Epicuro: la felicidad y el placer

La sociedad actual no parece de ningún modo dispuesta a renunciar a un cierto hedonismo, es decir, a una moral orientada al goce, al placer, al sabor de la vida, y a sentir en ello la felicidad.  Pero ese goce, placer y sabor de la vida, por la fuerza del relativo desabastecimiento económico, habrán de empezar a ponerse en los gustos de la vida sencilla, en un arte del ocio, en una moral neohedonista y comunitaria (microcomunitaria: goce del amor, de la amistad y de la comunicación con el endogrupo) o, si se prefiere llamarlo así, en un epicureísmo mucho más parecido al originario de Epicuro y sus inmediatos discípulos, relajadamente ascético, que la lo que el leguaje usual se entiende por epicureísmo.
Vayamos pues a conocer un texto de Epicuro en el cual nos transmite su visión de la la felicidad, muy cercano a lo que ahora 2.500 años después tratamos de divulgar mediante la idea de decrecimiento.

Epicuro – Carta a Meneceo

" [...]
También hay que considerar que algunos deseos son naturales, otros son vanos; algunos de los naturales son necesarios, otros sencillamente naturales; de los necesarios unos lo son para lograr la felicidad, otros lo son para el bienestar del cuerpo, otros para la propia vida. Un conocimiento seguro de estos deseos es suficiente para conducir cualquier elección o rechazo hacia la salud del cuerpo y la serenidad del alma, pues es este el fin de una vida feliz. Asimismo el motivo de todo cuanto hacemos es no sentir dolor ni encontrarnos afligidos. En cuanto lo alcanzamos, aunque sea una sola vez, cesan las tormentas del alma, y un ser vivo no tiene ya que deambular como si se encontrara necesitado de algo o como si buscase alguna otra cosa con la que colmar de bienes su alma y su cuerpo. Tenemos, por tanto, necesidad de placer cuando su ausencia nos provoca dolor; pero en cuanto no sentimos dolor, ya no hay necesidad de placer.
Por todo esto afirmamos que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos considerado el bien primero y originario y nos sirve como punto de partida para elegir y rechazar, y a él acudimos para juzgar todo bien desde el criterio que marca la sensación. Dado que es este el bien primero y connatural, no elegimos por tanto cualquier placer, sino que hay ocasiones en las que son muchos los que dejamos de lado, cuando consideramos que les acompaña una aflicción aún mayor. Creemos que hay dolores que son preferibles a los placeres, en caso de que, después de un largo tiempo soportando esos dolores, sobrevenga un placer aún mayor. Todo placer, por tanto, por el hecho de tener una naturaleza familiar, es un bien, aunque no todos sean aceptables. En cuanto a los dolores, son todos malos; pese a esto, no hay que estar siempre huyendo de ellos. Lo conveniente es juzgar todas estas cosas mediante el cálculo de los beneficios y la consideración de los perjuicios, puesto que en algunas ocasiones hacemos uso de un bien como si fuera un mal, y, a la inversa, de un mal como si fuera un bien.
Creemos que la autosuficiencia es un gran bien, no para que siempre echemos mano de unas pocas cosas, sino para que, si no es mucho lo que tenemos, nos baste eso poco, convencidos hasta la médula de que los que más placer encuentran en la abundancia son los que menos necesitan de ella, de que todo lo que es natural es fácil de conseguir y de que lo vano es muy difícil de adquirir. Cuando se ha extirpado de uno el dolor que proviene de la necesidad, aportan el mismo placer los sabores sencillos que las comidas suculentas: el pan y el agua dan un placer muy intenso, si el que se los lleva a la boca los necesita. Así pues hacerse con el hábito de llevar un régimen sencillo y sin lujos ayuda a conseguir salud, hace que un ser humano no se muestre vacilante en las situaciones en las que la vida apremia; cuando se le presenten delante épocas prósperas, le resultarán más gratas, y además resulta un entrenamiento para mostrarse valiente en los lances de la suerte.
Así pues, cuando decimos que el placer es el fin, no estamos hablando de los placeres de los viciosos ni de los que reporta una vida disipada, como piensan aquellos que o nos desconocen, o discrepan, o nos malentienden, sino al no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni banquetes ni fiestas sin fin, ni los placeres que dan los muchachos jóvenes o las mujeres, ni los pescados o cuantos alimentos se sirven en una mesa lujosa, proporcionan una vida placentera, sólo un razonamiento sobrio que busque las causas de toda elección y rechazo y que aleje las opiniones falsas, que son las que producen mayor aflicción a las almas.
El comienzo de todo esto y el mayor bien es la prudencia, por ello la prudencia es incluso más apreciable que la filosofía. Pues de ella surgen naturalmente todas las demás virtudes: enseña que no se puede vivir con placer si no se vive con cordura, honestidad y justicia; ni vivir con cordura, honestidad y justicia sin vivir con placer. Las virtudes, por tanto, son connaturales a una vida placentera y la vida placentera es inseparable de ellas.
¿Quién podría ser mayor que alguien cuyas creencias son piadosas respecto a los dioses, que en ningún momento tiene temor alguno a la muerte, que ha reflexionado sobre el fin de la naturaleza y sabe que se llega con facilidad a colmar el límite de los placeres y que el límite de los males aparece en momentos y padecimientos breves; que anuncia que esa dueña de todas las cosas —la Fatalidad— ha sido introducida por algunos y que las cosas suceden unas por necesidad, otras por azar, otras dependen de nosotros, de modo que la necesidad no tiene responsabilidad, la fortuna sigue un rumbo incierto, pero en lo que depende de nosotros no hay más dueño, por lo que es natural que surjan ahí la censura o el elogio?
Es preferible tener en cuenta los mitos que hay sobre los dioses que servir de esclavos a la Fatalidad de los físicos, pues en un caso se dibuja la esperanza de una intercesión divina a cambio de honores, mientras que la necesidad no ofrece intercesión alguna. Un hombre así no considera que la fortuna sea una divinidad, como cree la mayoría —ya que nada que haya hecho un dios puede carecer de orden—, ni una causalidad incierta, ya que no cree que a través de ella obtengan los hombres un bien o un mal para la vida feliz, por más que sea ella quien lleve la voz cantante en los comienzos de grandes bienes y grandes males. Piensa que es preferible ser desafortunados y sensatos que ser insensatos y afortunados. No obstante, es mejor que lo que hemos decidido correctamente se enderece en nuestras acciones con su ayuda.
Estas cosas y otras semejantes medítalas contigo mismo día y noche y también con alguien semejante a ti y jamás, ni en la vigilia ni en el sueño te sentirás turbado. Vivirás como un dios entre hombres, pues en nada se asemeja a un ser mortal el hombre que vive en los bienes inmortales.

Image3nes: filoaletheia.blogspot.com -

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