Egocracia, la dictadura del “yo”

Hay en lo político algo que atraviesa de manera violenta los diferentes estratos y que es enormemente decisivo a todos los niveles. Algo que abarca desde la dinámica de partidos a los movimientos, pero no se queda ahí. Estamos hablando de los “egos”, expresión latina que hace referencia al “yo”, y no es más que creer que la medida de la realidad pasa por el filtro del “uno mismo”. El psiquiatra Jonatahn Devison y el expolítico britanico David Owen, describieron el llamado “Síndrome de Hubris“ (del griego hýbris, “desmesura”), que describe el comportamiento cuasi-patológico de algunas personalidades que alcanzan el poder y se encuentran en posiciones de liderazgo político. El mostrar un orgullo extremo, un exceso de confianza en sí mismo y un desprecio absoluto por posiciones que no son las propias, serían las características más llamativas de este cuadro sintomático. ¿Se podría inferir desde este punto de vista que la mayoría de los líderes políticos actuales son unos trastornados? ¿Podríamos extender entonces esta patologización a gran parte de la sociedad?

Luis Rodríguez
La Casa Invisible


En la batalla política institucional se suele hablar de “ego” cuando alguien ha alcanzado cierta cuota de poder y se usa únicamente para desprestigiar o denigrar, vinculando el personalismo solo con el dirigente de turno. Sin embargo, en el líder propio suele ser visto como signo de fortaleza (en el contrario, una señal de ambición personal). Una lógica en la que todas las partes implicadas tienen algo de razón, ya que la política deviene en una deriva hiperpersonalista, hasta el punto de no distinguirse el proyecto del cabecilla que lo defiende.
Pero esto no es algo exclusivo de las rivalidades entre partidos de distinto signo, también ocurre en el interior de las formaciones. Se sabe de sobra que para ascender en un partido es necesario formar parte del equipo de “un líder sólido y con ideas claras”, al que todo el mundo debe rendir pleitesía. Atrás se dejan una serie de cadáveres políticos, vinculados al bando del “líder perdedor”. Tras la victoria en las primarias, cargarte a todo el cuadro contrario afín al derrotado es lo habitual. En vez de sumar para el equipo ganador a los talentos más destacados de la promoción, se procede a la depuración inclemente del resto sobrante.

En el espectro político de derechas o liberal esto no se suele percibir como un problema, es más bien una virtud. Los “hombres fuertes” del partido son barones con grandes “egos” y reconocidos como seres con capacidad de decidir, con arrestos suficientes para llevar el peso del poder y con el carisma necesario para sostener la responsabilidad en sus espaldas. El hiperliderazgo es la norma, y estos partidos suelen debilitarse cuando no cuentan con un líder claro o cuando el poder está disperso. De hecho no suelen sentirse cómodos en las primarias y la bendición del predecesor a través del “dedazo”, no está siquiera mal vista.
Especialmente visibles suelen ser estas dinámicas en el margen izquierdo del tablero político institucional, donde es habitual observar luchas fratricidas que acaban desmembrando los proyectos. Fracturas capitaneadas por líderes con aires mesiánicos, aromatizados de cierto “culto a la personalidad” y pose de verdad absoluta. En cuestión de meses se pasa del “estamos de acuerdo en el noventa y nueve por ciento” a la purga inmisericorde de todo el equipo “enemigo”. El imaginario político, tanto histórico como reciente, está repleto de estas luchas, auténticas batallas campales en las que solo puede quedar uno.
No se trata de hacer una visión reduccionista y ver los personalismos como único factor decisivo en política. En las disputas hay diferencias programáticas, organizativas o identitarias, que generan debates enriquecedores. “El narcisismo político” consiste en la incapacidad de incorporar la mirada disidente, el actuar con cierto iluminismo, el creer que la posición propia es realmente la mejor y más representativa de los valores de una masa que afirmo representar.

Se trata de una actitud mayoritariamente masculina, aunque no exclusiva de los hombres. Estas dinámicas no son monopolio único de la lógica de partidos, donde es habitual admitir las luchas intestinas como algo implícito al poder que congregan. Las batallas de “egos” se encuentran en todos los niveles de participación política: movimientos autónomos, centros sociales autogestionados, activismo (ecologistas, feministas, vivienda, etc). Así como en todos los espacios que congregan una cuota de poder por pequeña que sea: universidades, oenegés, sindicatos, cofradías o hasta juntas vecinales.
En espacios más o menos horizontales no es raro encontrar a fuertes personalidades de sólida trayectoria o con altas capacidades dialécticas, que imponen su voz por encima del resto. Aunque muchas veces no sean más que meras opiniones, la necesidad de posicionarse sobre todo se antepone a la escucha. A veces, el “delirio” de siempre estar en posesión de la razón, dificulta los problemas estratégicos u organizativos.
Si entendemos que “lo político” sobrepasa los espacios con pretensiones de cambio, nos adentramos en el concepto de biopolítica. Dentro de los vínculos familiares, amistosos, laborales o de pareja, el juego de los “egos” se antoja fundamental para entender cómo están configuradas las relaciones actuales. El individualismo radical campa a sus anchas, en los diferentes lugares de socialización o en los diversos tipos de relaciones afectivas. Nadie quiere perder ni un ápice de lo que tiene, da igual lo que esté en juego, sea material o puramente dialéctico. Todo se defiende a capa y espada y si es humillando al otro, mejor.

El ombliguismo, la obstinación, la rigidez de pensamiento o la incapacidad para la escucha es sintomatología de un ego bien inflado y una incapacidad para asumir la alteridad. El “es mi opinión”, cancela toda posibilidad de consenso, búsqueda de puntos de encuentro o debate, pareciendo que cualquier alusión al “yo”, de entrada, diera cierto aire de verdad o inviolabilidad al argumento. El mito del respeto a cualquier opinión, por extravagante o incierta que sea, se impone; aunque sea profundamente racista, misógina, clasista o terraplanista.
Pero todo esto no puede ser fruto de la pura contingencia. Ha sido necesaria la puesta en marcha y construcción de todo un poderosísimo entramado de dispositivos de construcción de la subjetividad. Una verdadera ingeniería del deseo, que acompaña a las medidas de desregulación económicas que los “Chicago Boys” ponen en marcha desde los años ochenta a lo largo y ancho de todo el mundo.
Una historia que comienza antes, a principio del siglo XX con Edward Bernays. Sobrino del mismísimo Sigmund Freud, Bernays fue un hombre inmensamente rico y poderoso que se sirvió de las teorías del psicoanálisis para poner en marcha lo que sería la construcción del “homo consumens”. Se puede considerar creador de las técnicas modernas de propaganda y precursor de la actual psicología del marketing y del consumo. En los años posteriores el cine, además de otras tecnologías y “estrategias de deseo”, llevaría a cabo la consecución de la titánica tarea de fabricar el sujeto actual, individualista y desconectado.

Las “tecnologías del yo” contemporáneas hacen su aparición de formas muy variadas, encontrando en las redes sociales una plataforma para aumentar notablemente su expansión. La autorreferencialidad es una invocación constante, el relato en primera persona omnipresente en publicidad, libros de desarrollo personal, coachers, youtubers, series, etc. El resultado final es un “yo” necesariamente sólido, pero rígido, aislado y como tal inseguro. Un fake, que cada vez necesita más terapia, psicofármacos y una industria de la felicidad que vende bálsamos con los que mantener a raya un “ego” tan frágil y precario como henchido de autobombo.
Ahora bien, no estamos haciendo una crítica total a la concepción del “yo”. Este es un proceso fundamental en el desarrollo “normal” de la psique humana. En Freud, el “yo” lo conforman una serie de identificaciones imaginarias, y de ahí Lacan deduce, en su teoría del “estadio del espejo”, la primera identificación como clave para la formación del mismo. Esta sería la identidad fundadora de una serie, que constituirá la subjetividad del ser humano. En definitiva, el “yo” sería una suerte de pegamento necesario que sirve de unión de nuestras múltiples identidades: una estructuración mínima del “uno mismo”, necesaria para tener una vida equilibrada a nivel psíquico.

¿Es posible entonces descentralizar algo tan asentado e inevitable como el “yo” del debate de lo colectivo? En primer lugar, estamos hablando que el dejar de darnos tanta importancia debería ser un acto eminentemente político. La ideología individualista nos ubica en un espacio ilusorio, el resultado es un sermón monocorde en el que casi todo se reduce a hablar “de sí mismo” y desde “el sí mismo”. Prácticamente nada de lo que decimos o lo que hacemos como individuos nos pertenece en exclusividad, aunque creamos que la opinión propia es muy importante y original. Todo discurso, toda acción, es fruto de una construcción colectiva y no del genio individual de nadie.
Por otro lado, “la síntesis conjuntiva deleuziana” nos ofrece una preciosa oportunidad para entender de otra forma las relaciones entre posturas disidentes. La diversidad de opiniones y estrategias, siempre que estén insertas en un mismo campo de fuerzas, no tiene porqué disolver la singularidad, sino que la puede enriquecer. Hablamos de pensar una suma de diferencias que vence a la pobreza política individualista y es capaz de incorporar a la otredad. Superar la disyuntiva binarista e identitaria, que se debate entre “esto o lo otro”, para apostar finalmente por “esto y lo otro”.
Se trata también de reinventar los espacios horizontales, hacer del apoyo mutuo y la inteligencia colectiva, la norma. Lugares donde experimentar con virtuosismo la inclusión de las ideas válidas, aunque no sean las más altisonantes. Repensar también los necesarios liderazgos, pero observarlos parciales, nómadas y estratégicos. Verlos desde la potencia del acontecimiento concreto más que desde la meritocracia absolutista. En definitiva, alejarse del resplandor narcisista y dejarse llevar por un devenir invisible, pero productivo. Hablar menos y escuchar más.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/psiquiatria/opinion-egolatria-dictatura-del-yo - Imagen: Representación del “yo” José E. Cabrera Pérez

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