La cumbre de la OTAN y el planeta en llamas
Afirmar que el complejo industrial-militar, hiperconsumidor de combustibles fósiles, sirve para luchar contra el cambio climático es como decir que la mejor forma de apagar un incendio es con gasolina: Madrid se prepara para la cumbre de la OTAN mientras atraviesa las peores olas de calor en décadas. De espaldas al clima y a la comunidad científica, la cultura de la guerra se abre camino en tertulias y editoriales como si la vía militar fuese la única alternativa realista para resolver conflictos internacionales. Nada nuevo bajo el sol, salvo la intensidad de su radiación. Con un pie en la crisis climática y otro en la energética, la cumbre de Madrid simboliza la apuesta por la militarización en la era del descenso energético y el calentamiento climático.
Alberto Coronel / Alejandro Pedregal / Juan Bordera
El significado de esta apuesta –y la razón por la que las organizaciones ecológicas se oponen a ella– puede ser ilustrado de la siguiente manera:“Dos grupos de personas se pelean en el interior de un edificio. Desde fuera se observa que el edificio está ardiendo. La policía, desde el exterior, es testigo de que un grupo ha agredido a otro. Discute la situación unos minutos y luego decide entrar dentro del edificio ardiendo para pelear del lado del grupo agredido. En ese momento llegan los bomberos y tratan de desplegar sus mangueras, pero las patrullas de la policía bloquean el paso. ¡Tienen que salir todos de ahí! –gritan los bomberos desesperados–. Un transeúnte que pasaba por ahí se queda mirando a los bomberos, extrañado, y les pregunta: ¿pero vosotros con quién demonios están?”.
Si el militarismo es la lógica por la cual la policía decide priorizar la pelea sobre el incendio, la postura del ecologismo frente al militarismo coincide con la posición de los bomberos. Precisamente, porque toda forma de defender la vida en el planeta Tierra (dentro y fuera de Ucrania; dentro y fuera de Yemen; dentro y fuera de Somalia) pasa por hacer frente a la crisis climática considerando los límites que se derivan de la crisis energética. Si no enfrentamos ambas crisis a la vez –considerando también la creciente escasez de materiales–, toda promesa de seguridad estará tan limitada como la ayuda que se le pueda prestar a una persona en el interior de un edificio en llamas. Y nos estamos quedando sin tiempo.
Resulta paradójico: desde hace décadas los informes estratégicos de la OTAN sobre “seguridad climática” subrayan la necesidad de adaptarse a fenómenos meteorológicos extremos, no a prevenirlos. Pero si no ayudan a prevenir el calentamiento climático, ¿en qué medida podemos seguir considerando a la OTAN una fuerza al servicio de nuestra seguridad? Según Pedro Sánchez: “Para España es fundamental fortalecer las relaciones entre la OTAN y la Unión Europea para reforzar la responsabilidad de la Alianza en el ámbito de la seguridad humana, abarcando aspectos como la lucha contra el cambio climático y asuntos relacionados con mujer, paz y agenda de seguridad, que serán cruciales para la seguridad y la estabilidad en las próximas décadas”.
La OTAN, la lucha contra el cambio climático, la mujer, la paz, la seguridad: los términos se deslizan como si se siguieran naturalmente los unos de los otros. Por un lado, una declaración como esta obvia que el militarismo es una racionalidad que refuerza la estructura patriarcal de las sociedades. Como señala Nick Buxton: “El patriarcado está profundamente arraigado en las estructuras militares y de seguridad”. Desde la ubicuidad del liderazgo masculino hasta su predominio mayoritario en las fuerzas militares y paramilitares, todos los dispositivos bélicos están sujetos a una determinada concepción de la seguridad que no es ni la única ni la necesaria. No solo en relación con las mujeres –víctimas genéricas de agresiones sexuales en los conflictos bélicos–: el sacrificio de miles de soldados jóvenes y pobres refleja también la violencia que ejerce el padre militar sobre los hijos, que ya con 18 años deberán demostrar que no son cobardes entrando en ciudades repletas de francotiradores.
Por otro lado, Sánchez omite, por buenas razones, toda mención a la estructura colonial de la OTAN. Sin el militarismo no se entiende el estado actual del planeta en que vivimos: un planeta configurado por el Norte Global para garantizar su acceso a la energía, los materiales y el trabajo barato del Sur. Las décadas de intervenciones, saqueos y apostillamientos militares reflejan claramente cuál es rol de los ejércitos como guardianes del statu quo. El drenaje de vidas y bienes del Sur por el Norte configura un desequilibrio global que no se mantendría en vilo sin la acción incesante de los dispositivos militares.
La idea (no de bombero, sino de militar) de que la OTAN sirve para garantizar la seguridad y la responsabilidad de los aliados en el contexto del cambio climático obvia también algo que las organizaciones ecologistas y pacifistas no han dejado de repetir: contra el cambio climático no se lucha, se coopera para reducir el consumo de energías que emiten gases de efecto invernadero. Y ese es el problema principal: sin paz no es posible la cooperación internacional, y sin cooperación internacional no es posible disminuir las emisiones de CO2. Al contrario, se estimula a Alemania (con los verdes en el gobierno) a incrementar por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial su gasto militar hasta el 2% de su PIB y a que China aumente el suyo un 7,1% en 2022 (frente al aumento del 6,8% de 2021 y el 6,6% en 2020).
Es decir: afirmar que el complejo industrial-militar, hiperconsumidor de combustibles fósiles, sirve para luchar contra el cambio climático es como decir que la mejor forma de apagar un incendio es lanzando gasolina contra las llamas. Otra idea de militar, no de bombero. Recordemos que el Pentágono es el principal consumidor institucional de petróleo del mundo. En 2017 se calculó que, si el Pentágono fuera un estado, aparecería en la 55ª posición como emisor de gases de efecto invernadero, por encima de países como Portugal o Suecia. En 2019 ascendió al puesto 47, y hoy sigue subiendo. Por ello, no está claro que el poderoso ejército de los Estados Unidos sea el aliado idóneo para combatir la emergencia climática que ya es la causa de 250.000 muertes cada año, y que está obligando a migrar a entre 20 y 30 millones de personas. Se calcula que este número puede ascender a 1.000 millones de desplazados en 2050.
Digámoslo una vez más: pasados ciertos umbrales, los efectos del cambio climático se superponen unos a otros y aumentan sus consecuencias de forma exponencial. Esta es la mayor amenaza que enfrenta la especie humana en el siglo XXI, por ello no podemos llamar seguridad a ninguna operación que actúe como si esta no existiera.
Retomando las palabras de Sánchez: ¿cómo podría la OTAN ayudar a combatir el cambio climático? Dejando sus ejércitos quietos, cosa para la que no están hechos. Por lo pronto, la delegación de Estados Unidos ha reservado 1.200 habitaciones –el 12% de las habitaciones de lujo de Madrid– para decidir, junto al resto de los miembros de la OTAN, qué hará durante las próximas décadas con los 3.891 aviones de combate, los 13 portaaviones, las 122 fragatas, los 22 submarinos, los 9.460 tanques de batalla y los 10.815 vehículos blindados con los que cuenta la Alianza. Sin contar el impacto medioambiental de las operaciones y los ensayos militares, solamente las emisiones de C02 de los ejércitos deberían ser suficientes para comprender que el militarismo es la respuesta incorrecta a la pregunta equivocada.
Con 800 bases reconocidas en 80 países, y otras 740 en suelo propio, el 70% de su consumo energético se va en la quema de combustibles para el desplazamiento de sus tropas y armamento, lo que permite estimar en 82,3 millones de barriles de combustible el uso total de petróleo para 2022. A esto cabe añadir que el gasto militar de Estados Unidos ascendió a 800.000 millones de dólares en 2021, de un total de dos trillones americanos (dos billones europeos) a nivel mundial. Esto supone un gasto superior al realizado por la combinación de los otros nueve países que le siguen en la lista, la mayoría de ellos, con la excepción de Rusia y China, aliados de Estados Unidos.
A estas alturas del texto, el lector que mire con buenos ojos la remilitarización de la OTAN como respuesta lógica a la invasión de Rusia en Ucrania, dirá: “Muy bien, los cazas, los tanques y las bombas generan emisiones, pero ¿qué hacemos con Rusia? ¿Acaso merece Ucrania quedarse sola frente al ejército ruso?”. Por supuesto que no. La pregunta es si la entrada de la OTAN en el conflicto –la entrada de la policía al edificio– nos acerca o nos aleja de la paz. Si miramos el historial de la OTAN, veremos que la presencia de Estados Unidos en un país extranjero es cualquier cosa salvo una garantía de paz.
De hecho, como relata Rafael Poch en su libro reciente, La invasión de Ucrania, ya en 1990, tras la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos evitó la disolución de la OTAN para conservar su capacidad de influencia sobre Europa. De este modo, canceló los efectos de la estrategia de seguridad integral que se había pactado en la Carta de París y que, aunque no la recordemos, fue uno de los logros diplomáticos más importantes del final de la Guerra Fría. Entonces, como hoy, Estados Unidos prefirió consolidar su capacidad de influencia en territorios extranjeros sobre la paz en esos territorios. ¿No estamos ante una nueva subordinación de la soberanía europea ante la estadounidense?
Es más: hoy es Biden, pero mañana puede volver a ser Trump. Sin embargo, en la cumbre de Madrid se llegará a acuerdos que comprometerán a los miembros de la alianza al margen del tipo de lunático que se siente frente al despacho oval. Podemos recordar a este respecto la razón que Donald Trump esgrimió el 1 de noviembre de 2019 para dejar a sus tropas en Siria: “Queremos traer a nuestros soldados a casa. Pero sí dejamos soldados, porque nos quedamos con el petróleo. Me gusta el petróleo. Nos quedamos con el petróleo”.
Otro episodio reciente nos muestra, de manera cristalina, cómo en los 20 años que Estados Unidos y la OTAN pasaron en Afganistán (2001-2021), con el objetivo de exportar la libertad, la seguridad y la democracia al territorio, la aventura se saldó con miles de víctimas civiles, el drenaje de los recursos del país, la desarticulación de sus estructuras estatales, 300 millones de dólares al día durante 20 años (dos billones de dólares) y la victoria de los talibanes. ¿Lucha contra el cambio climático, mujer, paz, seguridad?
Ante un mundo transformado y dirigido por ideas de militares, ¿no es acaso el momento de cambiar de estrategia? La mejor idea del bombero: prevenir el incendio. Es decir: cambiar nuestra forma de organización social para reducir drásticamente nuestra dependencia de los combustibles fósiles. Ya sea con respecto del gas ruso o el petróleo saudí, militarismo y dependencia fósil no son sino las dos caras de la misma moneda: militar y energética.
Porque el militarismo obstaculiza toda forma de transición energética justa, el ecologismo será antimilitarista o no será. Porque ante un planeta en llamas precisamos de ideas de bomberos, no de militares. Cuando la prensa militarista califique las manifestaciones contra la OTAN como una “idea de bombero” ya sabremos a qué se refieren. Nada más cerca de la realidad.
Autores: Alberto Coronel / Alejandro Pedregal / Juan Bordera
Fuentes: CTXT [ Imagen: UE, militarización, OTAN. PEDRIPOL] https://ctxt.es/es/20220601/Firmas/40065/OTAN-industria-militar-armas-guerra-combustibles-energia-calentamiento-climatico.htm