¡Baterías no! ¡Catenarias!: Decrecimiento. Por una movilidad justa y que tenga en cuenta los límites

No habrá futuro sustentable ni justo que no pase por relocalizar nuestras actividades socioeconómicas, adelgazar la industria, expandir la agroecología y reforzar la accesibilidad frente a la movilidad: Gloria reforzó la preocupación de Reine por los daños medioambientales causados por las empresas mineras y compartió una preocupación aún mayor: —Déjame decirte algo importante de lo que nadie habla. Las reservas minerales del Congo durarán otros cuarenta años, ¿quizá cincuenta? Durante ese tiempo la población del Congo se duplicará. Si nuestros recursos se venden a extranjeros en beneficio de la élite política, en lugar de invertirlos en educación y desarrollo para nuestro pueblo, en dos generaciones tendremos doscientos millones de personas pobres, sin educación y a las que no les quedará nada que perder. (De Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes).

Por Elena Krause

Entre el débil y el fuerte, la libertad oprime y la ley libera.  

(Jean-Jacques Rousseau)



Los avasallados
Vives en un pueblo cercano a una gran ciudad y un día unos soldados en nombre del gobierno y representando a los intereses de una empresa extranjera te dicen que tienes que dejar tu casa, abandonar tus huertos, tu pueblo, la iglesia y la escuela a la que llevas a tus hijos porque en el subsuelo hay un tipo especial de oro azul. Te expulsan mediante la coacción, el engaño o a punta de fusil. O prenden fuego a tu vivienda y a tus cultivos. Y en el centro de la plaza, kilos y kilos de explosivos perforan el suelo hasta que, de lo que fue tu hogar, sólo queda un cráter del tamaño de Madrid, que se aprecia desde el espacio. Y tú te quedas en la calle, con tu familia, despojado, sin nada y durmiendo en el bosque. Y de repente, el paisaje de la ciudad cambia. Allá donde mires hay faraónicos pozos y bajo las casas cientos y cientos de túneles. Y en algunos barrios, un polvo amarillo y corrosivo se posa sobre todo y todos. Los vecinos saben que se están envenenando porque los pollos se mueren, pero no tienen dónde ni cómo escapar.
Ahora tienes 11 años y puedes asistir a clase todos los días porque tu padre y tus hermanos trabajan excavando una mina de cobalto y entre todos te pagan la escuela. Un día tu padre se parte el brazo, pero el dinero hace falta y tú quieres ayudar. Así que dejas temporalmente el colegio y te vas al túnel, hasta que se desploma y a ti te arrancan de la tierra con la columna partida. Tuviste suerte, para tu primo de 14 años el túnel fue su túmulo. Ya no puedes moverte y sólo tienes pensamientos suicidas. Te encantaban las clases de francés.
O eres una niña de 15 años que pierde a sus padres y te quedas huérfana, sola, y en el universo inseguro y despiadado en el que vives no tardan en violarte, te contagian el VIH y te quedas embarazada. Y para sobrevivir no te queda más que una mercancía: tu cuerpo cansado y enfermo. Por la mañana lavas las piedras de cobalto en agua ponzoñosa y por la tarde te prostituyes siempre con tu bebé a la espalda. Y un mediodía, tú y tu pequeño os dormís debajo de un árbol y ya no despertáis.
Esto es una fracción diminuta (y algo ficcionada) de algunos de los relatos que puedes encontrar en Cobalto rojo, un libro que invoca a las sombras. Miles de niños y adolescentes trabajando en las minas por 1 dólar al día, —algunos obligados por soldados y mafias— en la más pura definición de lo que es un trabajo forzoso en condiciones peligrosas, y muchos explotados en un sistema de servidumbre por deudas. Legiones de miles y miles de personas a las que se les arrebata sus condiciones más básicas de subsistencia contaminando sus bosques, sus lagos, sus ríos o arrebatándoles con violencia y extorsión sus cosechas. Acaban todas ellas dependiendo de la extracción de la minería artesanal, excavando túneles en condiciones inseguras, insalubres, inhumanas a cambio de 3 o 4 dólares al día en el mejor de los casos.
Si hay un lugar en el globo donde la regla del notario se aplica con escrupuloso virtuosismo es en la República Democrática del Congo. Materiales arrancados de las entrañas de sus ciudadanos con esfuerzo, enfermedad, malformaciones, violencia, muerte y sangre. Materiales que atraviesan el planeta para enriquecer a unos pocos. Una economía de la rapiña en la que ni una pequeña porción de esta riqueza, ni una pequeña porción, se emplea para que los congoleños tengan hospitales, acceso universal al médico, escuelas, carreteras o agua potable y electricidad. Ellos asumen todo el riesgo, el corporal y el del espíritu, y como premio les queda un presente como un infierno apocalíptico y un futuro de ruina y asolación.
Este ensayo recoge el largo viaje de su autor, Siddharth Kara. Un viaje que giró en torno a las voces de numerosas familias, hombres, mujeres y niños del Cinturón del Cobre que se sentaron con él y le abrieron la puerta de sus memorias, habitantes —parafraseando a Aimé Césaire— de la llaga sagrada. En esencia, este es un ensayo sobre la injusticia que no cesa, la crueldad y el sufrimiento humano narrado en primera persona del plural. Un nosotros de dolor compartido que el autor ha sabido reflejar en las voces de cada una de las personas con las que se sentó y se entrevistó.
Debo contar que he leído este libro con Google Earth abierto y que me he acercado haciendo zoom a cada una de las localidades y barrios que el autor recorrió. Así he podido comprobar, a vista de pájaro, los cráteres excavados en la tierra, los pozos enormes, las piscinas de lavado de un verde a lo Homer Simpson, las miles y miles de casuchas hacinadas en torno a las minas y la desoladora deforestación. La vista de satélite, sin embargo, no me permitía respirar el aire lleno de arena ni de ácido sulfúrico, tampoco probar el agua repleta de metales pesados, ni sentir el sol abrasador sobre los hombros. Tampoco me permitía escuchar el llanto de las madres ni el sonido de la tierra cuando los túneles se derrumban y atrapan a niños, adolescentes y adultos. Y es que contemplar las cosas desde tanta distancia no te permite sentirlas. Leer este libro, sí. Léanlo.
Una hipocresía colectiva
Unos párrafos más arriba, afirmé que Cobalto Rojo era un ensayo sobre el dolor y el sufrimiento humano. Ahora afirmaré que también es un ensayo sobre una puerta que no se quiere abrir y sobre preguntas que nadie quiere hacer porque las respuestas tienen un trasfondo moral insoportable. Un ensayo sobre el silencio, sobre la hipocresía y sobre la avaricia.
La República Democrática del Congo tiene las mayores reservas de cobalto del planeta y este es imprescindible para dotar de autonomía a las baterías de nuestros móviles, portátiles, etc. De ahí que, el reguero de injusticia y el expolio que supone la explotación de cobalto no sea una cuestión reciente, pero el impulso del coche eléctrico como uno de los ejes estratégicos para descarbonizar el transporte ha supuesto que la demanda, desde 2015, haya experimentado un crecimiento constante. De hecho, la Iniciativa de Vehículos Eléctricos (EVI) pretende alcanzar un parque mundial de 230 millones de coches eléctricos para 2030, lo que supone multiplicar por 14 la cantidad de vehículos eléctricos existentes fabricados en 2021. Y por añadidura, algunos de los compromisos adquiridos por algunos países en la COP26 suponen eliminar por completo la venta de coches de gasolina. Consecuentemente, en el Cinturón del Cobre se están impulsando nuevas concesiones mineras. En esta década, se necesitarán millones de toneladas de cobalto, lo que empujará millares de ciudadanos de la RDC a peligrosos pozos y túneles para satisfacer la demanda.
Aun así, la producción industrial no solo emplea a muchísimas menos personas, además es mucho menos eficaz y de menor calidad. Así que, interesadamente, el cobalto artesanal se introduce en la cadena de suministro formal a través de una serie de intermediarios y puestos de venta. De esta manera se blanquean los minerales de origen artesanal en un flujo de suministro totalmente opaco que luego llegará a los mercados internacionales. En palabras de Siddharth Kara: “La transparencia y trazabilidad de la cadena de suministro es pura ficción. Las empresas mineras también compran cobalto a personas que trabajan fuera de la concesión sin garantizar de este modo su origen y si este es fruto del trabajo infantil”. O, dicho de otra forma, ninguna de las grandes tecnológicas que utilizan el cobalto puede afirmar que se ha extraído respetando los derechos de la infancia, en condiciones laborales seguras y remunerado con sueldos justos.
Las declaraciones de tolerancia cero con el trabajo infantil de estas multinacionales son solo marketing.
Pecado estructural
En la correspondencia que mantuvo con el piloto del Enola Gay, Günther Anders afirmaba que nunca ha existido un abismo tan profundo entre los potenciales efectos de la acción humana y la reducida capacidad de nuestra imaginación. ¿Quién diría que lo que hace posible que nuestros teléfonos móviles se carguen rápidamente y no se calienten, es el origen del sufrimiento de millones de personas? El inocente gesto de encender y utilizar un teléfono móvil es absolutamente asincrónico con los trabajos forzosos, la servidumbre por deudas y la explotación infantil que nutren el flujo de la demanda mundial de cobalto. Vivimos en una época en la que el uso de una tecnología sobrehumana nos hace inocentemente culpables. Como dice Carlos Fernández Liria en esta clase magistral, son tiempos en los que nos envuelve una desorientación moral muy profunda. Pues para dirimir el bien del mal, son insuficientes los diez mandamientos y el imperativo categórico kantiano. Hay un profundo desnivel en nuestra forma limitada y primitiva de percibir el mundo atada a nuestros sentidos y las expansivas posibilidades de nuestra técnica con consecuencias demasiadas veces inabarcables. Y —por aquello de que ojos que no ven, corazón que no siente— este desnivel es un sustrato extremadamente fértil para los mecanismos depredadores de la globalización y de nuestro sistema económico.
No obstante, sería un error afirmar que esta es una cuestión meramente moral. No sólo es un error, es una maniobra de distracción porque el motor de la injusticia y la desigualdad no es el sumatorio de los intereses individuales, ni siquiera la obscena avaricia de las élites empresariales. El motor de la desigualdad es un sistema económico basado en el crecimiento indefinido, algo imposible en un planeta finito. Así pues, si abordamos la explotación del cobalto sin cuestionar la tasa de ganancia de los grandes capitales y esperando que asuman comportamientos éticos que en sí mismos están en las antípodas de su verdadera esencia, estamos invisibilizando las causas estructurales del problema.

Vivienda demolida tras el desalojo, dirigido a ampliar una mina de materiales para la transición energética. 2022. Fotografía: Amnistía Internacional.

Por lo tanto, en esta denuncia no basta con señalar a unos pocos culpables o a la corrupción como causa en vez de consecuencia; No, la lectura anticapitalista es indispensable. Es la lógica delirante, expansiva, acelerada, extractivista, colonialista y de acumulación del sistema capitalista que considera desechables a la naturaleza y a las personas (a algunas más que a otras) la que posibilita escenarios tan cruentos como los del Cinturón del Cobre en la República Democrática del Congo. Y cabe añadir, que a medida que la degradación de las bases de la vida en la Tierra se haga más profunda, los territorios de sacrificio se multiplicarán.
¡Baterías, no! ¡Catenarias!
A priori —nos dicen— el cobalto es uno de los minerales esenciales en la transición energética hacia una nueva sociedad descarbonizada que nos permita frenar el aumento de las emisiones y así contener los efectos —hoy ya visibles— del cambio climático. Pero, como Aimé Césaire afirmaba en su Discurso sobre el colonialismo: la maldición más común es ser víctima de buena fe de una hipocresía hábil en plantear los problemas para legitimar mejor las odiosas soluciones que se les ofrece. Y esto es precisamente lo que está sucediendo de forma generalizada en nuestras sociedades occidentales. Asumimos como cierto que el único camino para descarbonizar el transporte es impulsar el coche eléctrico y aceptamos las insidiosas declaraciones de buenas prácticas redactadas por los departamentos de responsabilidad corporativa de las grandes compañías tecnológicas. Soslayando que la verdadera razón por la que el cobalto se extrae y se utiliza tiene más que ver con las astronómicas tasas de ganancias que unas cuantas transnacionales obtienen que con el futuro limpio y en paz con el planeta que dicen proyectar. El autor de Cobalto Rojo se hace eco de esta consigna cuando afirma que la expansión del transporte impulsado por baterías es la única solución que nos permitirá descarbonizar uno de los sectores que más contribuyen al calentamiento global. Discrepo profundamente sobre esta aseveración.
El coche eléctrico como vehículo privado (y remarco el adjetivo privado) no es un vehículo sostenible. El coche eléctrico también requiere que sigamos sellando el suelo con toneladas de cemento, hormigón y asfalto. Hay enormes dificultades técnicas y de la más básica justicia social que impiden generalizarlo. Su huella de carbono en todo el proceso de fabricación y vida es mucho más alta de lo que nos quieren hacer creer, puesto que requiere mucha energía (procedente de los hidrocarburos) y materiales raros como el litio y el cobalto que recorren miles y miles de kilómetros desde la mina hasta la fábrica. Además, el reciclaje de baterías es un proceso demasiado ineficiente, y no reciclarlas será una nueva fuente de contaminación. ¿Y qué pasará cuando los minerales sobre los que se sustenta se agoten? Una vez más, estamos construyendo un nuevo mundo como si nuestro planeta fuera infinito. De nuevo, impenitentes, persistimos en la denegación de los límites.
El capitalismo ha culminado su movimiento expansivo con la globalización, un fenómeno de dimensión planetaria que ha sido posible gracias a una gigante red de transporte indisociable de los combustibles fósiles. Y esta red tiene una severa huella ecológica. A escala global, por ejemplo, a través del cambio climático y la introducción de especies invasoras que amenaza con homogeneizar la biodiversidad del planeta. Y a escala local por esas nubes tóxicas que respiramos en nuestras ciudades y a través de las redes viarias que se convierten en barreras naturales que fragmentan los hábitats de múltiples especies lo que pone en peligro la viabilidad de sus poblaciones.
Además, la globalización tiene consecuencias indeseables que perjudican de manera contundente a las comunidades humanas. Pues presupone una corriente constante de energía y materia que expulsa recursos y personas de sus territorios hacia zonas urbanas e industriales. Y, por otra parte, una colonización de saberes y culturas, importando a territorios remotos productos y servicios que suelen conllevar la merma de la soberanía territorial. Y a través de la agricultura de exportación, como una estocada de gracia, la merma de la seguridad alimentaria.
Citando a Antonio Estevan y Alfonso Sanz en su libro Hacia una reconversión ecológica del transporte en España, la globalización es intrínsecamente insostenible porque “crea lejanía” de modo continuo en el ejercicio de cualquier actividad. El verdadero camino en armonía con los ecosistemas no es facilitar el acceso a bienes y servicios lejanos sino “crear cercanía”.
Entonces no se trata tanto de sustituir nuestros vehículos por otros exentos de emisiones sino de refundar la organización de nuestras sociedades. No habrá futuro sustentable ni justo que no pase por relocalizar nuestras actividades socioeconómicas, adelgazar la industria, expandir la agroecología y reforzar la accesibilidad frente a la movilidad. Una sociedad local de circuitos cortos y vertebrada en torno al único vehículo eléctrico sostenible por su condición de colectivo y por la posibilidad que tiene de electrificarse mediante catenarias. Hablo del ferrocarril.
Hago aquí un inciso porque si de contener las emisiones de CO2 se trata, es pertinente mencionar aquel informe de Greenpeace que ya en 2017 advertía que si internet fuera un país sería el sexto más contaminante. El continuo intercambio de datos tiene una huella de carbono nada desdeñable que está en expansión y crecimiento imparables. También es necesario apuntar que las redes sociales, mediante el uso de los teléfonos inteligentes son telarañas que nos atrapan, convirtiéndonos en tecnoadictos. Y estas redes están fundamentalmente dirigidas a extraer nuestra información personal para manipularnos con fines comerciales (y a veces políticos). Además, son herramientas de confusión, de distracción social que alteran la realidad y nos alienan. Tienen un impacto pernicioso en la construcción de las identidades y menoscaban nuestra capacidad de pensamiento crítico. Pero, también, son un enorme e inédito experimento de vigilancia social. Irónicamente, el cobalto que nos permite estar continuamente conectados, en realidad, nos permite estar permanentemente vigilados.
Si hay una sociedad humana verdaderamente sustentable en el futuro, justa para con todos los seres humanos e inserta en armonía con la biosfera no necesitará esos millones y millones de toneladas de cobalto. Tampoco necesitará la universalización del coche eléctrico y tampoco necesitará teléfonos inteligentes para subir reels a Instagram. La sociedad sustentable del futuro abjurará de su tecnofilia. Y de todo ese cuerpo de conocimiento acumulado conservará aquello que esté enfocado realmente a las necesidades humanas, no a las del mercado. La sociedad sustentable y justa del futuro estará guiada por la prudencia y no olvidará preguntarse por los paraqués y por los cómos.
Concluyo apropiándome de las palabras de Jean Ziegler en su obra El odio a Occidente. Todos, Sur y Occidente, somos coinquilinos de un mismo planeta ¿Cómo «organizar» este planeta? Lo podremos organizar mediante la tolerancia, la reciprocidad y el derecho. Y añade que la identidad singular y la ciudadanía planetaria no son antinómicas. Aunque yo creo que, a pesar de nuestros aviones, nuestros satélites y nuestras carreteras, este mundo global nos es ajeno. Y creo que la única manera de concebirnos como humildes ciudadanos planetarios tiene que ver sobre todo con la asunción de los límites, la reverencia a toda forma de vida y la revelación universal de comprendernos interdependientes y ecodependientes.

Lecturas recomendadas: Cobalto Rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes. – Siddharth Kara
DRC: Powering Change or Business as Usual? – Informe de Amnistia Internacional (septiembre de 2023).
Decrecer, desdigitalizar —quince tesis. –   Jorge Riechmann
El impacto de las redes sociales en las personas y en la sociedad: redes sociales, redil social, ¿o telaraña? –  Hilario Blasco Fontecilla
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/decrecimiento/baterias-no-catenarias-una-movilidad-justa-tenga-cuenta-limites - Imagen de portada: Fuentes: El salto [Imagen: Diario El País de España -]

Entradas populares de este blog

Francia: ‘Mi orina contiene glifosato, ¿y la tuya?’ Denuncia contra el polémico herbicida

Científicos declaran oficialmente el fluoruro (flúor) como una neurotoxina

Antártida: qué países reclaman su soberanía y por qué