El cielo sobre nuestras cabezas

Con la industrialización global y especialmente desde que se inicia el proceso económico-financiero de la Globalización, hemos dilapidado nuestro clima. Las nubes se generan entre los 2000 y los 7000 metros. Y tienen un efecto sobre la atmósfera, las altas la calientan, las bajas la enfrían. Con el cambio climático, los científicos constatan que se están generalizando las nubes altas, que no precipitan, sobre las bajas, que nos traen la lluvia. ¿Qué pasa con las nubes atlánticas?

Por Julia Itoiz «La Chula Potra« (Iruña Gerora)

El espacio aéreo atlántico es el más saturado del mundo, 2000 viajes diarios. Forman parte de los cientos de miles distribuidos en casi 70.000 rutas. Estos aviones circulan a una altura de 10.000-12.000 metros para evitar resistencias. La aviación mundial está entre los 10 agentes principales emisores de gases de efecto invernadero. En el sector del transporte es el segundo en importancia detrás de las emisiones que se generan en la carretera.
Por otra parte, los coches son los máximos emisores de CO2, siendo el 60% de lo que se emiten en carretera.
En 2022 la concentración de gases de efecto invernadero ha alcanzado niveles records. Desde 1990 estas emisiones se han multiplicado más del doble, en el mismo periodo en que ha cambiado el régimen de lluvias. Con el Covid estos viajes se redujeron a un 98%. No sufrimos ningún desabastecimiento esencial, es decir, podemos disminuirlos y no pasará nada, más allá de las cuentas de balances de las empresas y en el empleo del sector. Bien lo merecería recuperar la lluvia.
Poco podemos hacer como ciudad para disminuir las emisiones en altura, excepto, eso sí, revisar nuestro carácter turista fosilista. Y revisar el motivo de nuestros viajes, el beneficio que tienen en nuestras vidas y la alternativa menos contaminante que nos ofrezca aquello que buscamos montando en un avión. Todo ello cuestiones emocionales e ideológicas sobre las que podemos hacer un ejercicio de racionamiento sincero. Nadie necesita viajar para ser feliz, y llegar un poco antes quizás no es tan decisivo.
La creencia en ello está construida por el pensamiento materialista fosilista, las industrias del turismo, el trasporte y la publicidad y se basa en nuestra tristeza vital y nuestros comportamientos alienados e infantiloides.
Viajar es obligación y placer, pero como todo, hay que ponerle medida, por el medio ambiente y también por aquellos que nunca podrán viajar y sobre los que precisamente nos apoyamos, con el imperialismo, para que aquí si podamos o “debamos” hacerlo.
Pero luego están esos viajes en carretera. Y sobre ellos, hay mucho que hacer. Por una parte, cada conductor@ debe hacer el mismo ejercicio de racionamiento sincero. ¿Qué saco de moverme en coche y qué estoy pagando, más allá de la gasolina, en forma de emisiones, aislamiento social, mala salud, contaminando un medio ambiente que necesito limpio yo y mis descendientes para poder vivir con seguridad y salud?
Interiorizar que desde nuestros coches aportamos por cada km 143 gramos de CO2 que, unido al resto, son decisivos. Cada conductor puede evitar emitir un kilo de CO2 a diario. Y puede llegar a sorprenderse de la vida que existe más allá del coche.
Ante la sequía y el calor excepcionales, nuestra ciudad es una inmensa fábrica de humos, calor y consumo de agua. Todo el mundo esperamos las lluvias de noviembre que salven del desastre a los embalses. No tenemos en cuenta el daño que ha sufrido la masa forestal, la quemada, evidente, y la que se ha secado.
Y nadie parece preveer que, de seguir así, el próximo verano podemos alcanzar, por acumulación, los 50 grados. Y ahí va a morir gente. Y se va a destruir un patrimonio público natural de manera irreparable. No veo ningún partido político especialmente activado al respecto.
Tampoco los movimientos populares parecen haber alcanzado el nivel de conciencia necesario ante el reto. Hay colectivos trabajando sectorialmente por estos temas, pero ante el reto multisistémico hacen falta alianzas y estrategias también múltiples. Pero no se advierte nada decisivo. Y estas estructuras, que podrían empezar a cambiar la ciudad, parecen más ocupados (es curso de elecciones) en sus propios objetivos que en los comunes.
Desde ahora podríamos conseguir cambios decisivos urbanos – cómo no, si lo hicimos de un día para otro a nivel global por un virus. Podríamos reducir drásticamente tanto el uso del coche como su presencia en las calles, porque a 40 grados acumulan 80 grados de calor en su chapa. Para ellos solo hace falta conciencia y solidaridad, como también se mostro en el confinamiento.
Hay motivos, hay referentes, hay recursos, hay cerebro. Solo falta ponerlos juntos en acción. Y para eso hace falta voluntad. Individual y colectiva.

Fuente: Planeta Azalea
 

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