Necesitamos otro paradigma evolutivo
A Charles Darwin se le considera el fundador de la biología. El problema es que su aportación resulta endeble y prejuiciosa, por lo que es necesario fundar en otras investigaciones la ciencia de la vida y, en especial, lo que la aglutina: la evolución de las especies. Hace unos veinte años, y con el fin de ampliar mi cultura científica, comencé a leer El origen de las especies (1859). Antes de hacerlo, por lo que recordaba de mi etapa como alumno de bachillerato, pensaba que Charles Darwin sostenía que la evolución ocurre por presión de los depredadores sobre las presas y la resistencia de estas a ser devoradas, según un modelo de coevolución; por ejemplo, los zorros se volverían más ágiles para cazar conejos y estos afinarían sus sentidos para detectar la presencia de carnívoros y huir antes de que se acercasen demasiado. Sin embargo, no es esa la posición que Darwin afirma en su apreciada obra.
Javier Ugarte Pérez
Doctor en Filosofía.
Por ello, a medida que la leía y comprobaba qué defiende Darwin, sentía un gran malestar, por lo que me esforcé por comprender la biología evolutiva, cuyo resultado se recoge en mi último libro Competencia o cooperación. Sobre la ideología que domina la biología. Quizás una mirada filosófica ayude a desentrañar concepciones que parecen científicas pero que constituyen convicciones ideológicas. Mi texto se incluye en una filosofía de la biología que se expande a medida que lo hace la propia ciencia de la vida. El libro también se relaciona con la biopolítica, en la medida en que se ocupa de los seres humanos como una especie animal, con sus tasas específicas de natalidad y mortalidad, lo que proporciona claves para su gobierno.
Lo que el darwinismo defiende
Comienzo con un distingo entre evolución de las especies y selección natural. La evolución es un hecho comprobado por innumerables vías: registro fósil; semejanzas entre embriones de diferentes especies; similitudes entre organismos extintos y vivos; homologías entre diferentes órganos como patas delanteras y alas en los vertebrados (entre otras). Por lo tanto, no cabe cuestionar tal realidad. Estudiosos anteriores a Charles Darwin, como Lamarck y Erasmus Darwin (abuelo de Charles), ya afirmaban la evolución de las especies, aunque desconocían su fuente o causa. Para explicarla, Charles Darwin postuló la selección natural, según la cual nacen más especímenes de los que pueden alimentarse, por lo que entre ellos se desata una lucha por la supervivencia en la que solo los más adaptados sobreviven y se reproducen. El hecho se debe a que los descendientes de una pareja muestran algunas diferencias entre sí, por lo que no todos están igualmente dotados. Cuando a la selección natural se sumó la concepción hereditaria de Gregor Mendel (genética) entonces se compuso el paradigma actual de la evolución, denominado “Teoría sintética”. La unión de ambas concepciones explicaría que las diferencias entre organismos conlleven la aparición gradual de nuevas especies. Pese a tal convicción, el gradualismo que defiende la Teoría sintética como fuente de especiación no ha sido comprobado.Según Darwin, el mayor obstáculo para la supervivencia procede de los congéneres porque se alimentan de los mismos recursos y viven próximos; es decir, la mayor amenaza se encuentra en los hermanos de camada o pollada. Tal convicción parece expresar, en clave naturalista, el mítico fratricidio que funda varias civilizaciones: Caín mató a Abel; Seth a Osiris; Rómulo a Remo. En la concepción de Darwin, las dificultades del medio ambiente (abióticas) tienen escasa importancia porque el naturalista cree que el medio cambia de manera súbita y provisional, por lo que no impulsa de manera clara una dirección evolutiva. Tampoco la presión de los depredadores tiene la influencia que cabría esperar, aunque Alfred Wallace, coautor de la selección natural, le concede gran importancia. Ambos naturalistas tienen una visión sobre los vivientes que caracteriza a muchos zoólogos especializados en vertebrados; por ese motivo, gran parte de botánicos, micólogos y microbiólogos se distancian del paradigma evolutivo.
La endeblez del darwinismo se muestra en el sufijo “–ismo”, propio de corrientes políticas (liberalismo, socialismo, anarquismo) y movimientos artísticos (impresionismo, cubismo, surrealismo). Este sufijo no aparece en los caminos abiertos, por ejemplo, por Isaac Newton o Dimitri Mendeléyev, puesto que sus aportaciones no se denominan newtonismo ni mendeleyevismo. No se trata de una cuestión puramente terminológica, sino que la importancia de los descubrimientos del físico inglés y del químico ruso resulta plenamente admitida, a diferencia de lo que sucede con el naturalista inglés. En mi opinión, el único mérito que se puede atribuir a Charles Darwin es haber insistido en la continuidad de todos los vivientes, lo que conlleva proximidad entre humanos y primates. Esta afirmación y el hecho de que la selección natural fuera atacada por cristianos piadosos constituyen la base para que a Marx y a Engels les pareciera que Darwin era un científico osado. Sin embargo, el naturalista inglés solo resulta innovador o valiente si sus afirmaciones se comparan con la visión religiosa, medieval, de una naturaleza regida por los designios inescrutables (aunque perfeccionistas) de una divinidad.
Otra muestra de la endeblez del darwinismo es que no se ve una clara diferencia entre afirmar que superan las adversidades quienes se encuentran mejor adaptados a un medio y afirmar que sobreviven los que sobreviven, cuando se convierte la adaptación en prueba de supervivencia. Si tal convicción no constituye una tautología, pues se parece bastante, como subrayó Karl Popper. Sin embargo, esto no es lo peor, aun siendo erróneo que una concepción insustancial merezca el estatuto de teoría científica. Lo peor es el hecho de que el propio Darwin sea responsable de aplicar a la sociedad su visión zoológica en lo que se denomina “darwinismo social”, tal como expresó en El origen del hombre (1871); he aquí un ejemplo sacado del capítulo V: “Los salvajes suelen eliminar muy pronto a los individuos débiles de espíritu o de cuerpo, haciendo que cuantos les sobrevivan presenten de ordinario una salud fuerte y vigorosa. A realizar plan opuesto e impedir en lo posible la eliminación se encaminan todos los esfuerzos de las naciones civilizadas […] De esta suerte, los miembros débiles de las naciones civilizadas van propagando su naturaleza, con grave detrimento de la especie humana”. Supongo que se comprende el motivo de que, a medida que profundizaba en las obras del naturalista inglés, mi malestar creciera.
No debe sorprender que sus escritos transiten de lo natural a lo social, puesto que cuando se fundó la biología (en alguna década difícil de precisar del siglo XIX), los seres humanos eran la especie sobre la que más se había reflexionado. En vida de Darwin aún resonaban las advertencias del demógrafo Malthus sobre las desgracias provocadas por el aumento de población y, en particular, a consecuencia de la excesiva fecundidad de pobres y enfermos. Para el naturalista inglés, el problema denunciado por Malthus se agravó en la segunda mitad del siglo XIX porque los beneficiosos efectos de la selección natural habían desaparecido de las sociedades europeas. El motivo se debía a que gobiernos y filántropos concedían ayudas a pobres y enfermos con el fin de ayudarles a sobrevivir, pero los menesterosos tendían a reproducirse sin medida (como había advertido Malthus), convencidos de que otros se preocuparían por sus hijos. No obstante, quienes mantenían una opinión tan negativa de sus humildes compatriotas no percibían que resultaba contradictorio culparles por reproducirse demasiado, a la par que les prohibían acceder a métodos anticonceptivos.
El temor a la excesiva supervivencia y reproducción de débiles y enfermos fue alentado por el abaratamiento de los alimentos, hecho facilitado tanto por la revolución agrícola como por la mejora en los transportes; también les ayudaban a sobrevivir los médicos y las vacunas, como la de la viruela. A ello se suma que los varones jóvenes, fuertes y valientes sucumbían en los frentes de batalla, mientras los lisiados y enfermos se reproducían aprovechando la ausencia de soldados. Así, en opinión de muchos pensadores, las ayudas a los pobres y una rígida concepción hereditaria acarreaban la involución o degeneración de las naciones europeas, precisamente cuando estas se embarcaban en una política imperial de enorme extensión; como se sabe, los problemas irresolubles provocados por el imperialismo les abocaron a la Primera Guerra Mundial.
El temor a la degeneración existía antes de Darwin y se fundaba en las precarias condiciones de vida en las grandes ciudades, pero la publicación de sus obras le dio un enorme aliento y cambió el foco de visión: de las condiciones existenciales a las fisiológicas o genéticas. De ahí que Francis Galton, primo de Darwin, fundara la eugenesia; esto es, la técnica de los buenos nacimientos. Como se ve, el entramado ideológico de la doctrina de la selección natural se fraguó entre ingleses de clase alta: Malthus, Darwin, Galton, además de Thomas H. Huxley (apodado “el bulldog de Darwin” por su defensa del maestro). El temor a la degeneración llegó a su clímax con el exterminio nazi de millones de personas, por lo que los darwinistas abandonaron los aspectos más controvertidos de la doctrina como, por ejemplo, su concepción sobre el diferente valor de las razas. Sin embargo, en la actualidad se mantiene la convicción de que la rivalidad entre congéneres es una fuente de progreso, lo que constituye la base para el individualismo competitivo que caracteriza a las sociedades angloparlantes. Otra consecuencia del paradigma evolutivo es la convicción de que resulta injusto (por no decir algo peor) gravar con impuestos a los adinerados para mantener a los incapaces; hoy se diría: para subsidiar a quienes no se esfuerzan por encontrar empleo.
Tenemos alternativas
Ahora bien, no estamos obligados a transitar el camino de la Teoría sintética, a menos que intentemos conseguir un premio Nobel o la Medalla Darwin. Entre las opciones que discuten el paradigma dominante se encuentra la ecología, que sostiene que la principal competencia se da entre especies (coevolución), sin olvidar la importancia de las condiciones abióticas. No obstante, la alternativa más sólida ha sido elaborada por la microbióloga Lynn Margulis, para quien las simbiosis entre organismos de diferentes especies, de cara a superar dificultades abióticas, constituyen la fuente de evolución. Cuando estas uniones o consorcios fracasan entonces desaparecen sin rastro; no obstante, si triunfan, quizás dejen descendencia y con ello generen una nueva especie. Las infecciones víricas constituyen una de las vías habituales para incorporar material genético.
Margulis demostró que los antepasados de mitocondrias y cloroplastos eran bacterias de vida independiente que se integraron en células complejas (o con núcleo); las mitocondrias resultan ubicuas, aunque los cloroplastos se encuentran en vegetales y algas. Pero tal incorporación no constituye un hecho aislado, ya que nuestro intestino está poblado de bacterias que no integran nuestro genoma, pero sin las cuales nos costaría mucho vivir debido a su beneficiosa actividad; en el caso de los animales rumiantes, las bacterias de su intestino cumplen funciones aún más decisivas. Por ello, la actual investigación biomédica subraya, de manera creciente, la importancia de la flora intestinal para la salud.
En palabras de Margulis: “Nadie, animal o planta, adquiere nuevos caracteres heredables creciendo, comiendo, ejercitándose, apareándose y demás. Por el contrario, bajo condiciones de estrés [abióticas], distintos tipos de individuos se asocian físicamente. Más adelante, algunos se incorporarán a los otros y algunos de éstos incluso llegarán a fusionar sus sistemas genéticos” (Una revolución en la evolución. Lectio). El proceso que defiende la microbióloga no está dirigido, sino que ocurre a saltos (lo que es coherente con el registro fósil) y tiene carácter azaroso, por lo que resulta imprevisible. Así, Margulis defiende un materialismo no mecanicista y saltacionista, a diferencia del paradigma dominante; ambas posiciones solo coinciden en mantener la unidad de los vivientes a partir de un origen no divino.
Quizás otro día hablemos de Louis Pasteur y del (bio)poder de las vacunas.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/necesitamos-otro-paradigma-evolutivo