Tres mitos sobre la técnica
Empecemos por el principio: ¿qué es la técnica? Podríamos definirla como una colección de actos sobre un objeto para alcanzar un fin. Es decir, que la técnica no es solo el objeto técnico (el lápiz, por ejemplo), sino el acto de usarlo (esa habilidad), con un objetivo determinado (pintar). Una segunda definición que va a resultarnos de utilidad es que la técnica, cualquier técnica, es una sedimentación de materia, energía y conocimientos. Los tres ingredientes son imprescindibles. Bajo estas definiciones, tiene sentido diferenciar entre técnica y tecnología. El primero es un concepto que ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia, mientras que la tecnología son las técnicas propias del capitalismo industrial. Estas técnicas capitalistas, en su mayoría, usan energía fósil, materiales minerales, son de gran escala, complejas y el conocimiento que tienen detrás es de tipo científico y privativo. Es decir, que la triada energía-materia-conocimientos es muy particular en la tecnología. Sus fines también: la reproducción ampliada del capital. Usando y profundizando en esas definiciones voy a abordar tres mitos sociales sobre la técnica.
Luis González Reyes
El primero es el de la neutralidad de las técnicas. Este mito reza que las técnicas no son buenas o malas de por sí, sino que esto depende del uso que se haga de ellas. De este modo, la técnica de manejar un cuchillo puede servir igualmente para descuartizar a una persona o para preparar la comida. Solo los fines marcan la técnica, no los objetos técnicos ni las habilidades para su manejo. Pero, en realidad, esta idea parte de una abstracción de la técnica, de considerarla como si no tuviese nada que ver con los órdenes sociales en los que opera. Ninguna técnica (ningún objeto y ninguna de las prácticas de uso) puede entenderse al margen de una sociedad particular.
Todas las técnicas son expresiones de la cultura, la política y la economía de las sociedades que las crean y las usan. Por poner un ejemplo, la máquina de vapor no es un invento británico del siglo XVIII, sino que ya se hicieron diseños previos, por ejemplo en la Grecia clásica, pero solo el capitalismo británico ya maduro la desarrolló realmente, porque fue el que le encontró sentido social y económico, como explica Andreas Malm en Capital fósil.
La falta de neutralidad de las técnicas no solo es en el sentido de ser una expresión de las prioridades sociales, sino que también responde a que condicionan de manera profunda las sociedades. Por ejemplo, el teléfono móvil ha cambiando nuestra forma de trabajar, relacionarnos, concebir el ocio, ligar, etc. En todo caso, que la técnica condiciona el orden socioambiental no quiere decir que explique todo el orden social, pues hay más factores determinantes a tener en cuenta.
Aterrizo esta segunda dimensión de la falta de neutralidad de la técnica fijándome en el caso de la tecnología. Algunas de sus características, como apuntaba anteriormente, son su alta complejidad, y su composición fósil y mineral. Estos tres elementos implican intrínsecamente relaciones de dominación. En primer lugar, porque el uso de fósiles y minerales es insostenible, lo que imprime unas relaciones de dominación de los seres humanos respecto al resto de seres vivos y de las generaciones presentes sobre las futuras. Debido a lo limitado de los recursos con los que se fabrica, no son universalizables. Además, su uso se basa en relaciones coloniales. Ambos aspectos muestran relaciones de dominación por razones de clase, género, racialización, origen, etc. Finalmente, son tecnologías que han puesto en manos de las élites un poder de coacción nunca antes conocido en la historia de la humanidad en forma de creación de subjetividades y maquinaria militar. También imponiendo su uso a través de lo que Ivan Illich describió en La convivencialiad como «monopolios radicales». Un ejemplo es el coche, que ha dejado de ser una opción real de medio de transporte para un parte importante de la población.
El segundo mito relacionado son la técnica, y más específicamente con la tecnología, es el de su desarrollo imparable y omnipotencia. No solo no podemos hacer nada para evitar que siga su evolución, sino que es tan poderosa que podrá resolver los problemas que tenemos como sociedad. Desde el cambio climático, hasta la pobreza. Argumento por qué considero que esto no es así.
En primer lugar, el ser humano no es ni omnisciente ni omnipotente. Dispone siempre de una cantidad de información limitada y, por tanto, no puede evitar cometer errores. Pero es más, los desafíos actuales de la ciencia son los que tienen que ver con los sistemas complejos. Una de las características de éstos es su funcionamiento en ocasiones caótico. Otra, que producen emergencias, es decir, cualidades nuevas que surgen como consecuencia de las interacciones de las partes y no se pueden deducir de las propiedades de sus elementos individuales. Esto hace que las posibilidades humanas de comprender, y no digamos ya controlar, el entorno —e incluso las sociedades—, sean mucho más reducidas de lo que sostiene el mito del progreso. Donella Meadows lo explica en Pensar en sistemas.
Derivada de esta limitación, está la de la ley de rendimientos decrecientes. Los inventos siguen esta ley en la medida en que los más fáciles de abordar se llevan a cabo en primer lugar y los más difíciles, después. Por ello, los requerimientos energéticos, materiales, intelectuales y financieros necesarios crecen exponencialmente conforme avanza el conocimiento y, además, deben sostenerse durante periodos más dilatados de tiempo. Esto se refleja en que la tasa de innovación (número de inventos relevantes por año partido por la población mundial) desciende y la productividad de la investigación, también, como recogen varios estudios científicos. Expresado de otra forma, la gran mayoría de los últimos inventos en el fondo son evoluciones de lo que ya se había desarrollado hace mucho: comunicación, transporte, comercio, manufacturas[1]. Y los avances recientes más significativos (internet, inteligencia artificial), no tienen mucha utilidad para la supervivencia.
Si sumamos la ley de rendimientos decrecientes a la reducción progresiva de la disponibilidad mineral y fósil, y a los largos plazos para el desarrollo de las tecnologías, la dificultad de soluciones de base exclusivamente tecnológica a los desafíos que tiene la humanidad se vuelve aún más irreal. Parece, incluso, cada vez más complicado no solo el sostenimiento del actual ritmo de innovaciones sino el del propio sistema tecnocientífico actual.
El ejemplo de la energía de fusión nuclear puede ser ilustrativo de esta afirmación. Después de siete décadas de intensa investigación, todavía no se vislumbra de manera real la capacidad de construir un reactor que funcione, no digamos ya que sea viable económicamente y que tengamos los materiales y la energía suficientes disponibles para que realice una producción energética significativa para el conjunto de la humanidad. Apunta a ser uno de esos desarrollos técnicos que escapan de las posibilidades humanas.
El tercer y último mito es el de la bondad de la técnica y, más en concreto, en nuestra sociedad, de la tecnología. Este mito reza que sus fines son mayoritariamente deseables para humanidad. Los ejemplos que se suelen citar con la lavadora o los antibióticos. Sin embargo, debemos recordar que el fin de la tecnología no es el bienestar humano, sino la reproducción ampliada del capital. Las empresas no invierten en innovación por el bien de las personas y del planeta, sino para maximizar sus beneficios. Es más, no tienen más remedio que hacerlo al operar en un entorno altamente competitivo que les obliga a maximizar productividad so pena de desaparecer. Que esto luego mejore o no la vida de las personas es un efecto secundario.
Es cierto que hay parte de la investigación —una parte sustancial—, que no está dirigida directamente por la empresa privada, si no por las instituciones públicas. Pero esto no implica que deje de estar, en su mayor medida, al servicio del sostenimiento de las jerarquías. El Estado, después de 6.000 años de historia, ha demostrado ser una forma de organización política que, dentro de su diversidad, ha mantenido siempre sociedades articuladas alrededor de las desigualdades (unas más y otras menos). Una plasmación de esto es que, con mucha diferencia, la mayoría de la investigación pública que no ha ido encaminada a la competitividad económica, lo ha ido a la militar.
En conclusión, las técnicas no son neutrales, sino que expresan las opciones sociales y las condicionan, ni omnipotentes, ni intrínsecamente bondadosas. Y, en concreto, las tecnologías desarrollan sociedades capitalistas, tienen límites y sirven al sostenimiento de nuestro mundo basado en jerarquías.
Ante esto, necesitamos convertir la tecnología en técnica y no en cualquier tipo de técnica, sino en una técnica de características humildes. Estas son las que se basan en energías renovables y en un uso circular de materiales (lo que implica que se integran en los ecosistemas), son apropiables por las comunidades (descentralizadas, localizadas, democráticas) y fruto y fomento de una cultura ecocéntrica y del cuidado.
Para profundizar en estos temas recomiendo el informe Técnicas humildes para el Decrecimiento, publicado por Ecologistas en Acción, y el libro Técnica y tecnología, de Adrián Almazán. Son las dos bases del artículo que acabas de leer.
[1] Por hacer un breve listado: la locomotora (1825), el refrigerador (1834), el teléfono (1876), la luz eléctrica y la bombilla (1879), el automóvil con motor de combustión interna (1886), el avión (1890), el cinematógrafo (1894), la estufa eléctrica (1896), la televisión (1926), la penicilina (1928), el radar (1931), el motor de turbina (1939), el transistor (1947), el microprocesador (1971), etc.
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/2025/12/04/tres-mitos-sobre-la-tecnica/ - Imagen de portada - Autor: PanduriñoNotas

