Necesidad de una reflexión desde y sobre la agroecología: ¿La «vía campesina» hacia el ecosocialismo?
La organización campesina internacional La vía campesina, fundada en 1992, coordina hoy 182 organizaciones de 81 países que representan a 200 millones de campesinos. En el “Llamamiento de Yakarta”, surgido de la sexta conferencia en el año 2013, la organización establecía los siguientes objetivos y ejes de lucha:
1. Soberanía alimentaria, que desde el principio constituyó el eje principal y que defiende el derecho de los pueblos, naciones y estados a controlar sus alimentos, sus formas de producción y de intercambio a nivel local, estatal e internacional y las políticas agrícolas que aseguren a cada uno alimentos de calidad y culturalmente apropiados.
2. Agroecología como opción para el presente y el futuro, que aparece identificada con la agricultura campesina, a la que consideran la principal fuente de alimento del mundo, protectora a su vez de la biodiversidad y garantía del enfriamiento del planeta.
3. Justicia social y climática y solidaridad en la lucha contra las transnacionales, los Tratados de Libre Comercio y los acuerdos de inversión que crean condiciones vulnerables e injustas.
4. Mundo sin violencia y discriminación contra las mujeres, rechazo al sistema patriarcal, la xenofobia, la homofobia y cualquier otro tipo de discriminación.
5. Paz y desmilitarización
6. “La tierra no es una mercancía”. Reforma Agraria Integral con la distribución masiva de tierras y el apoyo de recursos para la producción y el sustento, con acceso permanente de jóvenes, mujeres, desempleados, los sin tierra y todos aquellos que estén dispuestos a participar en la producción en pequeña escala de alimentos agroecológicos.
7. Semillas, bienes comunes y agua, porque las semillas constituyen el patrimonio de los pueblos y la base de la soberanía alimentaria. Significa la lucha contra la manipulación genética y paquetes tecnológicos que combinan transgénicos con uso masivo de pesticidas. Incluye también la lucha por la protección del agua como bien común.
Por Manuel Corbera Millán
La transcendencia que el discurso de esta organización internacional ha alcanzado hoy, resulta indiscutible. Ello se debe a varios factores que se han combinado de manera sumamente inteligente.
En primer lugar, el propio hecho de que se trate de una organización que ha sabido reunir e integrar a la mayor parte de organizaciones indígenas y campesinas en América Latina, África y Asía, en lucha por la tierra, contra la dominación de las grandes transnacionales y estados subalternos, por la soberanía alimentaria y la reforma agraria integral, supone ya algo inédito en la historia considerado incluso como algo prácticamente anti natura.
Pero, además, la defensa de un modelo de producción agroecológico y su identificación con el modelo de producción campesino, los convierte en alternativa social defensora de la biodiversidad del planeta[1]. La recampesinización que defienden promete ofrecer productos alimenticios suficientes y de calidad, reducir abonos químicos y contaminantes, priorizar mercados de proximidad limitando la movilidad de mercancías agrícolas reduciendo así los efectos negativos sobre el medio ambiente, y favorecer la fijación y recuperar de población en el campo evitando la acumulación de parados en las ciudades. Algunos defienden también como ventaja añadida (aunque en este caso el beneficio ecológico podría ser discutible) la ampliación de la superficie agraria sobre tierras marginales (altos del Perú y Bolivia, pendientes pronunciadas, áreas húmedas, baldíos), necesarias -según dicen- para alimentar a una población mundial creciente y en las cuales los costes serían demasiado altos para el capital (Ploeg, 2016: 158).
El éxito de su discurso y el alcance social conseguido permite comprender que en 2018 la Asamblea General de la ONU aprobase por amplia mayoría una declaración sobre los derechos de los campesinos y de otras personas que trabajan en las zonas rurales, que incorporaba parte de sus reivindicaciones, como el derecho a la tierra y al territorio, a las semillas y la agrobiodiversidad, a los medios de producción y protección de precios, y el derecho a la soberanía alimentaria. Una declaración que, por supuesto, no conlleva ninguna obligación vinculante, pero que demuestra la fuerza del discurso y -según la opinión de La vía campesina- permite el establecimiento de un marco normativo internacional de referencia desde el que es posible ofrecer nuevos argumentos para fortalecer sus luchas (Mantilla, 2019: 5).
Sin embargo, no hay demasiados motivos para ser optimistas. El modelo productivo autónomo, soberano y agroecológico, defendido por la organización campesina internacional, encuentra demasiados obstáculos. Tantos años de Revolución Verde y modernización han borrado de la memoria las técnicas agroecológicas campesinas.
La agroecología no ha sido un invento de La vía campesina. En los años 70 Ángel Palerm ya defendía una tecnología centrada en el manejo inteligente del suelo y de la materia viva por medio del trabajo humano y utilizando poco capital, poca tierra y poca energía, y reconocía que ese modelo antagónico de la empresa capitalista tenía ya su protoforma en el sistema campesino. La difusión del término y su defensa como modelo alternativo llegó con los movimientos campesinos anti agricultura industrializada de los años ochenta en Latinoamérica (Sevilla, 2006: 189 y 201) y sólo a partir de ellos comenzó el proceso de absorción y manipulación del discurso agroecológico por parte de instituciones académicas, investigadoras, transnacionales y oficiales, que la presentaron como un modelo capaz de paliar algunos aspectos negativos de la Revolución Verde, adoptando la parte que les interesaba sin renunciar al productivismo ni al modelo agroindustrial. La agroecología sería -para la FAO por ejemplo- no un modelo de producción campesina, sino aquel que minimizaba las emisiones, la erosión del suelo, el excesivo consumo de agua, los productos tóxicos, y que mantenía al mismo tiempo los niveles de producción y productividad; un modelo que a la par que respondía al clamor social contra el cambio climático, seguía atendiendo las exigencias del Banco Mundial y de Monsanto de mantener -e incluso justificar en el mismo mensaje- la utilización de cultivos transgénicos (Rosset y Altieri, 2018: 23), incompatibles con la autonomía local, la soberanía alimentaria y el propio modelo agroecológico de La vía campesina que enfatiza el mantenimiento de la biodiversidad.
A pesar de todo, la organización campesina internacional, consciente del olvido de las técnicas tradicionales, ha conseguido difundir el conocimiento para la aplicación de su modelo de producción campesino en muchos países del Sur, abriendo escuelas regionales de formación agroecológica o universidades campesinas en Venezuela, Paraguay, Brasil, Chile, Colombia, Nicaragua, Indonesia, India, Mozambique, Niger y Mali, en las que campesinos enseñan a campesinos (Rosset y Altieri, 2018: 165). Aunque aún se conoce parcialmente el resultado práctico de dicha formación, su impartición supone en sí un parapeto defensivo contra el avance del insostenible complejo agroindustrial disfrazado de agroecológico en esas regiones.
Sin embargo, la recuperación del pasado y la reivindicación del mismo a través de su llamamiento a la recampesinización internacional, tiene un cierto sabor a romanticismo. La figuración de los campesinos como la encarnación del desarrollo sostenible aparece como un bello cuento (Aubertin et Pinto, 2006: 17)[2], como la imagen del superviviente al desarrollo y la industrialización de quienes “han mantenido la armonía con la naturaleza”. Una imagen que, más allá de lo que refleje de verdad, resulta -sobre todo cuando es difundida desde medios oficiales- estereotipada, engañosa y puede llegar a ser tiránica cuando se le impone al campesino o pequeño agricultor a su pesar (Aspe et Auclair, 2006: 353).
Por otro lado, es evidente que la radicalidad de los objetivos y ejes de lucha expresados en el llamamiento de Yakarta no representan a todas las organizaciones que componen La vía campesina. Convendría hacer una revisión a este respecto para poder valorar con más rigor el verdadero alcance de su influencia, pero no es este el lugar ni el momento para ello. Baste decir aquí que junto con organizaciones radicales que cuestionan las estructuras agrarias (como el MST brasileño), podemos encontrar organizaciones como la Karnataka Rajya Ryota Sangha (Asociación de Granjeros del Estado de Karnataka en la India) que, aunque se oponga a la introducción de la semilla de algodón genéticamente modificada, es manejada por y para los granjeros ricos y medianos que siguen explotando y oprimiendo a la fuerza de trabajo rural y que hace campaña solicitando subvenciones para los fertilizantes químicos que utiliza (Berstein, 2016: 170).
En España, la principal organización que forma parte de La vía campesina es la COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos), fundada en 1977 a nivel estatal y en la que participan organizaciones de todas las Comunidades Autónomas que defienden “los intereses de modelo social y profesional de agricultura mayoritario en España, mucho más productivista y mercantilizado de lo que reivindica el mandato de Yakarta.
Su referente histórico son las luchas por los precios de los años 60 y principios de los 70 (guerra del pimiento, de la leche, del maíz, de la patata) y si bien es cierto que desde mediados de los años 70 pasó a primer plano de sus objetivos la defensa de un modelo productivo basado en la explotación familiar, ello de por sí no garantiza la defensa de un modelo agroecológico.
En la actualidad defienden una “transición verde de la agricultura” que, aseguran, no podrá alcanzarse sin una sostenibilidad económica imposible de alcanzar con las políticas comerciales y de regulación de mercados de la UE, que establece una competencia desleal de las importaciones. Se trata en este caso -y se puede suponer que en muchos otros- de una versión más a pie de tierra de una de las organizaciones de pequeños agricultores (no campesinos) que forman parte de La vía campesina, y que evidentemente puede firmar el programa máximo de Yakarta, pero el programa propio, mucho más pedestre, se adapta a los intereses inmediatos de sus miembros, mucho más económicos que ambientales. Al menos en la Europa de hoy resulta difícil creer que -como sostiene Jan Douwe van der Ploeg (2016: 35)- la agricultura campesina (ni siquiera la poca que pudiera reconocerse como tal) es “anaeróbica” y puede vivir sin el oxígeno de la rentabilidad.
Desde hace más de siglo y medio el análisis, las narrativas y los debates sobre el campesinado, sus organizaciones las comunidades campesinas, la gestión de su territorio y su relación con la tierra y sus propietarios, se ha movido entre los mitos y la realidad. Mitos que muchas veces han servido para establecer programas revolucionarios, rotundamente anticapitalistas, pero casi siempre desde relatos populistas y románticos. Pero al mismo tiempo han contribuido también a la creación de discursos engañosos, justificativos de políticas reaccionarias que en la práctica conducen en dirección contraria a los objetivos que se encontraban implícitos en los mitos. El último mito, cuidadosamente construido por La vía campesina, eleva al campesino y sus prácticas tradicionales, como la alternativa al sistema del agronegocio, depredador y destructor de la naturaleza y la Pachamama. El campesinado, restaurador de la biodiversidad, se presenta como el agente capaz de enfriar el planeta y detener el colapso, al tiempo que alimenta a una población mundial creciente.
Hoy se calcula que existen aproximadamente 1.500 millones de campesinos, agricultores e indígenas que manejan 350 millones de pequeñas explotaciones, 410 millones de recolectores en bosques, selvas y sabanas y 190 millones de pastores. Y entre el 70% y el 80% de los alimentos se producen en explotaciones de 2 hectáreas de promedio (Rosset y Altieri, 2018: 113). Pero buena parte de los países desarrollados, menos poblados, es cierto, que los subdesarrollados o las economías emergentes (BRICS), apenas cuentan ya con campesinos, al menos que respondan a la definición que el mito ha establecido. No se dispone todavía de suficientes estudios que permitan contrastar con la realidad el verdadero alcance del modelo agroecológico campesino que propone La vía campesina.
En todo caso, su principal logro ha sido el permitir establecer un programa de resistencia coherente y eficaz, capaz de llegar incluso más allá del mundo rural. Pero, aunque el modelo campesino avance en el sentido propuesto, ¿detendrá la continua sangría migratoria? ¿acabará con la agricultura productivista y el agronegocio? Mientras exista el capitalismo esa tendencia no parece que avance. Como dicen Aspe y Auclair (2006: 352-353), en el mejor de los casos se podría esperar que se llegase a la generalización de una agricultura dual, pero en la que la parte del espacio reservada al campesino sostenible serían las tierras consideradas marginales por el capital.
Es posible que en una nueva sociedad ecosocialista el modelo de La vía campesina pudiera tener éxito[3]. Sin embargo, sin duda habría problemas que resolver. Por ejemplo, el relato de La vía campesina parece apostar por la explotación familiar individual y renunciar implícitamente al colectivismo, a la producción en común sobre tierras comunales gestionadas colectivamente; una renuncia que en el futuro podría debilitar el espíritu comunitario que, por otra parte, parece desprenderse de su discurso. En condiciones económicas más favorables, la producción y apropiación individual del producto ¿no acabaría por dar lugar a una diferenciación social y al despertar del individualismo que históricamente la ha acompañado? ¿Debería renunciar el ecosocialismo a impulsar modelos productivos basados en la agricultura colectiva?
Recordemos que, si bien es verdad que algunas experiencias de colectivismo agrario en la URSS o en China tuvieron efectos negativos, tanto por la imposición forzosa y la gestión burocrática como por seguir un modelo productivista a ultranza, también la economía campesina individual dio lugar a la construcción de una clase pequeñoburguesa enemiga de la revolución y el socialismo.
Notas:
[1] En la declaración de Nyéléni (Mali) de 2007 https://nyeleni.org/IMG/pdf/DeclNyeleni-es.pdf se decía:
“Nosotros y nosotras, los más de 500 representantes de más de 80 países, de organizaciones de campesinos y campesinas, agricultores familiares, pescadores tradicionales, pueblos indígenas, pueblos sin tierra, trabajadores rurales, migrantes, pastores, comunidades forestales, mujeres, niños, juventud, consumidores, movimientos ecologistas, y urbanos, nos hemos reunido en el pueblo de Nyéléni en Selingue, Malí para fortalecer el movimiento global para la soberanía alimentaria (…) “La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas”.
[2],. En 2015 La vía campesina se refería al nuevo mito campesino en los siguientes términos: “El nuestro es el “modelo de la vida,” del campo con campesinos, de las comunidades rurales con familias, de los territorios con árboles y bosques, montañas, lagos, ríos y costas, y se opone rotundamente al “modelo de la muerte” del agronegocio, de la agricultura sin campesinos ni familias, de monocultivos industriales, de zonas rurales sin árboles, de desiertos verdes y tierras envenenadas con agrotóxicos y transgénicos. Estamos activamente confrontando al capital y al agronegocio, disputando la tierra y el territorio con ellos” (citado por Rosset y Altieri, 2018: 198).
[3] Para Rouset (s.f: 24) “sin ecosocialismo el campesinado no tiene futuro, pero el ecosocialismo ya no puede concebirse sin el campesinado”.
Referencias:
Aubertin, C. et Pinto, F. (2006): “Les paysans: figure emblématique du développement durable?”, en Auclair, L, Aspe, Ch. et Baudot, P. (dir.): Le retour des paysans? Á l’heure du développement durable. Aix-en-Provence: ÉDISUD.
Aspe, Ch. et Auclair, L. (2006): “Le paysan: ressource symbolique recyclée”, en Auclair, L, Aspe, Ch. et Baudot, P. (dir.): Le retour des paysans? Á l’heure du développement durable. Aix-en-Provence: ÉDISUD.
Berstein, H (2016): Dinámicas de clase y transformación agraria. Barcelona: Icaria.
Mantilla, Ch. O. (2019): “La nueva carta de derechos de los Campesinos”. Pensamiento y Acción Social. Colombia, pp. 1-5. https://www.pas.org.co/nueva.
Ploeg, J. D. van der (2016): El campesinado y el arte de la agricultura. Un manifiesto chayanoviano. Barcelona: Icaria.
Rosset, P. y Altieri, M. (2018): Agroecología. Ciencia y política. Barcelona: Icaria editorial.
Rousset, P. (s. f.): “El campesinado y el marxismo”. Textos de combate de Izquierda Anticapitalista, nº 12, pp. 1-24. https://www.anticapitalistas.org/wp-content/uploads/2015/10/El-Campesinado-y-el-marxismo.pdf.
Sevilla Guzmán, E. (2006): De la Sociología Rural a la Agroecología. Barcelona: Icaria editorial.
Manuel Corbera Millán es catedrático de Análisis Geográfico Regional jubilado y militante de Anticapitalistas.
Fuente: https://vientosur.info/la-via-campesina-hacia-el-ecosocialismo/