Gobernar para todos: La política en occidente ha elevado una enorme pared entre los discursos y lo que sucede en las vidas cotidianas

Llevo semanas dándole vueltas a una frase repetida de forma profusa en campaña electoral: “Queremos gobernar para todos”. Haciendo una búsqueda rápida me he encontrado que Bolsonaro prometió gobernar para todos sin prejuicio de raza, sexo o religión; Rajoy ofreció gobernar con responsabilidad y para todos; Sanders se comprometió a gobernar para todos;  y López Obrador asumió en México de forma más precisa: “Vamos a gobernar para todos, pero vamos a dar preferencia a los vulnerables”.

Por: Yayo Herrero

La lista de promesas de gobernar para todos es interminable y abarca todo el espectro político imaginable. Decir “gobernar para todos”, por tanto, no es decir mucho. Es más bien una tautología o verdad de Perogrullo: si se gobierna, las consecuencias las viven todas las personas, seres vivos y territorios afectados por el mandato. Es decir, quien gobierna, gobierna para todos.
El gobierno para todos se suele relacionar con la capacidad de gestión. “Lo que hace falta es una buena gestión y no tanta ideología”, escuchamos en representantes de todo el arco político.
La mayor parte de mi vida profesional se ha desarrollado en el ámbito de la gestión, una buena parte de ella en la empresa privada. Algunos de los jefes que tuve cuando empecé a trabajar me enseñaron un montón de cosas sobre la gestión que me han servido en muchos otros espacios. En concreto, aprendí que la gestión y la dirección de cualquier proyecto descansa en cinco pilares: el primero es tener nítidamente claro el propósito del proyecto, qué se pretende y cuáles son las prioridades. El segundo es la estrategia, el conjunto de líneas y pasos que se van a seguir para conseguir el fin; el tercero –y fundamental– es la cultura, qué valores y estilos de gestión son los que favorecen los objetivos; el cuarto eje es la estructura, que consiste en situar a las personas más capacitadas y componer los equipos humanos y materiales adecuados para alcanzar los objetivos que tienes; y el quinto es ejecutar, evaluar y corregir permanentemente para no desviarte del primero de los pilares.
Tanto en espacios laborales como en los del activismo y, ya con la práctica, aprendí que no se dirige en el vacío, ni es posible gestionar de forma neutral. Puede haber excelentes gestores que favorecen la acumulación y la explotación y excelentes gestores que ponen en el centro a las personas y sus necesidades. No es lo mismo y, es más, no es compatible. Desde el mismo momento en el que comienza la administración hay que optar permanentemente, marcar prioridades y elegir. 
A lo largo de los años, y con no pocos errores, aprendí que la mejor cultura a construir en los equipos que gestionan era la de la construcción colectiva, que los equipos tenían que ser diversos y debía haber libertad para expresar las diferencias y habilidad para hacer de ellas una riqueza; que rodearte de personas críticas y diversas da más quebraderos de cabeza que rodearte de palmeros, pero proporciona equipos más sólidos y creativos capaces de superar situaciones difíciles; que uno de los errores más graves era humillar y pasar cual Atila por encima de los principios de los demás, que lo que se zanja por la vía de la imposición o la purga vuelve a surgir; que era un error confundir la fidelidad a quien dirige un equipo con la lealtad a los proyectos.

Creo que todas estas cuestiones son aún más importantes en los momentos históricos que nos está tocando vivir.
Las condiciones materiales de vida empeoran en España. Todos los datos que manejamos muestran que aumentan la pobreza y la desigualdad a pesar del crecimiento económico; los contratos de menos de siete días se han duplicado con respecto al inicio de la crisis de 2007. La incertidumbre va mucho más allá de los contratos eventuales. Muchas personas con empleos fijos son pobres y tienen dificultades para llegar a fin de mes. La precariedad vital se cronifica y es estructural.
Dice Saskia Sassen que hemos pasado de un capitalismo de la producción y la explotación del trabajo humano, a un capitalismo del extractivismo y de las expulsiones. El propio Foro de Davos habla de “población sobrante” en el mercado laboral.
Y las posibilidades que se establecen para conseguir tasas de crecimiento exiguas pasan por convertir en mercancía aquellos espacios que más o menos habían quedado fuera de la maximización del capital: sanidad, educación, cuidados, seguridad, recursos naturales, territorio, agua... y también los nuevos negocios que se derivan del declive de materias primas y de la crisis climática.

La negociación de los tratados de libre comercio proporciona toda una arquitectura jurídica que retuerce la gestión y el gobierno para que discurran por canales que posibilitan que siga la fiesta, aunque en paralelo, la precarización de muchas personas y la destrucción del territorio –rural y urbano– avanzan rápidamente.
Para mucha gente, tener un sitio donde vivir en las ciudades es una verdadera lucha. La vivienda sigue siendo un recurso para la acumulación. Plantear el problema de la vivienda hoy en día supone preguntar para quién y para qué son las viviendas, quiénes las controlan, a quién empoderan, a quiénes oprimen. Implica cuestionar la función de la vivienda en un capitalismo financiarizado y globalizado y explorar las expulsiones que genera. “Señora, el centro no es para todo el mundo”, le decía a Pepi uno de los policías que intervino en uno de sus intentos de desahucio en el barrio madrileño de Lavapiés, en el que ella nació. La expulsión del territorio supone la ruptura de los vínculos y relaciones que mantenemos en él y que son la condición básica para que mucha gente precaria pueda aguantar.
Mayoritariamente, las mujeres siguen actuando como mayor amortiguador de la crisis. Familias que sacan a los mayores de las residencias para disponer de la pensión para la economía cotidiana y cuidan a ese mayor en condiciones precarias en las casas. Mujeres, mayoritariamente migrantes, que se ocupan de sostener las vidas en un sistema que las ataca...

La agenda política poco a poco va haciendo suyo el discurso del cambio climático, pero vacío de contenido o con un contenido que parezca compatible con lo que hay. 
Asumen que existe y hablan de él como una de sus preocupaciones pero no se acometen las medidas necesarias. “Todas las pelis de desastres comienzan con una política que no escucha a la ciencia”, decían algunas de las pancartas del movimiento Fridays for Future. España se calienta al doble de velocidad que el resto de Europa (Manola Brunet). El 90% de los glaciares han desaparecido, la temperatura ha aumentado 1,5ºC y un 20% de nuestro territorio se puede considerar desértico. Tendremos problemas de agua en zonas de monocultivo turístico y tendríamos que estar anticipando medidas concretas para poder proteger a las personas que viven en ellas.

La Agencia Internacional de la Energía, cero sospechosa de ecologista, advierte en su último informe anual de que en 2025 será imposible satisfacer la actual demanda de petróleo. Igualmente, señala problemas con el carbón, uranio y gas natural. También lo afirma Brufau, máximo responsable de Repsol, que habla de previsible escasez de petróleo en un par de años por falta de inversiones. Estos desajustes provocarán una fuerte inestabilidad en los precios de la energía, con sus evidentes consecuencias en la economía y el empleo. Habría que pensar cómo anticiparse. Si no lo hace una política centrada en las personas, lo hará el mercado y, con perdón, las personas, al mercado, le importan un carajo.

La transición a las renovables o la electrificación del transporte son condición necesaria pero requieren el uso de minerales que están alcanzando su pico de extracción. Tesla, hace pocos días, advertía de que no hay minerales para fabricar coches eléctricos que sustituyan al motor de combustión. Esos minerales también hacen falta para la transición energética y pretenden ser utilizados para ampliar la economía digital o la robotización de la producción. Si contrastamos las reservas que declara la comunidad científica y todo lo que se quiere hacer con ello, las cuentas no salen.
Afrontar esta situación requiere importantes transformaciones y pensar en cómo se van a financiar. La gestión con criterio ecológico y perspectiva de clase es crucial. En los trabajos que hemos venido haciendo, constatábamos que solo la transición a las energías renovables en Europa supondría una inversión de entre un 3,5%-5% del PIB europeo durante más de treinta años. Para ello, habría que comprometer recursos públicos, que se traducen en impuestos, y privados (con bajas bonificaciones y devoluciones a largo plazo).
Pero no solo hay que financiar la transición a las renovables y la protección a las personas en situación de pobreza y precariedad. Los servicios sociales clásicos, que se ocupaban de atender excepciones, van a tener que evolucionar para hacerse cargo de una precariedad vital, ya estructural.
Mirar esta realidad no es agradable, pero me parece importante hacerlo para saber qué es gobernar y con qué prioridades se gobierna para todos.
Gobernar es administrar permanentemente bienes escasos y finitos para, por una parte, asegurar su distribución justa y prudente, y, por otra, cuidar de que los bienes fondo que permiten la producción de bienes y servicios no se destruyan o agoten. La propuesta del interés público supone que será posible encontrar un acuerdo, un consenso general que permita una política, acción o propuesta que sea del gusto de todas las partes. Pero en realidad, no todo conflicto es resoluble en una situación de ganar-ganar, por lo menos algunos conflictos son un juego de suma cero. Es decir, lo que unos tienen de más, otros lo tienen de menos. Es decir, el derecho de los ricos a serlo solo se puede garantizar manteniendo la existencia de pobres.
La economía doméstica lo tiene claro. Si en una casa en la que viven seis personas se sirve una bandeja con doce magdalenas, y una de las personas pretende comerse siete, llega la justicia en forma de bronca materna y se impide que el más egoísta deje sin nada a los otros.
Por eso no podemos dejar de mirar que, más ahora que nunca, luchar contra la pobreza es lo mismo que luchar contra la excesiva riqueza, que garantizar el derecho a la vivienda, el acceso a la energía, alimentación saludable o al trabajo, implica ponerle freno a la especulación, parar la mercantilización de todos los bienes comunes y poner en marcha políticas redistributivas.
No se puede obviar que cuando los intereses de los poderes económicos se ven amenazados, los lobbys, los patrocinios y la corrupción operan para transformar voluntades; y que las cloacas del Estado hacen lo que sea preciso para evitar cambios que pongan en riesgo sus negocios; ni que cuando se gestiona bien desde el punto de vista de las condiciones de vida de todas las personas, se buscarán todo tipo de triquiñuelas (techos de gasto, intervención de cuentas, denuncias y judicialización, ridiculización, difamación o calumnia, etc...) para conseguir que los cambios no “desmadren” el orden establecido.
Cuando se produjeron los desahucios de Argumosa 11, la agrupación de Vox del centro de Madrid sacó un tuit en el que afirmaba que los propietarios y empresarios tenían todo el derecho a intentar rentabilizar su propiedad todo lo que pudieran. Añadían que una persona, por contra, no tenía derecho a estar en una casa si no la pagaba. El tuit, obviamente generó un gran rechazo, pero lo que a mí me dejó helada fue la constatación de que eso era justamente lo que había pasado. En una ciudad y en un país gobernados por fuerzas progresistas, la ley había ejecutado el sueño de la ultraderecha neoliberal.
Los nuevos fascismos del siglo XXI no solo llegarán a caballo, no solo se asomarán a las ventanas con morriones del siglo XVI. Se apuntalan en tratados comerciales, en reformas laborales, en discursos culturales que naturalizan el crecimiento económico como panacea y construyen un sentido común sacrificial. Merece la pena sacrificarlo todo: ciudades, territorios, personas, animales… con tal de que la economía crezca.
Me preocupa que la parte más acomodada de las izquierdas, la que todavía no siente la incertidumbre de la precariedad vital, no seamos capaces de interpretar bien los tiempos. Nos altera y reaccionamos a la ultraderecha montaraz pero, si prácticas no tan distintas vienen recubiertas del discurso tranquilizador de los derechos humanos o de las libertades, sentimos alivio. Existe, a mi juicio, una cierta escapada de la realidad. Si la desposesión, el racismo estructural o la destrucción de las bases materiales no se explicita como lo hace la ultraderecha, entonces bajamos las alertas.
La política en occidente ha elevado una enorme pared entre los discursos y lo que sucede en las vidas cotidianas. Gobernar y gestionar para todos es priorizar, administrar la escasez y decidir. Pero también es disputar el sentido común, de forma que la cultura del reparto, la solidaridad y el cuidado puedan funcionar como un seguro de vida, sobre todo para quienes son más vulnerables. Es imprescindible que haya en las instituciones opciones que disputen con claridad y firmeza, en el discurso y en la praćtica, esa visión del gobernar.

Fuente: http://ctxt.es/es/20190508/Firmas/26082/yayo-herrero-ideologia-argumosa-11-fascismo-transicion-energetica.htm- Imagenes:
BBC - Fotogramas - Diario Castellanos

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