Italia: Derrumbes. El desplome del Puente Morandi en Génova como metáfora del colapso


Esa mañana de hace exactamente tres años, llovía a cántaros sobre la autopista A10, en la periferia de Génova. No era un chaparrón veraniego, de esos refrescantes que dan ganas de salir desnudo, como a ducharse, los brazos abiertos y el aroma a electrones en el aire. Era más bien una tormenta tropical, una lluvia casi agresiva, exótica y extraña como un monzón, algo inusual en Europa hasta hace poco, cuando el clima era todavía estable y previsible…


METELLO


Las gotas caían en ráfagas sobre los parabrisas, y no había escobillas que pudieran lidiar con tanta vehemencia. En tales circunstancias, el conductor se ve obligado a ralentizar la marcha de su vehículo, que de repente deja de ser esa máquina tan familiar y eficaz en la que pasamos tantas horas de nuestra vida, un exoesqueleto moderno que nos brinda velocidad y virilidad. Bajo la tormenta, la conducción se vuelve incómoda, pues la escasez de visibilidad y el traicionero asfalto mojado nos exigen la máxima concentración; de alguna forma, nos sugieren lo antinatural que es desplazarse a las velocidades que solemos considerar normales.


Demolición controlada del Puente Morandi. Fuente: Wikimedia Commons.


Esa mañana el tráfico era relativamente intenso: muchas familias se iban de vacaciones, otras volvían. Un grupo de jóvenes raveros franceses se iban a un technival. Los demás estaban de camino al trabajo o trabajando, en el caso de los camioneros. Conductores y acompañantes escudriñaban la carretera a través de la espesa cortina de lluvia, temerosos de verse involucrados en un accidente, pero nadie podía imaginarse que la calzada entera pudiese desaparecer bajo sus neumáticos. Eso era simplemente inimaginable. Y sin embargo aconteció.

Muchos corazones dejaron de latir a las 11:36, cuando en un estruendo apocalíptico un tramo de 210 metros del viaducto conocido como Puente Morandi se desmoronó y, con él, un par de camiones y más de treinta coches. Al menos dos personas, increíblemente, sobrevivieron a los cuarenta y cinco metros de caída libre, incólumes. Un transportista logró pegar un frenazo y parar su camioneta pocos metros antes del vacío. Un joven fue rescatado vivo tras pasar cuatro horas colgando del cinturón de seguridad de su furgoneta, que había quedado enganchada a veinte metros del suelo. Los demás no tuvieron la misma suerte, ni los que estaban circulando allí arriba, ni los pocos que estaban trabajando justo debajo. Todas las víctimas se encontraban en el momento y el lugar equivocados, y probablemente fallecieron sin ni siquiera entender qué demonios estaba pasando, ni mucho menos por qué.


El puente Morandi después del colapso, el 14 de agosto de 2018. Génova, Italia. Fuente: Wikimedia Commons.


Personalmente quedé muy impresionado por la noticia: además de conocer el lugar por haber usado esa carretera en varias ocasiones, siempre fui de esos que cada vez que pasan sobre un puente de cierta envergadura se preguntan si va a aguantar… al igual que si embarco en un avión contemplo la posibilidad de que se pueda precipitar. Y esto no por falta de confianza en la ingeniería, sino por cierta conciencia atávica que me insta a no subestimar la fuerza de la gravedad. La humanidad tecno-industrial ha conseguido logros tan grandes, en el trascurso de apenas un par de siglos, que nos vemos tentados a asumir como pan de cada día hechos extraordinarios como volar, o desplazarnos por autovías a más de cien kilómetros por hora. En cambio, cuando miro desde abajo grandes infraestructuras como viaductos o represas (incluso los más anónimos, como el puente de la C15 sobre el Anoia, que se puede apreciar desde Ca la Fou) siempre noto un vértigo raro, que llamaría el vértigo del hormigón. Las pirámides de los Egipcios o de los Maya, por altas que fueran, nunca desafiaron una ley tan fundamental como la gravitación. Solo el hombre extractivista, gracias a la piel de zapa de los combustibles fósiles, pudo eludir las leyes de la naturaleza y jactarse de ser inmune a ellas. Pero ¿a qué precio? Y, sobre todo, ¿por cuánto tiempo?


1967. El presidente Saragat, de pie en el auto descapotable, recorre el gran viaducto aplaudido por los trabajadores. Fuente: Wikimedia Commons.


El Puente Morandi fue construido en los años sesenta, una época de gran crecimiento económico, inmensa confianza en la ingeniería y en el cemento. La industria automotriz era la más importante de Italia, y cuando en 1967 se inauguraba el imponente viaducto (más de un kilómetro de largo y con pilares de noventa metros de altos) en sus carriles se adelantaban relucientes vehículos Fiat, Alfa Romeo, Innocenti, Autobianchi y Lancia. El puente era el trait d’union entre el centro de Génova y los nuevos barrios populares, áreas industriales, el aeropuerto… pero sobre todo era una infraestructura estratégica porque conectaba la nueva A10 con la A7, creando un eje de viabilidad entre el norte de Italia y el sur de Francia. Sin embargo, el famoso diseñador Riccardo Morandi, premiado con dos licenciaturas honoris causa, no había tenido en cuenta un factor de gran importancia: el crecimiento exponencial de la sociedad industrial. No solo en términos demográficos, sino también en términos de consumo per capita. Por supuesto el puente estaba diseñado para sostener un gran tráfico de automóviles, pero no el peso de la globalización. No estaba previsto que el puerto de Génova, por mucho que fuera de capital importancia en el Mediterráneo durante siglos, se convirtiese en el puerto industrial más grande de la península itálica, con treinta kilómetros de muelles operativos y un volumen comercial de 51,6 millones de toneladas; no estaba previsto que todos los contenedores que salieran de ese puerto por carretera pasarían por el viaducto. En la Italia de los años sesenta, en plena carrera hacia la motorización masiva, circulaban 1,9 millones de vehículos, contra los 51,7 millones del 2018. Además, la mayoría de los utilitarios pesaban alrededor de media tonelada, contra la tonelada y media de los SUV de moda hoy en día.


El Puente Morandi después del colapso ocurrido el 14 de agosto de 2018. Vista al este desde el cruce Génova Oeste. Fuente: Wikimedia Commons.


El aumento exponencial de la carga de trabajo, junto con el envejecimiento de los materiales y un diseño atrevido, hacía dudar de la fiabilidad estructural del viaducto ya en los años noventa. En 1992 se ejecutaron refuerzos en la cumbre del pilar que cedió, pues ya se le había diagnosticado una importante corrosión. Sin embargo en los años sucesivos la manutención del viaducto fue negligente y superficial, frenada por el incremento de la burocracia y los recortes presupuestarios de la empresa que gestionaba la autopista. Más de un ingeniero profetizó el colapso del puente y abogó por su demolición y reconstrucción ex novo, pero al igual que los científicos del IPCC, sus voces no fueron más escuchadas que la de Casandra. El colapso era previsible, pero los coches seguían circulando por ese tramo porque simplemente no se puede parar el business as usual.

Tres años después, un nuevo viaducto sustituye al Puente Morandi y el tráfico vuelve apresurado por la calzada, mientras los conductores tratan de convencerse de que aquí no ha pasado nada. Hombres y mujeres, familias que van o vuelven de sus cortas vacaciones o profesionales del transporte por carretera, pisan el acelerador mientras algún periodista comenta por radio los innumerables incendios descontrolados y las temperaturas record de este mes de agosto.

En cambio, desde todos los puntos de vista, la tragedia del Puente Morandi fue un contundente memento mori para la sociedad motorizada, una inquietante metáfora de la precariedad de nuestros hazañas tecnológicas, un toque de atención para una civilización descarrilada y aberrante, basada en el paradigma del crecimiento a ultranza.

De la misma manera, tampoco puede pasar desapercibido el desplome del famoso Arco de Darwin, otro colapso inimaginable hasta hace pocos meses, que a pesar de no tener ninguna relación de aparente causa/efecto con la acción humana sobre el planeta, bien podría simbolizar el jaque de la naturaleza frente a los abusos indiscriminados contra ella. Ese monumento natural perdido en el Océano Pacífico, que aguantó la erosión de las olas durante milenios, quebró de repente cual hielo en el Ártico. En plena sexta extinción masiva, la única antropogénica, el colapso de ese arco natural descubierto por Charles Darwin tiene una connotación extremadamente simbólica, oscuro presagio de un planeta agotado.

Ilha das Flores, 14 de agosto 2021


Arco de Darwin Colapsado. Fotografía: Héctor Barrera, Ministerio del Ambiente y Agua de Ecuador.



Arco de Darwin, foto tomada el 14 de noviembre de 2008. El arco colapsó debido a la erosión natural el 17 de mayo de 2021, dejando dos pilares. Fuente: Wikimedia Commons.


Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2021/11/11/derrumbes-el-desplome-del-puente-morandi-como-metafora-del-colapso/ Imagen de portada: 

Puente Morandi colapsado. Fuente: Designing Buildings Wiki

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