Chile: Sobre la finitud, los hallazgos y el andar en la ciudad
¿Cuántos grupos de árboles nativos ubicas en tu ciudad? En distintas ciudades de la zona central de Chile se pueden encontrar grupos o plantaciones de especies autóctonas de la región mediterránea, tales como el quillay (Quillaja saponaria). En Chillán (zona centro-sur), por ejemplo, es posible ver estos árboles perfilando dos avenidas principales; una de ellas, alberga individuos muy altos, los que son protagonistas de un bandejón central.
Texto por Petra Harmat
El valor de lo inesperado
Características como su resistencia a la variabilidad climática y a la escasez hídrica, y su crecimiento rápido en comparación con otras especies siempreverdes, hacen que veamos quillayes como parte de la arboleda citadina. Con alturas maduras que oscilan entre 15 y 20 metros, generan ventajosas sombras y refugios para la avifauna, insectos y funga de las urbes del valle central, zonas golpeadas por climas más extremos.
Individuos más solitarios de palma chilena (Jubaea chilensis) se pueden hallar en la zona centro del país, en ciudades como Viña del Mar, Santiago, Quilpué, Limache, entre otras. A veces, se encuentran dentro del patio de una casa particular. Dado su longevidad, generaciones humanas pasan, pero la palma permanece en el sitio. Otras, se convirtieron en parte de la composición artificial de la plaza municipal, acompañadas de varias especies exóticas.
Vivir en la ciudad, aunque sea pequeña, obliga a quienes necesitamos contacto más directo con la naturaleza a convertirnos en buscadores inquietos de encuentros con otros ecosistemas y formas de vida no humanas. Aunque éstas sean furtivas, las conexiones permiten que crezca el imaginario territorial que vivimos, expandiéndose continuamente.
Salir a la ciudad es un encuentro directo con el mundo de lo inesperado, de lo incontrolable, de lo imprevisto; con lo salvaje, con luchas e intercambios. Caminar por el mero placer de andar, de poner en movimiento el cuerpo hacia el exterior y ponerse en contacto con la experiencia. Desde sentir ráfagas de viento en el rostro a merodear por construcciones caídas. Divisar con dicha un solitario ejemplar de palma a lo lejos, resistiendo en su orgullo centenario. El paisaje urbano se manifiesta con fuerza en el medio, siendo parte de las redes multiespecies y, al mismo, “el paisaje parece ser esencialmente subjetivo. Se lee a través del poderoso filtro compuesto de experiencia personal y armadura cultural”, dice el jardinero y escritor Gilles Clément (2021).
Sutiles vistas que podemos encontrar en rincones de la ciudad. ©Petra Harmat
Los límites de la compartición
En este planeta, el compartir es la exigencia para toda forma de vida. Clément indica que “en el núcleo bullicioso de la biósfera, donde los microorganismos prosperan y los animales y los humanos se mueven, solo la compartición es posible. Por ejemplo, compartimos el aire cargado de oxígeno que producen los océanos y los bosques. Todo se comparte; un compartir obligatorio por razones obvias de finitud”.
En las ciudades, la compartición se produce en la interacción de los componentes urbanos como infraestructuras, tráficos, arboledas, usos de suelos y equipamientos. De esas interacciones, aprendemos a desenvolvernos en un exterior que nos desafía física, social y psicológicamente. Dificultades como las imperfecciones en el cemento, la luz roja del semáforo, los bocinazos, las grietas, las inseguridades propias del transeúnte, preferir la selfie antes que observar un sitio que nos parece bello, conforman obstáculos para generar atención a nuestro alrededor.
Constantemente vivimos en la hibridez y en la diversidad que nos rodea. En esa mezcolanza es donde habitamos y nos movemos. La mezcolanza planetaria, dice Gilles Clément. El ojo humano es engañoso; debajo de la superficie nos cuesta observar y demasiado arriba también. Vemos en una gama de colores limitada. El desenvolverse con entrega a un habitar es saberse también con capacidades biológicas limitadas. A simple vista, no vemos las micorrizas y los micromundos, las aves rapaces vuelan más alto que los árboles urbanos, no vemos los ecosistemas bajo suelo, no escuchamos el sonido del arroyo débil escondido a la vista detrás de un muro. Pero, al menos, es importante el saber de su existencia y entender que también están cohabitando. Clément lo señala: “con la constatación de finitud ecológica, las sociedades humanas se ven obligadas a reajustar sus procesos de desarrollo, sus técnicas de cultivo y su sistema de reciclaje. De todas las lecciones que nos ha enseñado la ecología, la toma de conciencia de un espacio finito y no extensible es probablemente la revolución con más consecuencias, la más difícil de aceptar”.
Pequeños hongos proliferan bajo el refugio de un árbol. ©Petra Harmat
“He andado mucha tierra y estimado como pocos los pueblos extraños. Pero escribiendo, o viviendo, las imágenes nuevas me nacen siempre sobre el subsuelo de la infancia; la comparación, sin la cual no hay pensamiento, sigue usando sonidos, visiones y hasta olores de infancia, y soy rematadamente una criatura regional y creo que todos son lo mismo que yo”. (Gabriela Mistral, 1934, Conferencia en Málaga, España)
Recorridos sensoriales
Andariegos, errantes, ambulantes, vagabundos. Caminar por el simple placer de hacerlo sigue asociándose a nociones muchas veces peyorativas, de alguien sin estabilidad, perdido, sin hogar.
Sigue arraigada la idea que la vida humana debiese ocurrir dentro de cuatros paredes: casas, departamentos, establecimientos educacionales, oficinas, restaurantes, malls chinos, etc. Pareciera que la oferta de hábitat para humanos siempre es mejor en el interior, bajo la protección ficticia de la materia, del concreto.
La ciudad como abundancia en posibilidades. Podemos disolvernos con la ciudad al toparnos con hallazgos naturales. Citó Henry David Thoreau a Abu Musa (Geber): “sentarse tranquilo en casa es el camino celestial y salir es el camino del mundo”. Hay un placer, que se puede entrenar en pasear sin rumbo, dejando al libre disfrute los sentidos: vista, oídos, olfato, tacto y percepción. En la ciudad encontramos todas las diversidades de estímulos y formas de vida que genera ese algo en el interior. Sensaciones, regocijos, inquietudes, alertas: todo puede aparecer.
Así, también está el disfrute del andar por las mismas calles, atravesar los mismos sitios, fijarse en la misma palma que se dejó ahí; emocionarse al ver la misma cumbre. También hay placer en recorrer el vecindario, el perímetro cercano donde se van identificando lugares, árboles, seres con quienes, en un tiempo sostenido, se va desarrollando una suerte de relación. Esas achicorias con sus flores lavanda que se alzan orgullosas al lado de un canal o al lado de la carretera en primavera. Sonreírles como al ver a un gato cuando aparecen en el mismo lugar, a la primavera siguiente. O ese grupo de queltehues ruidosos de la cancha abandonada. En la costa, las gaviotas asentadas en los mismos techos de siempre. Observar los jardines y patios de los vecinos para ver cuántas especies nativas hay ahí. El tenue petricor que se huele en la plaza luego de una escasa lluvia y la pequeña felicidad de ver pasto nuevo, ese de color verde brillante.
Afuera, quizá resguardados por el velo del anonimato y el caos, nos basta con ser nosotros mismos. No necesitamos impresionar a ningún ave, a ningún árbol, a ningún cauce de agua, a ningún hongo. Incluso, según el lugar, a veces (y muchas) sobramos. Ese refrescante sentir, ¿acaso es un tipo de genuina libertad?
Imperios del tiempo y lo digital
El filósofo Hartmut Rosa dice que “las sociedades modernas se regulan, se coordinan y se dominan gracias a un régimen temporal estricto y riguroso que no se articula en términos de ética. Los sujetos modernos pueden describirse, por lo tanto, como aquellos que solo están constreñidos a la mínima a través de reglas y sanciones éticas y, en consecuencia, en su calidad de ser ‘libres’, mientras que por el contrario, están siendo controlados, dominados y reprimidos por una dictadura del tiempo en gran medida invisible, despolitizada, indiscutida, infrateorizada e inarticulada” (2019).
Esta dictadura del tiempo va ligada con una dictadura de lo digital. Byung-Chul Han asevera que nos encontramos presos en la caverna digital, aunque ilusoriamente nos creamos libres. “La caverna digital, en cambio, nos mantiene atrapados en la información. La luz de la verdad se apaga por completo. No existe un exterior en la caverna de la información. Un fuerte ruido de información difumina los contornos del ser” (2022). La sobreexposición a imágenes, a los contenidos digitales, el tiempo que destinamos a las pantallas en smartphones, computadores o tabletas; los sistemas digitales inteligentes permiten zonas de confort que dominan sutilmente a través de torrentes de información, del consumismo, de las imparables motivación y productividad, de acciones mínimas que no ponen en riesgo la libertad individual ficticia.
Es dentro de esta zona de confort inteligente donde ocurre la alineación que dificulta la resonancia, es decir, complejiza la capacidad de relacionarnos y conectarnos terrenalmente con el medio. “La tierra y el cielo pertenecen al orden terreno, que en la actualidad va siendo sustituido por el orden digital”, dice Han. Según Rosa, la resonancia es la experiencia de reconocimiento, que a veces se produce “más allá de las relaciones intersubjetivas: individuos modernos que buscan y se encuentran ‘en resonancia’ en el trabajo, en la naturaleza, en el arte, en la religión” (2019).
En la atención, la escucha, la observación, la creación, el movimiento físico y en tantos otros mecanismos podemos encontrar una vía para fomentar nuestra resonancia con el planeta. Las actividades más contemplativas no tienen por qué ser un lujo. Salir de casa y andar por ahí, por la ciudad, vagar por sitios eriazos con flores silvestres resistiendo a todo, siguiendo el recorrido de un canal, persiguiendo una bandada de tordos, maravillarse por la luz de un atardecer de otoño, pisar las hojas caídas, enumerar las especies nativas que hay cerca, ir a la plaza cercana a observar animales y humanos pasar, andar por un pedregoso camino rural con la satisfacción de no toparse con autos, salir al patio, balcón o donde el vecino, moverse hacia una pequeña cima con altitud suficiente para llegar a una mejor vista a la cordillera o hacia el mar o a la ciudad. La sensación de suspensión del tiempo cuando notamos el paso de una estación a otra. A menos que comencemos a capitalizar hasta el derecho a conmovernos con el exterior, nada de eso tiene precio.
Bibliografía
Rosa, Hartmut. (2019). Remedio a la aceleración. Ensayos sobre la resonancia. Ned ediciones.
Thoreau, Henry David. (2020). Poéticas del caminar. Alquimia Ediciones.
Clément, Gilles. (2021). Jardines, paisaje y genio natural. Puente Editores.
Clément, Gilles. (2022). Manifiesto del tercer paisaje. Editorial GG.
Han, Byung-Chul. (2022). Infocracia. Penguin Random House Grupo Editorial.
Mistral, Gabriela (2022). Textos sobre naturaleza. Investigación y selección de Gladys González. Ediciones Libros del Cardo.
Imagen de portada: Petra Harmat - Fuente: Revista Endémico - https://endemico.org/sobre-la-finitud-los-hallazgos-y-el-andar-en-la-ciudad/