Contra el mito de la cultura popular

“La intersección entre política y cultura es esencial para quien busca la permanencia de un sistema económico y de sus formas derivadas de sociedad y gobierno, pero también para quien busca cambiarlo, totalmente o en parte”.

Daniel Bernabé

Titular un artículo es una labor casi tan difícil como escribirlo. Un título debe ser conciso, descriptivo y honrado respecto al tema que va a introducir, pero a la vez ser lo suficientemente atractivo para que el lector lo discrimine de los miles de contenidos con los que pugna en el interminable río que es hoy la información. No es de extrañar, pues, que a menudo nos encontremos todo tipo de maniobras, desde el simple adorno retórico hasta la mentira más burda, para conseguir el click del lector. El título de este texto, además de breve, no intenta ocultar o hacer más amable el motivo que lo impulsa. Incluso parece bastante descriptivo. Parece.
A menudo las palabras más sencillas y de un uso más extendido son las menos específicas para señalar algo. Ir contra la cultura popular puede significar para algunos lectores que lo que vendrá a continuación será un juicio hacia las danzas regionales o la fabricación tradicional de quesos. Otros pueden entender que el tema a desarrollar será una crítica al ministerio de que encabeza Méndez de Vigo. También puede haber quien interprete que se hará una defensa del cine de Greenaway frente a Star Wars o de la literatura de Faulkner frente a Paul Auster. Incluso habrá quien entienda que el motivo del artículo será un ataque a los sentidos comunes compartidos por la mayoría de la sociedad. Como ven, parece que todos sabemos qué significado tienen las palabras cultura y popular, lo que no implica que, precisamente por la variedad de los mismos, vaya a ser fácil saber a qué nos referimos. Si introducimos ya la noción de mito, en el sentido menos histórico, estamos diciendo, además, que la cultura popular no existe o al menos que hay una enorme especulación en torno a ella.
Empecemos a desbrozar el jardín. En el último lustro el término cultura popular ha vuelto al debate público de la mano de aquello que empezó en el 15-M y siguió hasta Podemos, siendo un concepto que parece haber arraigado con fuerza en el imaginario de los activistas, el discurso de los dirigentes y la postura de figuras afines como críticos e intelectuales. Así, eso llamado cultura popular se utiliza para criticar el clasismo de los productos de la industria, como intento de identificar expresiones marginadas por la misma o para aspirar a construir un discurso que supere el estancamiento de la izquierda cuando no su retroceso. Aunque, como veremos, en el viaje se han hecho aportaciones ciertas e interesantes, se ha llegado a un punto donde la defensa del mito de la cultura popular, lejos de contribuir al avance de las ideas que dicen defender sus valedores, juega totalmente en su contra, dando un nuevo apoyo a la cultura dominante. No es la primera vez, ni será la última, que las urgencias teóricas por matar al padre acaban por situar al hijo en una posición inesperada.
Pero antes de llegar al clímax de la historia debemos dibujar el camino y saber cómo hemos llegado hasta aquí. En los ejemplos que dimos más arriba para intentar definir qué era cultura popular introdujimos las diferentes facetas que tiene la propia noción de cultura. Desde el punto de vista más amplio cultura puede ser casi todo, cualquier expresión concreta de una civilización dada, desde su técnica hasta sus expresiones espirituales, desde su forma de vestir hasta los insultos utilizados en una riña. La cultura puede referirse también a las tradiciones de un pueblo, a su folclore, a ese poso que toma carta de realidad con la repetición de las costumbres. Por cultura también podemos entender las políticas destinadas a este ámbito, desde las subvenciones a los impuestos, desde el porqué de la construcción de otro museo de arte contemporáneo hasta la elección de un estilo pictórico como el representante de una nación o una ideología. Por último, la noción más habitual sobre cultura suele ser la sinécdoque de sus resultados concretos, lo que la mayoría entiende por cultura son sus artefactos terminados, es decir, tal libro, tal disco o tal película.
Sin embargo, para el tema que nos ocupa, la definición de cultura que nos interesa es aquella que habla de cómo un sistema económico siempre posee un armazón de ideas comunes que lo sustentan, dándole legitimidad y razón de ser en la conciencia de los ciudadanos que viven bajo él. Además de que esta estructura tenderá siempre a validar al sistema de la que parte, será dominante con respecto a otras manifestaciones que le sean contrarias, volviéndose hegemónica cuando consigue hacer pasar las formas de organización social de ese sistema económico no por una decisión humana que responde a unos intereses, sino por un hecho secular e inalterable, casi natural. De esta hegemonía se deriva gran parte del sentido común, que no es más que la ideología general, las ideas compartidas por la mayoría de la población que además se asumen como propias. La cultura bajo este prisma sería el sustrato donde el poder echa las raíces, sería una máquina constructora de consensos que son los que permiten a un sistema desarrollarse salvando sus fricciones, hacer que se acepten unas formas de organización y de gobierno sin tener que recurrir a la coacción violenta.
Esta intersección entre política y cultura es esencial para quien busca la permanencia de un sistema económico y de sus formas derivadas de sociedad y gobierno, pero también para quien busca cambiarlo, totalmente o en parte. Las distopías perfectas con las que la literatura periódicamente refleja, mediante la construcción de aterradores e imaginarios mundos futuros, los miedos reales del presente, nunca son posibles. La razón es que la hegemonía cultural por muy afinada que resulte nunca puede llegar a ser total. El sentido común también se forma mediante la experiencia directa de las personas en su vida cotidiana, y cuando los conflictos alcanzan un punto álgido los consensos que parecían inalterables se empiezan a resquebrajar -de ahí que cualquier estado, además de su ejército de columnistas siempre cuente con reservas sobradas de gas lacrimógeno-. Por eso esta intersección entre política y cultura no solo es clave para el mantenimiento, sino también para el cambio. Así, quien aspire al mismo, deberá pugnar porque sus ideas sean percibidas frente a las dominantes no solo como óptimas respecto a lo adecuado de su propuesta, sino sobre todo que sean percibidas como posibles y razonables, como una opción capaz de concitar consensos en torno a ellas, como algo que trascienda el reducto de lo crítico para pasar a la generalidad.
La relación entre política y cultura es mucho más estrecha e intensa, como vemos, de lo que se cree habitualmente, que no suele ir más allá del maridaje electoral entre un partido y unos artistas que participaban en la campaña. Por contra, los movimientos de protesta post-crisis tuvieron presente esta intersección profunda entre política y cultura. Lo simbólico y lo procedimental, la creación de un nuevo léxico o la resignificación fueron parte fundamental en la lucha por los sentidos comunes. De ahí la intención de romper con el eje izquierda-derecha, la casta, las apelaciones a la patria y la ciudadanía o la insistencia en la, pueril pero funcional, contraposición entre nuevo y viejo. De ahí la relectura parcial de Gramsci, la reivindicación de Laclau o la recuperación, en una menor escala, de Benjamin. De ahí lo encarnizado de los debates internos dando una importancia fetichista al lenguaje empleado. Sin entrar a valorar lo exitoso de estas estrategias sí convendría recordar que las mayores aspiraciones suelen ser también síntoma de las mayores carencias y que si la lucha política desde lo cultural tomó tanta importancia fue, en gran medida, por la incapacidad de la izquierda post-crisis de influir en los conflictos materiales inmediatos. De hecho se diría que el propio debate del cómo hacer devoró al hacer, o cómo no es lo mismo hablar de hegemonía que crearla.
Como era de esperar este renovado interés de la izquierda post-crisis por la cultura como creadora de consensos, ha desembocado en una nueva crítica hacia la cultura como creadora de artefactos. Algo así como si tras haber descubierto la funcionalidad del destornillador no dejáramos, exultantes en nuestro entusiasmo, tornillo en su sitio. Si en la primera década del siglo primaban las críticas culturales basadas en las deconstrucciones, más o menos afortunadas, de películas, discos o libros, la tendencia en estos últimos años ha sido la de analizar estos artefactos desde una supuesta funcionalidad política. El viaje, como decíamos hace unos párrafos, ha sido interesante, ya que ha sacado los colores a la producción cultural al situarla ante su solipsismo voluntario. Así, por ejemplo, esta nueva crítica ha recordado que no existe el artista comprometido ya que, de forma consciente o no, toda producción cultural está comprometida con una serie de valores, bien contestatarios o bien dominantes. Ha recuperado la crítica de clase o género al insistir en el sesgo tan notable que existe en la producción. Construyó el concepto Cultura de la Transición, para hacer explícita la arbitrariedad de los consensos surgidos en torno al 78, y cómo estos han sido replicados acríticamente por nuestra filmografía y literatura. Se han analizado las políticas culturales en las que ladrillo y museística iban a la par o, de una forma bastante avanzada, se ha intentado pronosticar cómo las nuevas formas de producción en el capitalismo desregulado tienen una relación estrecha con los discursos de la cultura como espacios de creación basados en la genialidad. Incluso la crítica cultural ha trascendido las expresiones regladas para hablar sobre la dimensión del entretenimiento, principal vía de transmisión de valores en nuestra sociedad.
La cuestión es que toda crítica o esfuerzo teórico acaba necesitando categorizar y delimitar y la crítica cultural post-crisis ha elegido el mito de la cultura popular como piedra angular de sus validaciones. Pero, ¿por qué? Una respuesta rápida nos diría que se buscó en lo popular una expresión de los gustos mayoritarios como nueva unidad de medida. Así, todo aquello minoritario pasa a ser elitista y por tanto de naturaleza reaccionaria. Lo interesante es que la respuesta es algo más profunda y tiene que ver con el concepto político de lo popular que un sector de Podemos hizo valer en la estrategia electoral del partido. El análisis, simplificadamente, venía a decir que la izquierda estaba encerrada en un gueto por la insistencia en una identidad muy marcada y que por tanto había que prescindir de símbolos y lenguaje tradicional para hacer uso de unos significantes comunes.
Que las folclóricas, el reggaeton o el trap sean vistos ahora con simpatía, que de hecho queden exentos de la lupa analítica con la que se lamina al indie, al rock radical o al rap tiene que ver en último término con la transposición directa que se ha hecho de lo popular desde el ámbito de la estrategia electoral al de la crítica cultural. Así, siempre con pretensión de sorpresa, todo aquello que durante décadas fue minusvalorado por ser parte del mainstream es ahora rehabilitado como la auténtica expresión de la gente, mientras que cualquier culto underground es visto con recelo, cuando no como una indecente expresión de elitismo. Todo esto carecería de interés si sólo se quedara en el aspecto formal. De hecho el debate sobre si es mejor un disco de Isabel Pantoja o uno de la Velvet Underground carece por completo de sentido. El problema es que cuando de esta crítica se pretenden extraer conclusiones políticas se hace necesaria una posición que aclare los puntos de partida y motivaciones, como hemos intentado hacer, y que explique hacia dónde se va. La cultura popular no es más que un mito, uno además proveniente de una tradición bastante conservadora.
Sin hacer un paralelismo directo, la idea de cultura popular entronca con el pensamiento pre-romántico alemán, donde filósofos como Herder pensaban que el Volk representaba la reserva cultural en la que, en momentos de hastío y decadencia social, los intelectuales debían acudir. No se trata de negar que, sobre todo antes de la Segunda Guerra Mundial, existieran en el contexto europeo una serie de tradiciones populares que acababan plasmadas en manifestaciones culturales específicas, sino que cuando los intelectuales de clase media hacían referencia a ellas siempre era bajo un interés propio y una visión paternalista. La instrumentalización del pueblo como creación artificial para darle al nacionalismo un alma es de todo menos una idea progresista.
Por otro lado, hay una confusión preocupante entre cultura popular y cultura masiva. Que hoy un producto cultural guste a mucha gente puede tener que ver con decenas de factores excepto, justo ese, en el que insisten algunos críticos: el reflejo de un supuesto gusto general. Desde el periodo de posguerra la cultura popular, entendida como cultura tradicional, fue desapareciendo progresivamente del bloque occidental por la influencia de la cultura de masas anglosajona, especialmente norteamericana, como la exportación de un nuevo modelo de entretenimiento y consumo. De hecho, hablar en la actualidad de cultura popular es aún más insostenible de lo que era hace cincuenta años. El propio modelo de negocio de las industrias de este campo ha cambiado dramáticamente, indicando el éxito de un producto no más que la potencia de penetración de unas ideas dominantes cada vez más homogéneas a través de unos canales cada vez menos plurales. Se produce en función de los resultados calculados del negocio, no se espera hacer un negocio en función de la calidad de la producción. Es evidente que siempre se han utilizado técnicas de marketing y publicidad en las industrias culturales, la diferencia es que su capacidad de influencia respecto al público es en nuestro presente exponencialmente mayor gracias al posicionamiento y el fraccionamiento publicitario mediante las redes sociales y las páginas de reproducción de vídeos. La cultura de consumo y entretenimiento ha devenido en cultura de vertedero desde que los medios de distribución y promoción digitales hacen secundaria la propuesta artística. La cultura de vertedero es aquel producto encargado de pugnar por un espacio y un tiempo en la vida cotidiana del consumidor de forma efectiva, con el único objetivo de autorreplicarse a sí misma, en un páramo narrativo que sin embargo está cargado de valores hegemónicos.
El contexto del mercado actual, recordando la historia literaria de las distopías, no implica que un producto cultural al margen de lo hegemónico no pueda ser exitoso, que conecte de una forma espontánea con los anhelos y miedos compartidos y por tanto adquiera una cierta notoriedad sin transitar por los cauces previstos. Quiere decir que las oportunidades de que esto suceda son mucho más pequeñas que hace unas décadas. De igual forma que un producto cultural resulte masivo no significa que tenga que carecer de cualidades artísticas inherentes, sino que atendiendo a que esas cualidades son muy similares en otros productos no vendidos, no parecen las últimas responsables de su éxito. El mito de la cultura popular no solo tiene una raigambre conservadora, no solo cierra los ojos frente a la configuración actual del mercado cultural, sino que además valida la idea de que el mercado es un juez imparcial donde en una justa competición se imponen los productos más notables. Se diría que más que una defensa de la cultura popular lo que se hace es un populismo de la mercancía.
En último término el mito de la cultura popular no es más que otra forma de transformar artificialmente la escasez en opulencia. No plantea ninguna tensión con la alta cultura, en el sentido de ser la reconocida por el canon de la academia, ni con la cultura de masas, de entretenimiento y desguace. Solo parece entrar en conflicto con cualquier cultura que sea tachada de manera gratuita de minoritaria, especialmente si esta tiene un aspecto impugnador. En las tres décadas que van desde la posguerra hasta el inicio del neoliberalismo se desarrollaron expresiones culturales que, paradójicamente, pese a estar perfectamente integradas en el mercado, fueron la base, a veces como reflejo, otras como anticipación, de la lucha contrahegemónica en el mundo occidental. El conflicto, lejos de puentearse, se aceptaba, existiendo una transmisión de valores al margen de los dominantes o al menos una descripción sincera del mundo presente. Aquellos artefactos, por lo general, lejos de ser marginales alcanzaron gran relevancia y siguen aún hoy inspirando una rica, aunque menguante, tradición. Pretender arrinconarlos bajo la tacha de espíritu elitista es una maniobra tan triste como cortoplacista de quien confunde sus propias limitaciones e incapacidades con las generales.
La cultura popular, en términos conservadores, es la cultura compartida por todos, el mínimo común denominador de un momento prescindible. La cultura popular, si quiere dejar de ser mito para pasar a ser realidad, debe ser la cultura hecha por todos, aquella que se libere de sus ataduras de mercado y rompa las barreras entre creación y consumo. Aunque eso ya forma parte de otra historia.

redaccion@lamarea.com - Imagen: Movilización ciudadana en el 15-M.

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