamente no deja espacio para ello.
Ahora bien, ¿cómo se poetiza el mundo? Parece una pregunta retórica, un acertijo difícil de responder. A la hora de trasladar esta cuestión al ámbito de las políticas públicas se pueden señalar el fomento de una actividad cultural que, por su bajo impacto medioambiental, puede crecer casi infinitamente; la inclusión en los distintos niveles de la educación reglada; o su integración en formatos televisivos o cinematográficos que a menudo sólo persiguen el entretenimiento. Crear sensibilidades predispuestas a la lírica pasa también por el concepto, acuñado por María Zambrano, de “razón poética”. La filósofa malagueña, decepcionada con los resultados de la racionalidad occidental –específicamente eurocéntrica– tras la debacle que supuso la guerra civil española y, seguidamente, la Segunda Guerra Mundial, trabajó toda la vida en desentrañar un paradigma alternativo donde se amalgamasen ciertos valores morales (destacando la piedad) con una Ilustración distinta de la que había desembocado en el Holocausto. Aunque el pensamiento de Zambrano sin duda se encuentra impregnado de cristianismo, sus lecciones continúan siendo válidas en la encrucijada ecosocial de hoy.
Por último, la creación de sensibilidades poéticas inexorablemente conduciría a la propulsión de un pensamiento demorado, alejado de la ubicuidad de las pantallas –sus ciclos adictivos y la inmediatez de las recompensas psicológicas, emocionales; su interesada fabricación de redes de vigilancia tremendamente lucrativas para un oligopolio empresarial–. Para escribir, leer y estudiar poesía se necesita tiempo. Es imposible correr en pleno desciframiento de los versos; al contrario, sumergirse en ellos contribuye a ampliar capacidades cognitivas, hoy en peligro de extinción, como la memoria y la atención.
Si, como afirma Jorge Riechmann, “una crisis de atención es una crisis de amor”, la poesía puede concebirse como el antídoto barato y ecológico a dicha crisis, una manera de restablecer los vínculos afectivos y reconocer las redes de ecodependencia e interdependencia que configuran nuestra especie, y resituar las cabezas supuestamente pensantes en el reino casi perdido de la reflexión pausada. Sólo así podríamos reconocer, por ejemplo, como decía Griffin, que “histeria” viene del griego hystera, que significa útero –particularidad anatómica a través de la cual se ha denigrado y discriminado a la mujer–, y otras muchas trampas etimológicas, mientras se elaboran relatos alternativos, y se cuestionan paradigmas hegemónicos –políticos, económicos– alejados de nuestras necesidades.

Fuente: https://climatica.coop/lugar-poesia-sociedad-poscrecentista/ - Imagen de portada: Foto: ALEX GRUBER / UNSPLASH

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