Metales pesados: el daño invisible a la salud humana y ecosistémica
La contaminación del suelo debido a la acumulación de metales pesados se ha convertido en un problema crítico, ya que es uno de los aspectos determinantes de la creciente crisis ecológica y, en consecuencia, de la salud de nuestros cuerpos. La exposición humana a metales pesados se produce principalmente a través de la cadena alimentaria, donde estos elementos tóxicos ingresan al organismo tras mezclarse con agua, aire o suelos contaminados. De esta manera, estos elementos no solo alteran los ecosistemas, sino que también representan un riesgo significativo para la vida humana y otras formas de vida en la Tierra.
Texto por Constanza López Cabello
Los metales pesados se distinguen por propiedades físicas y químicas únicas: son elementos metálicos con alta densidad, generalmente poseen una masa atómica elevada y destacan por su resistencia a la corrosión y su excelente conductividad. Estas características, aunque útiles en diversos procesos industriales, los convierten también en sustancias altamente persistentes en el ambiente. Incluso en concentraciones bajas, estos metales son especialmente tóxicos para el ser humano y los ecosistemas. Su capacidad para acumularse en organismos vivos a través de un proceso conocido como bioacumulación les permite causar daños graves a largo plazo, afectando desde organismos microscópicos hasta grandes mamíferos, incluyendo al ser humano.
Dentro de los metales pesados (MP) más peligrosos se encuentran el arsénico (As), mercurio (Hg), cadmio (Cd) y plomo (Pb), entre otros elementos que son dañinos para las plantas y animales. Estos son especialmente nocivos para nuestra salud incluso en concentraciones pequeñas. Luego están los otros metales pesados, que aunque tóxicos en concentraciones más elevadas, son esenciales para el crecimiento de las plantas en cuanto participan del proceso de fotosíntesis –ya sea en la síntesis de clorofila, formación de proteínas, respiración celular, etc–; y también para animales y humanos, ya que contribuyen en la salud del sistema nervioso, la respiración de tejidos, la salud celular, etc. Estos incluyen elementos como el boro (B), níquel (Ni), cobre (Cu), Zinc (Zn), molibdeno (Mo) y hierro (Fe).
©Endémico
La presencia de metales pesados en el ambiente tiene un origen tanto natural como antropogénico. De manera natural, provienen de procesos como la actividad volcánica y la meteorización de rocas ricas en metales, como ocurre en zonas volcánicas de Chile, donde se registran altos niveles de arsénico en suelos y aguas subterráneas. Sin embargo, las actividades humanas, como la minería y el uso de agroquímicos, han incrementado significativamente su disponibilidad en los ecosistemas, contaminando tanto el agua, el suelo, como el aire. Esto facilita su entrada en la cadena alimentaria, especialmente a través de cultivos irrigados con aguas residuales, donde los metales se acumulan en las raíces y se trasladan a otras partes de las plantas, afectando directamente la seguridad alimentaria y, en consecuencia, la salud pública.
Estos metales, inicialmente absorbidos por las raíces de las plantas, pueden desplazarse hacia otras partes, incrementando su concentración en los alimentos. Aunque muchos metales pesados son tóxicos incluso en bajas concentraciones, algunas especies vegetales tienen la capacidad de acumularlos en sus tejidos sin mostrar síntomas visibles ni afectar su rendimiento. Estas plantas, conocidas como hiperacumuladoras, son valiosas aliadas en la limpieza de suelos contaminados a través de un proceso llamado fitorremediación. Un ejemplo es el género Cannabis, capaz de absorber metales pesados y otros contaminantes del suelo, transformándose en una herramienta eficaz y ecológica para recuperar ecosistemas degradados. En este proceso, la biomasa que contiene los metales puede ser recolectada y eliminada, dejando el suelo más limpio y apto para nuevos usos.
Sin embargo, esta capacidad de las plantas para tolerar y acumular metales pesados también representa un riesgo, ya que facilita su ingreso a la cadena alimentaria. Esto ocurre tanto al consumir directamente estas plantas como al ingerir animales que se alimentan de ellas. Los metales pesados no se degradan y tienden a bioacumularse en los tejidos de plantas y animales, ascendiendo en la cadena trófica hasta llegar a los humanos.
Alimentación y Enfermedad
Los metales pesados pueden acumularse en diferentes órganos del cuerpo humano, generando una amplia gama de problemas de salud, especialmente cuando se trata de metales no esenciales como el plomo, el arsénico, el mercurio y el cadmio, reconocidos por su alta toxicidad. Por este motivo, organismos internacionales como la Food and Agriculture Organization (FAO) de la ONU y la Food and Drug Administration (FDA) de Estados Unidos han establecido regulaciones para controlar la presencia de estos metales en alimentos, con el objetivo de proteger la salud pública y minimizar su impacto en la cadena alimentaria.
Plomo (Pb)
El plomo es el metal pesado más frecuente en el ambiente, y a menudo se encuentra en altos niveles en fertilizantes y abonos, y en sistemas de suelo cercanos a industrias que contaminan el aire. Se ha acumulado en los suelos debido también a fuentes de contaminación como: los gases de escape de los vehículos, las municiones, las tuberías, las pinturas, las fundiciones y las emisiones de combustibles fósiles.
La acción tóxica del plomo está influenciada por la forma química en que se encuentra el elemento, siendo absorbido por el organismo en una proporción aproximada del 90%. Se acumula principalmente en los huesos, produciendo diversas transformaciones de la médula hematoformadora, y en menor medida en el sistema nervioso, órganos –hígado, riñones, principalmente– o tejido muscular (Scutarașu y Trincă, 2023). La vía de entrada más peligrosa se considera la respiratoria, ya que el plomo llega directamente a la sangre, sin posibilidad de eliminación a través de la orina o las heces.
El plomo afecta la actividad normal de las enzimas y está relacionado con carcinogénesis, mutagénesis y teratogénesis –puede causar un defecto congénito durante la gestación del feto–. Algunos trastornos del sistema nervioso central pueden ser: la hiperreactividad, comportamiento impulsivo, cambios en la percepción y disminución de la capacidad de aprendizaje. En las formas agudas, puede producir irritabilidad, inquietud, temblores musculares, dolores de cabeza, ataxia, conciencia confusa y pérdida de memoria (Scutarașu y Trincă, 2023).
Según la Organización Panamericana de la Salud “los niños pequeños son particularmente vulnerables a la intoxicación por plomo porque, según la fuente de contaminación de que se trate, llegan a absorber una cantidad de plomo entre cuatro y cinco veces mayor que los adultos” (2024). Además, aquellos con desnutrición son los más vulnerables a este metal porque sus organismos absorben aún más cantidades en caso de carencia de otros nutrientes, como el calcio o el hierro.
Arsénico (As)
El arsénico es un metaloide que suele estar presente con otros minerales de la corteza terrestre. Por lo general se produce por medios naturales, como la actividad volcánica y el desgaste de minerales; o por actividades antropogénicas que lo dispersan en los ecosistemas, como en el fundido de minerales, la incineración de carbón, y por uso específico, por ejemplo, de conservadores de madera, plaguicidas, entre otros.
Muchos pesticidas comúnmente utilizados en las décadas pasadas contenían niveles elevados de arsénico y los suelos se han degradado debido a su exposición. Un estudio sobre herbicidas de glifosato descubrió recientemente la presencia de muchos metales pesados en estos productos (Defarge, Spiroux de Vendômois y Séralini, 2018). El estudio analizó 11 herbicidas a base de glifosato y encontró arsénico en casi todas las muestras en diferentes niveles. De hecho, todos excepto tres “tenían entre 5 y 53 veces el nivel permitido de As en el agua en la Unión Europea o Estados Unidos” (2018).
A consecuencia de los procesos metabólicos naturales de la biosfera, hay arsénico presente en los alimentos en un gran número de formas orgánicas e inorgánicas, siendo las orgánicas las menos peligrosas (para información detallada ver aquí). Según la FAO, el arsénico se encuentra especialmente en el entorno marino, a menudo en grandes concentraciones de formas orgánicas, de hasta 50 mg/kg (50.000 PPB) de arsénico en peso en fresco en algunos productos del mar, como las algas marinas, el pescado, los mariscos y los crustáceos (CODEX STAN 193-1995).
Los síntomas y signos asociados a elevados niveles de exposición prolongada al arsénico inorgánico difieren entre las personas, los grupos de población y las zonas geográficas. No existe pues una definición universal de las enfermedades causadas por el arsénico, lo que complica la evaluación de su carga para la salud. Aunque la presencia de lesiones cutáneas, el incremento en la incidencia de distintos tipos de cáncer y mutaciones en el mediano y largo plazo son consecuencias que se pueden observar en los territorios más afectados por este metal, cuya vía principal de exposición suele ser el agua (OMS, 2022). “La exposición prolongada puede afectar los sistemas cardiovascular y reproductivo y producir cáncer o diabetes”, siendo los niños los más afectados (Scutarașu y Trincă, 2023).
Mercurio (Hg)
Este elemento se bioacumula fácilmente y es ampliamente conocido porque ha causado estragos en los ecosistemas marinos. La contaminación por mercurio proviene de las centrales eléctricas alimentadas con carbón, las aguas residuales, la minería y la agricultura convencional, así como de otros procesos industriales, incluidos los farmacéuticos, la pulpa de papel y la producción cáustica.
El grado de toxicidad varía según la forma y concentración en que se encuentre el mercurio en el sustrato analizado. Así, el metilmercurio se absorbe rápidamente a través del intestino y se deposita en numerosos tejidos. En el cerebro, esta forma del elemento se transforma en mercurio elemental mediante desmetilación. El mercurio y las sales de mercurio afectan los órganos internos (especialmente la mucosa intestinal y los riñones), mientras que el metilmercurio se distribuye por todo el cuerpo.
Algunos de los síntomas asociados a la exposición de este metal son: temblores y alteraciones del sueño, irritabilidad, excitabilidad, timidez excesiva, espasmos musculares, pérdida de memoria, depresión, entre otros. La exposición de niños recién nacidos al mercurio se ha comprobado que induce a la pérdida de capacidad cognitiva, problemas mentales graves y alteraciones psicomotoras (Scutarașu y Trincă, 2023).
Cadmio (Cd)
El cadmio, clasificado por la Agencia para el Registro de Sustancias Tóxicas y Enfermedades (ATSDR) como la séptima sustancia más peligrosa, es un metal pesado muy soluble en agua, con alto potencial de contaminación ambiental. Sus fuentes principales incluyen las emisiones atmosféricas de industrias metalúrgicas, el uso de fertilizantes y la disposición de productos que lo contienen, como baterías. Estos residuos generan concentraciones elevadas de cadmio en los suelos, afectando a diversas industrias agrícolas y, especialmente, a la producción de tabaco.
La capacidad de algunas plantas para absorber cadmio es objeto de estudio, como se observó antes con el cannabis. El tabaco, al igual que el cáñamo, tiene una gran capacidad para acumular cadmio en sus hojas, donde las concentraciones pueden superar ampliamente las del suelo circundante. Durante la combustión del tabaco, el cadmio se convierte en óxido, aumentando su toxicidad y absorción a través del tejido pulmonar, que es mucho más vulnerable que el tracto gastrointestinal. En consecuencia, los fumadores suelen tener hasta cinco veces más cadmio en la sangre que los no fumadores, lo cual ha sido vinculado a un mayor riesgo de enfermedades pulmonares.
El cadmio es un tóxico acumulativo que afecta principalmente los sistemas urinario y respiratorio. Su absorción en plantas y animales implica que entra en la cadena alimentaria, acumulándose en alimentos como carne, pescado, patatas, leche y cerveza, mientras que los mariscos pueden contener cantidades elevadas de este metal. Una vez en el cuerpo humano, se acumula en órganos como el hígado y los riñones, donde puede permanecer hasta 40 años debido a su lenta excreción. Además de sus efectos dañinos en riñones, hígado y pulmones, el cadmio está asociado con hipertensión, efectos teratogénicos y propiedades cancerígenas (Scutarașu y Trincă, 2023).
Organismos reguladores
La regulación de los metales pesados en la alimentación, especialmente en lo que respecta a arsénico, plomo, cadmio y mercurio, es un tema complejo que varía significativamente entre países. Las normativas sobre niveles permitidos pueden ser muy distintas según el país y están determinadas tanto por factores de riesgo específicos como por presiones económicas, disponibilidad de alimentos y consideraciones sobre la viabilidad de mantener niveles estrictos.
A nivel internacional, organizaciones como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) han desarrollado guías sobre la presencia de metales pesados en alimentos. En particular, el Codex Alimentarius, un conjunto de normas que ofrece recomendaciones específicas y que muchos países utilizan como referencia para formular sus propias normativas. En el Codex se establecen límites máximos permisibles para ciertos metales en categorías alimenticias específicas (por ejemplo, pescado, cereales, agua potable), teniendo en cuenta tanto la exposición a corto plazo como los efectos acumulativos a largo plazo.
En la Unión Europea, las regulaciones sobre metales pesados en alimentos contempla principalmente límites específicos para arsénico, plomo, cadmio y mercurio en una amplia variedad de productos alimenticios. Los niveles permitidos son el resultado de una evaluación exhaustiva de riesgos realizada por la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), la cual considera el riesgo tanto para adultos como para grupos vulnerables, incluidos niños y mujeres embarazadas.
Estados Unidos, a través de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) y la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), también establece límites específicos para estos metales no esenciales en la alimentación. En el sitio web de la FDA se puede leer que “estos contaminantes han recibido prioridad debido a su potencial de causar daños durante las etapas de desarrollo activo del cerebro, desde el útero hasta la primera infancia”. Por esta razón, han levantado una campaña llamada Closer to Zero (en español “más cerca de cero”) que establece una estrategia para reducir continuamente la exposición al plomo, arsénico, cadmio y mercurio a los niveles más bajos posibles en los alimentos que consumen los bebés y las y los niños más pequeños, ya que su tamaño corporal y su metabolismo los hacen más vulnerables a los efectos nocivos de estos contaminantes.
Sumado a lo anterior, la FDA establece los máximos permitidos de trazas de estos elementos nocivos en partes por billón (PPB), a diferencia de normativas como las de la Unión Europea o Chile, que lo hacen en partes por millón (PPM). Este enfoque es relevante porque al expresar las concentraciones en PPB, se trabaja con números más grandes que facilitan la comprensión de la magnitud real de estas cantidades tan pequeñas, pero significativas. Por ejemplo, 50 PPB de Ar es equivalente a 0,05 PPM, lo que permite visualizar de forma más significativa el nivel de exposición a estos contaminantes, recordemos que estos metales pueden desencadenar efectos tóxicos incluso en concentraciones ínfimas.
Un caso particular dentro de los Estados Unidos es el estado de California, que, a través de la Ley de Control de Agua Potable Segura y Control de Tóxicos, también conocida como Proposición 65, establece límites específicos para la ingesta diaria de trazas de sustancias tóxicas. Este enfoque difiere de las otras normativas que regulan exclusivamente las trazas máximas permitidas en los alimentos, ya que pone el énfasis en la exposición acumulativa de los individuos. Esto es especialmente relevante porque considera no solo el contenido presente en un alimento específico, sino también el impacto de la exposición diaria a estas sustancias a través de diferentes fuentes, incluyendo agua potable y productos procesados. Así por ejemplo, en esta regulación la ingesta diaria de Ar es de 10 PPB por día (excepto por inhalación). Esto implica que, si una persona consume agua con 10 PPB de arsénico –el máximo propuesto por la FAO–, ya habría alcanzado el límite diario recomendado, sin margen para la exposición a través de alimentos u otras vías. Aunque este enfoque es más protector, también es más complejo de implementar.
En Chile es la Agencia Chilena para la Calidad e Inocuidad Alimentaria (ACHIPIA) el organismo asesor que tiene como objetivo coordinar a todos los actores de la cadena alimentaria: organismos del Estado, productores de alimentos, industria, centros de investigación, consumidores, etc. Además, el Reglamento Sanitario de los Alimentos – RSA – (Decreto 977/1996) es la normativa que indica las condiciones sanitarias y requisitos específicos que deben cumplir las instalaciones y los alimentos a objeto de garantizar productos seguros para el consumo humano. Según el boletín nº 27 de ACHIPIA, este reglamento fue desarrollado en el año 1996 y desde entonces “ha sufrido continuas modificaciones, las cuales han ido acorde a la modernización de los sistemas productivos, nuevos conocimientos y actualizaciones normativas de alimentos de entidades internacionales, particularmente del Codex Alimentarius” (2016). Sin embargo, en lo que respecta a la regulación de los niveles de contaminantes y residuos, específicamente a la presencia de metales pesados (artículo 160), la normativa no sigue las instrucciones del Codex propuesto por la FAO.
El ejemplo del arsénico que hemos utilizado hasta el momento puede ser bastante ilustrativo para evaluar el caso chileno. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) el límite recomendado para la concentración del arsénico en el agua embotellada es de 10 PPB. Lo que coincide con la normativa europea y norteamericana. Sin embargo, en Chile el máximo permitido es de 50 PPB.
En enero de 2021, la EFSA publicó un informe de exposición dietética crónica al arsénico inorgánico que indica que los alimentos que contribuyen en mayor medida a la exposición alimentaria son el arroz y los productos a base de arroz, los cereales y productos a base de cereales y el agua de consumo humano. En este sentido, los máximos permitidos por la FAO son de 350 PPB y de la normativa europea son 300 PPB, en contraste con los 500 PPB como tope máximo permitidos por la regulación chilena.
En general los niveles permitidos de metales pesados en la regulación nacional suelen ser bastante más elevados en comparación con los estándares internacionales, especialmente en lo que se refiere a arsénico, cadmio y plomo. Es posible que esto responda, en parte, a características geológicas y ambientales del país: Chile es un gran productor de cobre y otros minerales, lo que ha llevado a un incremento en la concentración de metales pesados en el suelo y el agua, además de ser un territorio altamente volcánico. A esto se le suma el decantamiento de metales a causa del smog. Como consecuencia, los productos agrícolas y pecuarios pueden presentar concentraciones más altas de estos metales, lo cual podría dificultar, por una parte, el cumplimiento de límites bajos. Por otra parte, también es factible preguntarse: ¿será el lobby agrícola el que permite la aplicación masiva de pesticidas y fertilizantes quien está frenando una mejor regulación?
Otro aspecto crítico de la normativa chilena sobre metales pesados es la ausencia de un enfoque diferenciado hacia las infancias y otros grupos de riesgo, como mujeres embarazadas o individuos con condiciones de salud preexistentes. Esta carencia contrasta con normativas de otros países que reconocen las vulnerabilidades particulares de estos grupos frente a la exposición a contaminantes tóxicos. Como se ha visto a lo largo del texto, las infancias son especialmente sensibles a los efectos de los metales pesados debido a su menor peso corporal, su desarrollo metabólico y su capacidad limitada para desintoxicar estas sustancias. La ausencia de un apartado específico en la normativa chilena no solo refleja un vacío técnico, sino también un riesgo para la salud pública.
«En general los niveles permitidos de metales pesados en la regulación nacional suelen ser bastante más elevados en comparación con los estándares internacionales, especialmente en lo que se refiere a arsénico, cadmio y plomo».
La regulación de metales pesados en los alimentos refleja un delicado equilibrio entre la protección de la salud pública, la viabilidad económica y las características ambientales particulares de cada país. En contextos como el de Chile, donde la exposición natural a ciertos metales es mayor debido a factores geográficos y geológicos, establecer límites estrictos puede resultar complejo. Sin embargo, esto no justifica las causas industriales, ni tampoco el hecho de que estos elementos no se estén midiendo en la actualidad. En Chile no existe una norma que regule la presencia de estos componentes, por lo que cabe preguntarse: ¿cómo podemos estar seguros de la cantidad de metales pesados presentes en zonas agrícolas?, ¿por qué no se está monitoreando la calidad de los suelos, así como se monitorea permanentemente la calidad del aire?, ¿se está velando realmente por la calidad del agua?, ¿por qué la regulación en alimentos sigue siendo tan laxa?, ¿existen políticas que regulen la conversión de suelos previamente utilizados para fines industriales en terrenos agrícolas en cuanto a la presencia de metales pesados?
Idealmente, los avances tecnológicos y científicos permitirán en el futuro establecer límites más seguros y factibles, adaptados a las realidades locales. Mientras tanto, es fundamental reforzar las políticas públicas de remediación ambiental y educación para reducir la exposición de la población a estos contaminantes de manera efectiva. Además, es crucial que la ciudadanía se interiorice en estos temas, ya que desde la sociedad civil se pueden ejercer presiones significativas para impulsar mejoras en las políticas públicas.
Informarnos y exigir regulaciones más estrictas no solo fomenta la transparencia, sino que también contribuye a que los gobiernos prioricen la salud pública y ambiental, ya que, como se ha visto, la salud de los ecosistemas está profundamente vinculada con la salud humana. Las alarmantes tasas mundiales de cáncer, enfermedades crónicas, autismo y otras afecciones están estrechamente relacionadas con el deterioro ambiental, siendo los metales pesados agentes causantes clave de diversas enfermedades. Así, activar un sistema de cuidados mutuos interespecíficos, donde se reconozca nuestra interdependencia con el entorno, se vuelve esencial para enfrentar los desafíos actuales. En este sentido, la participación activa de la población es un motor vital para construir un marco regulatorio más sólido, inclusivo y acorde con los estándares internacionales, que priorice tanto el bienestar ambiental como el humano.
Bibliografía
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FAO. CXS193-1995—General Standards for Contaminants and Toxins in Food and Feed. Available online.
Fuente: Revista Endémico: https://endemico.org/metales-pesados-el-dano-invisible-a-la-salud-humana-y-ecosistemica/