«Los límites físicos del planeta no son discutibles. Con la termodinámica no se puede negociar»

Pablo Batalla Cueto entrevista a Luis González Reyes

«Decrecimiento justo o barbarie», se titulaba un artículo suyo escrito mano a mano hace cinco años  con Yayo Herrero en la revista Pueblos. ¿Qué es el decrecimiento justo, etiqueta que no a todo el mundo le es familiar?

Luis González Reyes.— El «decrecimiento justo» tiene dos partes. Son dos palabras. La primera palabra, decrecimiento, hace referencia a una reducción del consumo material y energético en términos globales. Y no es una alternativa: es algo que va a ocurrir sí o sí en la medida en que ya estamos alcanzando los límites geológicos de determinados recursos de carácter no renovable. Desde el punto de vista energético, el paradigma son los combustibles fósiles; desde el material, podríamos hablar del fósforo, del cobre, etcétera: elementos que no son renovables y que se están acabando. En cuanto a la segunda palabra, al adjetivo justo, lo que indica es que ese descenso en el consumo material y energético de la humanidad puede abordarse de distintas maneras, y la manera justa de abordarlo consiste en entender que existe una desigualdad enorme entre distintas partes de la población y que, mientras que hay poblaciones que están consumiendo grandes cantidades, otras están consumiendo cantidades pequeñas. Y lo justo sería que las primeras tuvieran que reducir de forma mucho más importante su consumo. Con importante quiero decir reducciones del consumo energético que podrán ser del noventa por cierto, o incluso más. Sin embargo, otras partes de población no solamente no tendrían que reducir su consumo sino que podrían aumentarlo para alcanzar unas condiciones de vida digna dentro del marco del reparto de unos recursos escasos.

P. B. C.— Yayo Herrero, a quien entrevisté hace un par de años, me decía que hay dos formas posibles de decrecer: la justa o la fascista. ¿Es así de brutal la alternativa que se presenta a la humanidad?

L .G. R.— Yo creo que la alternativa es bastante brutal. Lo estamos viendo ya políticamente: Trump ganó las elecciones en Estados Unidos porque supo leer el momento histórico en el que estamos. Cuando Trump dice: «No cabemos todos dentro de Estados Unidos; no cabemos todos dentro del American way of life», en realidad tiene razón. Con los niveles de consumo material y energético que están teniendo ahora las clases media y alta estadounidenses, no cabe todo el mundo. Y Trump propone levantar un muro con México y otra serie de políticas de carácter exclusor. Eso es el ecofascismo; ése es el decrecimiento injusto opuesto al decrecimiento justo que nosotros reclamamos. Y está articulándose al otro lado del Atlántico, pero también vemos correlatos claros a este lado. La alternativa socialmente justa pasa inevitablemente por un cierto grado de reparto, y ése es o debería ser un debate absolutamente central para nuestras sociedades y para el momento histórico en el que estamos. No vamos a volver a vivir un momento de crecimiento que, por goteo, haga que todo el mundo pueda aumentar su capacidad de consumo, como sí sucedía en el pasado. Eso se ha acabado. Este momento histórico no es de crecimiento sostenido y en consecuencia tenemos que meterle el diente a las políticas de redistribución.

P. B. C.— ¿A qué barbarie nos encaminamos si no comenzamos a practicar ese decrecimiento justo?

L. G. R.— El hecho de que el cambio climático se dispare significa una completa reorganización de los ecosistemas. El clima no es un sistema lineal; ningún sistema complejo lo es. No es que haya un aumento de concentración de gases de efecto invernadero X que signifique un aumento de las temperaturas Y, y 2X es 2Y y 3X es 3Y. Lo que hay son puntos de inflexión en los que una serie de bucles de realimentación positiva se disparan y nos llevan a otro escenario climático, a un nuevo equilibrio climático radicalmente distinto del anterior. Con esos bucles me refiero, por ejemplo, a que el deshielo del Polo Norte alcance un punto de no retorno debido a que la luz que el polo refleja al ser una superficie blanca deje de regresar al espacio al encontrarse una superficie azul que lo que haga sea absorberla. O a que el deshielo del permafrost de la tundra siberiana libere metano, que es un gas de efecto invernadero mucho más activo que el CO2.

P. B. C.— Ya está ocurriendo, de hecho.

L .G. R.— Sí, esas cosas están empezando a ocurrir y podemos llegar a vernos en un punto de inflexión que genere un nuevo equilibrio climático cuatro, cinco o seis grados superior al actual, lo cual significa una reorganización completa. De ese punto de inflexión, cada vez hay más evidencias que plantean que no es un aumento de dos grados respecto a los parámetros preindustriales, sino de menos: de aproximadamente un grado y medio, que corresponde a unas 350 partes por millón de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Ahora estamos por encima de las 400 partes por millón, por lo cual necesitamos reducir aceleradamente la concentración. Los estudios dicen que, para que estemos antes de final de siglo por debajo de esas 350 partes, las reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero tienen que ser del orden de un seis por ciento al año. Para que nos hagamos una idea de qué significa ese seis por ciento al año, podemos hacer una comparación histórica. Cuando colapsó el bloque soviético, lo cual conllevó una crisis económica y un proceso de desindustrialización muy importantes, las reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero fueron en el mejor momento del orden del cuatro por ciento al año.

P. B. C.— O sea, que necesitamos desindustrializarnos más de lo que se desindustrializó la antigua Unión Soviética en los años noventa.

L. G .R.— Eso es. Y eso habla de un cambio de paradigma muy ambicioso a nivel mundial si es que queremos mantenernos dentro de ese margen de seguridad y no superar ese grado y medio antes de que acabe el siglo. Todo lo que sean reducciones más pequeñas o que el pico de emisiones no sea ya sino que se desplace en el tiempo hasta 2020 o 2030 significará que la posibilidad de que se activen esos bucles de realimentación será bastante alta. Y hay quien es optimista con respecto a que el fin de la utilización de los combustibles fósiles debido a su agotamiento geológico provocará a su vez una reducción drástica de las emisiones. Pero parece ser que la reducción de las emisiones por esa vía no va a ser lo suficientemente rápida como para meternos en esos límites de seguridad ambiental a tiempo.

P. B. C.— El descenso de la actividad geológica no va a ser suficiente.

L. G. R.— No. Y con la extinción de especies que estamos viviendo puede pasar un poco lo mismo: los ecosistemas también son sistemas complejos, y a partir de determinada pérdida de niveles de biodiversidad se desequilibran y conducen a nuevos equilibrios. El Amazonas es un ejemplo paradigmático de esto: se están viviendo allá sequías muy importantes y un descenso del régimen de pluviosidad que, junto con la deforestación, encaminan hacia un punto de no retorno en el que se empiece a dar un fuerte proceso de sabanización a esa selva que es fundamental para el equilibrio ecosistémico no sólo de la región, sino de todo el planeta. Y eso podrá reproducirse en otros lugares, de manera que lo que tenemos por delante es tremendamente delicado y no es cuestión de las generaciones futuras, sino de las presentes; de aquí y ahora ser capaces de no sobrepasar los límites climáticos y ecosistémicos. Cuando los ecologistas reclamamos un decrecimiento justo, lo que decimos es: el cambio se va a producir sí o sí, así que mejor abordarlo ya, porque si no nuestras reorganizaciones como órdenes sociales van a ser mucho más drásticas, mucho más complejas y mucho más radicales. Hagamos de manera acelerada y con una mínima capacidad de incidencia esos cambios que en cualquier caso se van a producir. Gobernarlos en su totalidad no vamos a poder, pero pilotémoslos en la medida que podamos.


P. B. C.— Ello pasa necesariamente por una alternativa al capitalismo.

L. G. R.— Sí, porque el capitalismo es un sistema que requiere la reproducción del capital, que a su vez requiere un incremento continuado en el consumo, que a su vez lleva aparejado un crecimiento continuado de la extracción de materia y energía.

P. B. C.— En un artículo de 2015, relacionaba la Guerra Civil en Siria con la sequía sufrida por el país unos años antes. No es una interpretación que se escuche habitualmente.

L. G. R.— Un conflicto como el sirio tiene distintas razones detrás. Hay razones de orden interno: cómo Bashar al-Ásad ha ido construyendo unas clases privilegiadas respecto a otras. Hay también razones de orden geopolítico: una serie de políticas neoliberales que no son propias de Siria sino de nuestro tiempo en general, y que han generado empobrecimiento. Pero no sólo hay que atender a razones de índole humana, sino también a cómo el ser humano interacciona con su entorno. ¿Qué es lo que le ocurre a Siria? Le ocurre que ha ido agotando sus mejores reservas petroleras. El inicio del conflicto sirio coincide con el momento en que Siria empezó a ver caer sus capacidades extractivas de crudo. Pasó de ser un país exportador a un país importador. Ésta no es una cuestión baladí: el crudo es absolutamente central en los sistemas económicos, porque no hay movimiento económico si no hay detrás un consumo energético importante. Por otro lado, antes del inicio de la guerra, concretamente entre 2006 y 2011, en Siria se produjo la que probablemente sea la mayor sequía desde en Neolítico; desde los inicios de la agricultura en el Creciente Fértil. Esa sequía, que afectó al sesenta por ciento del territorio sirio, y que se vio agravada porque el régimen había estado incentivando el cultivo de algodón y trigo en regadío, lo cual agotó los acuíferos del subsuelo y las reservas en superficie, hizo que centenares de miles de personas que vivían en entornos rurales tuvieran que desplazarse a los suburbios urbanos, donde una mezcla de represión política y represión económica generó un caldo de cultivo que ayudó a que estallase el conflicto.

P. B .C.— En esta España que también comienza a enfrentar pavorosas sequías, ¿es imaginable un futuro estallido bélico como el sirio?

L. G. R.— El escenario climático que tiene por delante la península ibérica es un aumento importante de las temperaturas que va a generar una mayor evaporación de ríos, lagos y demás y un descenso importante de las precipitaciones. Eso va a generar inevitablemente unas tensiones muy fuertes en el tema del uso del agua. El uso del agua es central para todos los sectores económicos. Para el primario en lo que tiene que ver con la producción alimentaria, pero también para el secundario, porque toda generación de energía, incluso de algunas de las renovables, requiere disponibilidad de agua: refrigeración de centrales térmicas y demás. En cuanto al sector terciario, muy importante en un Estado como el nuestro, que tiene como principal industria el turismo, el agua también es importantísima, y no sólo para los usos más suntuarios —campos de golf y demás—, sino también para el sostenimiento de todo el sistema de hoteles, restaurantes, etcétera. Así pues, una reducción de la disponibilidad de agua va a afectar de forma muy importante a la economía española y al propio sostenimiento del país. Hace ya años que vivimos tensiones crecientes entre lugares con más y lugares con menos precipitaciones. La lucha generada en torno a los trasvases del Ebro y del Tajo ya nos habla de las tensiones que provoca un descenso de los recursos hídricos. Si eso lo cruzamos con unos niveles de desigualdad que han ido creciendo durante los últimos años, con una dependencia energética y material del exterior muy grande por parte de España, con una posición subalterna en el seno de la Unión Europea y en la red de relaciones internacionales, yo creo que España está abocada a una situación muy compleja.

P. B. C.— En su monumental En la espiral de la energía, escrito al alimón con el difunto Ramón Fernández Durán, proponen una historia de la humanidad a través del uso de la energía. Se dedica un capítulo a hablar del pico o cénit de los combustibles fósiles y otros minerales imprescindibles para el sostenimiento de nuestro sistema económico. Finalmente, se incluye una tabla en la que se muestra, por un lado, el año en que alcanzó o se prevé que se alcanzará el pico de cada material y, por otro, qué usos quedarán comprometidos cuando ese material dado se agote. Hablemos de ello. ¿Qué es el pico de un material?

L. G .R.— El pico de un recurso no renovable es el momento a partir del cual la sociedad ya no es capaz de aumentar sus tasas de extracción y empieza a arrojar una capacidad decreciente de extracción y por lo tanto de colocación en el mercado. A partir de ese momento, no sólo empieza a haber cada vez menos de ese recurso en el mercado, sino que el recurso pasa a tener otras dos características que se vienen a sumar a esa primera: peor calidad y mayor dificultad de extracción. De un recurso, durante los primeros tiempos de su extracción nunca se saca lo peor, sino lo mejor, y nunca se saca lo más difícil de extraer, sino lo más fácil: en el caso del petróleo, lo primero que se extrae son los petróleos más ligeros y de mejores prestaciones económicas y energéticas y los más fáciles de extraer. Lo que va quedando cuando se franquea el pico, en cambio, es el petróleo que está en aguas ultraprofundas, en las zonas árticas o embebido en rocas duras, lo cual hace que cueste más trabajo y dinero extraerlo. Y eso que vale para el petróleo, vale para toda otra serie de recursos no renovables tanto desde el punto de vista energético como desde el material.

 P. B .C.— ¿Qué conlleva eso?

L. G. R.— Lo vemos bien con el caso del petróleo. El precio del petróleo, a lo largo del siglo XX —y si descontamos las dos crisis petroleras de los setenta, que se debieron a causas políticas (el embargo de la OPEP y demás)—, se movió en niveles bajos: alrededor de veinte o treinta dólares el barril. Eso empezó a cambiar el 2005, cuando se alcanzó el pico del petróleo convencional —el fácil de extraer y de altas prestaciones energéticas; el petróleo bueno, para entendernos—. Los precios, entonces, empezaron a subir de forma importante y tocaron techo en 2008. Después, bajaron, y después volvieron a subir. Han estado varios años en cuotas altas y luego han vuelto a descender. Ahora están en una ligera tendencia al alza. ¿Qué ha pasado? Ha pasado que los gastos de explotación del petróleo han crecido en el escenario post-pico, lo cual hace que, en un escenario de demanda sostenida, los precios aumenten.

P. B .C.— Pero la demanda no es sostenida.

L. G. R.-— No, porque la energía es un elemento absolutamente determinante para nuestra economía, y no hay movimiento ni crecimiento económico si no hay un consumo energético detrás. Hay una correlación prácticamente lineal entre el crecimiento del PIB y el del consumo energético. Un precio de la energía demasiado caro hace que el sistema económico entre en crisis y que disminuya la demanda. Y cuando disminuye la demanda, bajan los precios.

P. B. C.— De ahí esas violentas fluctuaciones.

L. G. R.— Eso es. Claro, en un escenario post-pico petrolero la bajada de precios no es lo mismo que en un escenario pre-pico. Antes del pico la extracción de petróleo era barata para las petroleras; después del pico se vuelve muy cara, y eso genera un alto endeudamiento para las empresas, tanto para las públicas como para las privadas. Cuando el precio es demasiado bajo, e incluso cuando ha sido alto, entran en crisis. Es algo estructural ahora mismo: lo vemos en la deuda que tienen ExxonMobil o la Shell, pero también Saudi Aramco, la principal empresa petrolera de Arabia Saudí y el mayor extractor mundial, que está pensando en abordar el mismo proceso de semiprivatización que ya ha empezado a sufrir Pemex, la joya de la corona de la economía mexicana. Los sectores públicos no tienen capacidad de pagar las deudas contraídas.


P. B .C.— Se genera un círculo vicioso: el precio del petróleo no puede ser demasiado caro para no dar lugar a recesiones económicas, pero tampoco puede ser demasiado barato, porque entonces las petroleras incurren en pérdidas y dejan de invertir en esas explotaciones cada vez más caras y complejas.

L. G. R.— ¡Y cada vez más necesarias! Es un círculo vicioso, sí. 2017 es pronto para decir si esto va a ser una tendencia que se estabilice en el tiempo o simplemente ha sido algo coyuntural, pero desde luego es un indicador de que las cosas parecen estar entrando en una nueva fase. Y como decía antes, esto que vale para el petróleo vale también para los otros combustibles fósiles: el gas y el carbón, cuya extracción va íntimamente ligada a la del petróleo porque depende de maquinaria que se mueve por petróleo y que, por otra parte, también alcanzarán pronto sus respectivos picos: tal vez entre 2020 y 2030. Y vale para otros materiales. Con el cobre estamos viendo cosas muy parecidas: las mejores minas de Chile, que es con diferencia el gran productor mundial, están dando muestras de agotamiento y de empezar a conducirnos a un escenario post-pico o cercano al post-pico. El cobre es un elemento central para nuestro sistema económico: de él depende todo nuestro sistema eléctrico, y no sólo el cableado sino también el bobinado y por lo tanto la propia generación de electricidad. Y no es que sea insustituible: podríamos pensar en cables de aluminio, pero, ¿qué le ocurre al aluminio? Pues que no tiene las mismas prestaciones físico-químicas que el cobre. Tendríamos que fabricar cables más gordos, con menor conductividad y más fácilmente inflamables que den lugar a un entorno en el que las prestaciones de la electricidad disminuyan notablemente.

P. B. C.— Y la electricidad no es cualquier cosa en nuestro sistema económico y social.

L. G .R.— No. Otro ejemplo que podríamos poner desde la perspectiva material es el fósforo. El fósforo, desde la revolución verde, es un elemento central de la fertilización de nuestros campos junto con el potasio y el nitrógeno. Y a diferencia del nitrógeno, que se produce en gran parte por síntesis química, el fósforo se extrae del mineral de fosfato en lugares como el Sáhara o dando muestras de agotamiento.

P. B. C.— ¿Cómo se convence a un mundo educado desde hace por lo menos tres siglos en la idea capitalista del crecimiento ilimitado y el desarrollismo no ya como aspiración, sino como obligación, de que lo que toca ahora es decrecer?

L.G.R.- Ya no es el momento de convencer, y yo creo que quienes formamos parte del movimiento ecologista debemos asumir nuestro fracaso histórico. El movimiento ecologista histórico proponía una transición ordenada y con tiempo para lograr los mayores grados de justicia social y democracia posibles, pero la ventana de posibilidad para hacer eso se cerró en los setenta y, como mucho, en los ochenta. Ahora ya no hay ni tiempo, ni condiciones económicas ni políticas para una sensibilización progresiva a través de la educación que a su vez posibilite esa transición ordenada. Lo que va a haber es una sensibilización por los hechos a medida que los límites ambientales nos vayan cerrando puertas. Podremos discutir qué hacemos o dejamos de hacer política o culturalmente, pero los límites físicos del planeta no son discutibles. Con la termodinámica no se puede negociar. Las cosas van a llegar y vamos a tener que lidiar con ellas. Se va a dar algo así como uno de esos descensos de aguas bravas en el cual uno no puede dirigir con precisión hacia dónde va la barca, sino simplemente alcanzar la orilla correcta, y eso si no se estrella antes contra las rocas. Y digo «se va a dar», pero en realidad ya se está dando. La crisis de 2008 la provocaron diversos factores: las hipotecas subprime, la burbuja inmobiliaria, etcétera, pero también el pico del petróleo. Tanto desde el punto de vista macro como desde el punto de vista micro (por ejemplo, la guerra siria), ya están pasando muchas de las cosas que el ecologismo lleva décadas advirtiendo de que iban a pasar.


P. B. C.— Lo cual no es una buena noticia. Uno se imagina a los ecologistas como a Julio Anguita, que decía hace poco que querría volver al Congreso sólo por un día y para decir en el estrado una única cosa: «¿Y ahora qué, hijos de puta?».

L. G. R.— Claro que no es una buena noticia, porque va a significar escenarios duros en los cuales la población o partes de la población entren en situaciones de desesperación y de miedo, que siempre son la antesala de opciones autoritarias o fascistas. Ante esa posibilidad, tenemos que trabajar como sociedad para dotarnos de más seguridad. Tendremos más seguridad si entendemos lo que está ocurriendo; si disponemos de análisis holísticos y sistémicos que incluyan factores económicos, sociales, ambientales…

También nos dará seguridad fomentar emociones que nos permitan dar un salto por encima del miedo. Una de esas emociones es la esperanza, que puede ser tremendamente movilizadora. Lemas como «Sí se puede» o como «Otro mundo es posible» son lemas vacíos desde el punto de vista de qué otro mundo queremos o de cómo vamos aconseguirlo, pero también son lemas tremendamente llenos de esperanza, que han movilizado a amplias capas sociales y han permitido dar saltos cualitativos en lo que respecta a determinadas correlaciones de poder. Por otro lado, también tenemos que ir construyendo nuevos modos de vida que huyan del capitalismo para que, cuando esa sensibilización por los hechos sobrevenga, ya seamos capaces de satisfacer nuestras necesidades mínimas en materia de habitabilidad, alimentación, cuidados, etcétera. Hay que ir construyendo esas nuevas formas de satisfacer nuestras necesidades entre los resquicios del capitalismo. Si todo el mundo participa de ese avance ciego que el capitalismo promueve y al que tú hacías referencia en tu pregunta es porque todo el mundo necesita acceder a un puesto de trabajo asalariado que le haga tener unos ingresos que le permita acceder en un mercado a una determinada serie de bienes. Necesitamos no depender tanto de esos ingresos para conseguir esos bienes, y eso pasa por crear autonomía y autosuficiencia por parte de la población; por sacar del mercado cada vez más partes de lo que ahora mismo está mercantilizado. Hay que generar nuevos sistemas económicos que se basen en lo comunitario, en la donación, en la reproducción, etcétera; sistemas y paradigmas que han sido mayoritarios en otras fases de la historia humana y que pueden volver a serlo en el futuro.


P. B. C.— En sus artículos suele explicar que un futuro sostenible requiere una vida menos veloz. «Ni AVE, ni tomates en invierno», ha ejemplificado alguna vez.

L. G. R.— Sí, porque, si atendemos a cuáles son las causas de muchos de los problemas medioambientales que sufrimos ahora mismo, la velocidad que el capitalismo imprime a la extracción de recursos y a la generación de desechos no es un elemento secundario ni baladí. A fin de cuentas, el efecto invernadero lo genera un desacoplamiento del ciclo del carbono como consecuencia de esa aceleración. Del mismo modo, los purines de una granja de cerdos no tienen por qué ser un problema, porque pueden fertilizar el suelo si se generan en una cantidad moderada y a una velocidad moderada: se convierten en un nodo de contaminación cuando se generan a una velocidad muy alta y desacoplada de la capacidad de absorción de esos residuos por parte del entorno. Es sólo un ejemplo: se podrían poner muchos más de la velocidad a la que hacemos producir a sistemas que podrían autorregenerarse y de cómo no estamos siendo capaces de cerrar continuamente los ciclos de la materia.

P. B. C.— El metano que generan las flatulencias de las vacas, que es algo que se toma a broma cuando se alude a ello como problema medioambiental.

L. G. R.— Exacto. Las flatulencias de las vacas, evidentemente, no son un problema si hay un número razonable de vacas. Pasan a serlo cuando, como consecuencia de nuestras dietas fuertemente carnívoras, aceleramos los ciclos naturales, generamos una cantidad absolutamente desmedida de vacas. Nuestros intentos de tener no una, sino dos o tres cosechas al año, y de tener tomates en invierno cuando el tomate es un fruto de verano, también nos hablan de esto. La aceleración es un elemento intrínseco del capitalismo. Para reproducir el capital, el capitalismo necesita hacerlo circular, pero además hacerlo circular cada vez más rápido y con unas tasas endiabladas de generación de beneficios. La velocidad, debido a ello, crece exponencialmente. Los ecologistas creemos que necesitamos reacoplar nuestras velocidades a los ritmos del planeta en el que vivimos. Acoplarlas a los ritmos día-noche (y la entrevista que estamos teniendo es un ejemplo de cómo no acoplarlas [risas]), acoplarlas a los ritmos estacionales…
P. B. C.— Usted también suele reivindicar en sus artículos la slowfood como contraposición a la fastfood.

L. G. R.— Sí. Reivindicamos una comida más lenta, y una comida más lenta significa producto de temporada, producto de cercanía, dietas más equilibradas, menos carnívoras y más vegetarianas, lo cual no quiere decir que en determinadas regiones no podamos utilizar carne en determinadas cantidades. Pero no sólo se trata de una comida más lenta: también de ciudades más lentas, más pensadas para las cortas distancias y en las cuales nos podamos desplazar andando o en bicicleta a nuestro lugar de trabajo, a nuestros lugares de ocio o a satisfacer nuestras necesidades de servicios como la educación, la sanidad… Todo eso será bueno para el planeta, pero será bueno para nosotros. Tendremos vidas más felices, más satisfactorias. Parece obvio que comer con tranquilidad alrededor de una mesa y teniendo una charla es mucho más placentero y da mucha más calidad de vida que comer rápidamente en la barra de un bar para irnos corriendo de vuelta al trabajo; o que ir paseando a nuestro lugar de trabajo es más sano que meternos todos los días en un embotellamiento con el coche. En general, los cambios que tenemos y tendremos que hacer son cambios que van a significar una reordenación de nuestra vida y de nuestra forma de relacionarnos con las personas y con nuestro entorno. No será fácil, será complejo, pero a la vez nos abrirá la oportunidad de tener vidas más placenteras, más dignas y en definitiva mejores.


P. B. C.— De ese urbanismo de cercanía que ustedes reclaman, suelen poner como modelo lo que se está haciendo en la ciudad alemana de Friburgo.

L. G. R.— En Friburgo, que es una ciudad de unos doscientos mil habitantes del sur de Alemania, se ha hecho una apuesta clara por ese urbanismo de cercanía y esa idea de las slowtowns, sí. Y desde hace mucho, además: ya en los ochenta se puso en marcha allí, en un espacio en desuso en la periferia de la ciudad, el barrio de Rieselfeld, que fue el proyecto piloto de lo que después se trasladó y amplió en otro barrio nuevo, el de Vauban, y en la medida de lo posible en toda Friburgo. La mayor parte del espacio que se convirtió en Rieselfeld se dedicó a crear una reserva natural de 250 hectáreas, y otras 78 hectáreas se destinaron a desarrollar un área residencial para unas doce mil personas. Se utilizaron técnicas constructivas y materiales de bajo consumo energético; se buscó un aprovechamiento activo y pasivo de la energía solar; se puso en marcha un sistema de transporte que privilegiaba los desplazamientos peatonales, ciclistas y en transporte público y se aseguró el acceso al centro en quince minutos mediante un carril bici y una línea de tranvía, pero también se procuró que las residencias estuvieran próximas a los equipamientos públicos y a los lugares de trabajo y de ocio, lo cual convirtió al barrio en una comunidad funcionalmente independiente. Y se limitó mucho el uso del coche, con grandes zonas peatonales y aparcamientos periféricos, pero es que también se limitó la necesidad de utilizarlo. Además, la economía está muy diversificada allá. Friburgo no sólo es una ciudad turística sino también un centro industrial, pero de industrias verdes: biotecnología, energía solar…

P. B. C.— Qué envidia.

L. G. R.— Sí, el modelo no podría contrastar más con el del mundo occidental en general, donde los espacios en que desarrollamos nuestra vida están separados: en un lugar habitamos o dormimos, en otro buscamos el ocio, en otro vamos al trabajo y en otro obtenemos servicios públicos, y todo eso lo conectamos con grandes vías o autopistas. El paradigma de eso son ciudades como Los Ángeles, pensadas para el coche. Hay que parecerse más a Friburgo, pero eso requiere inversiones y un debate serio sobre dónde ponemos las prioridades sociales, si en unas transiciones que son inevitables y que pueden ser más ordenadas de lo que lo serán si no las abordamos a tiempo o en salvar a la banca, a las autopistas de pago y a los aeropuertos.

P. B. C.— Alemania, donde hay un movimiento ecologista fuerte desde hace décadas, es sin duda un modelo, pero hay algo que nos enseñó Chernóbil de la manera más brutal posible: que los problemas ecológicos que la Tierra enfrenta no son, no pueden serlo, problemas nacionales. La nube radiactiva que generó aquella catástrofe saltó las fronteras de la Unión Soviética y hasta el Telón de Acero con una facilidad que haría a Joseph Camilleri y JimFalk escribir en 1992 que «la descripción tradicional de un mundo repartido en Estados soberanos herméticamente cerrados se vio desafiada por una biosfera que emergía como un todo integrado cada vez más amenazante». Un país puede ser tan responsable en términos ecologistas como puede serse y aun así verse ahogado por los desastres provocados por sus vecinos, tal como un fumador pasivo puede acabar padeciendo el mismo cáncer de pulmón que uno activo. La respuesta tiene que ser global.

L. G. R.— Es verdad: estamos en un entorno global y no hay un planeta B al que nos podamos ir. No entra dentro de nuestras posibilidades irnos a Marte, por lo que necesitamos acometer los desafíos climáticos que tenemos delante de forma colectiva. Pero creo que esto cada vez va a ser menos verdad sin dejar de serlo del todo. Me explico: una de las características del descenso en el consumo material y energético al que estamos abocados va a ser que vamos a vivir una desglobalización. Esa desglobalización no va a deberse sólo a razones políticas, que también (lo estamos viendo con el Brexit o con Trump cuando deja de firmar el tratado Transpacífico o el TTIP con la Unión Europea), sino que también va a explicarse por características físicas. Si cada vez va a ser más difícil asumir los precios del petróleo que hacían que el transporte globalizado fuese económicamente rentable, ello va a provocar indefectiblemente una relocalización de la economía. Y una relocalización de la economía va a ser también una relocalización de nuestros impactos ambientales, de tal manera que, aunque sigamos teniendo la necesidad de hacer esas miradas globales, cada vez nuestras miradas van a ser más locales. Es fácil cerrar los ojos a la deforestación en Indonesia para plantar palma aceitera, porque es algo que ocurre allá lejos y que aparentemente no tiene un gran impacto en nuestras vidas.

P. B. C.— Pero no a la deforestación del monte de al lado.

L. G. R.-— Claro. Cuando veamos procesos de deforestación en el monte de al lado, aquí en Asturias, y veamos gente cercana sufriendo debido a ello, y veamos comprometidos los recursos de los que nosotros dependemos, las cosas serán distintas. Las sociedades preindustriales eran —grosso modo y haciendo una traducción al momento actual— sociedades sostenibles porque no tenían otro remedio que serlo. Vivían de los recursos cercanos y si esos recursos se agotaban tenían dificultades para simplemente tener una calidad de vida mínima. En la medida en que vayamos caminando hacia sociedades de ese tipo, no solamente tendremos menor capacidad de impacto, porque el transporte es uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero, sino que además nos veremos obligados a cuidar mucho más de nuestros entornos, porque de ello va a depender buena parte de nuestras habichuelas. En ese mundo relocalizado, los acuerdos micro van a ser probablemente más importantes que los acuerdos macro. Además, esos acuerdos van a ser más democráticos que los que podamos hacer ahora entre más de siete mil millones de personas.

P. B. C.— Naomi Klein expone en su ensayo Esto lo cambia todo que, si alguna fuerza está teniendo la lucha contra el cambio climático en estos momentos, es la que le imprimen pequeños movimientos locales mucho más que la de los grandes acuerdos entre Estados.

L .G. R.— Las cumbres están muy lejos de afrontar los problemas climáticos con alguna efectividad, sí. Cuando ha habido compromisos vinculantes —y el Protocolo de Kyoto es un ejemplo de compromiso vinculante—, se ha adolecido de la ambición necesaria para acometer los desafíos que tenemos por delante. Kyoto marcaba una reducción de las emisiones de un cinco por ciento con respecto a 1990 en el período 2008-2012, lo cual distaba bastante de las necesidades de entonces. Pero es que Kyoto, además, ha estado preñado de toda una serie de trampas por parte de los países históricamente más emisores de gases de efecto invernadero (los del famoso Anexo 1), y el resultado de eso es que las emisiones se han doblado con respecto a 1990. No sólo el Protocolo de Kyoto no ha cumplido sus objetivos, sino que realmente ha servido para bastante poco.

P. B. C.— Y estamos hablando de un compromiso vinculante.

L. G. R.— Y estamos hablando de un compromiso vinculante, no de lo que emergió de la cumbre de París de hace un par de años, que fue el no acuerdo. Llamar acuerdo a lo que salió de París es no ser realista. Yo no creo que un acuerdo en el que cada país decide cuánto va a reducir, en el que no hay ningún compromiso global y en el que no se contempla ningún mecanismo para obligar a los países a cumplir las reducciones que aprueben merezca ese nombre. A acordar que cada uno hagamos lo que nos dé la gana yo no lo llamaría un acuerdo. En efecto, ahora mismo el corazón de la lucha contra el cambio climático está en un montón de peleas que diversos movimientos sociales están librando contra el extractivismo en todo el mundo. Cuando en Canarias se lucha contra las prospecciones petroleras de Repsol, se está luchando contra el cambio climático. Cuando en la península ibérica se ha paralizado un montón de extracciones de gas o de petróleo mediante fracturación hidráulica, se ha luchado contra el cambio climático. Cuando Bulgaria o Francia aprueban moratorias a esa técnica del fracking, luchan contra el cambio climático. Cuando distintos lugares del planeta ponen en marcha cooperativas energéticas de origen renovable para generar electricidad, también luchan contra el cambio climático. Lo más interesante que se está haciendo en este momento tiene que ver con la sociedad autoorganizada intentando parar proyectos y poniendo en marcha proyectos alternativos de construcción de esos otros modelos tremendamente necesarios para los procesos de transición de los que hablábamos antes. Con esto no quiere decir que el marco de las cumbres sea un marco inútil. Lo es, pero no es deseable que lo sea.

P. B. C.— Desde Ecologistas en Acción reclaman una «austeridad feliz, no merkeliana». ¿Cuál es esa austeridad feliz?

L.G.R.- La austeridad es un lema que desde el movimiento ecologista llevamos reclamando muchos años; una de nuestras banderas históricas. Pero ahora mismo se ha convertido en un lema neoliberal: todo esto de Merkel de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que tenemos que apretarnos el cinturón, etcétera. Pero esa austeridad no es tal. No hay una reducción en el consumo total de materia y energía, sino que lo que hay es un reparto desigual de esos consumos. Se obliga a ser austera a la mayor parte de la sociedad, que sufre un proceso de empobrecimiento, pero no a las clases más altas, lo cual en realidad ha sido la tónica desde los inicios del neoliberalismo. Hay desigualdad entre países y desigualdad entre clases dentro de los países, y ambas han ido aumentando. La austeridad de Merkel es austeridad para unas personas a fin de que otras practiquen unos niveles cada vez más acelerados de consumo y de gasto. Lo que necesitamos es una austeridad que se acople a unos límites que son innegociables, pero que se acople para todos y tenga parámetros de redistribución y justicia. Y eso pasa por expropiaciones. Llamémoslas como las queramos llamar, articulémoslas como las queramos articular, pero hay que practicar expropiaciones contra esa parte de la población que tiene unos consumos energéticos y materiales absolutamente suntuarios y además una acumulación de capital y de poder brutal.

P. B. C.— Sostienen, valga la redundancia, que una economía sostenible genera más empleo que la sucia. ¿Es así?

L. G. R.— Parece que es así. Hay indicadores solventes que plantean que tener, por ejemplo, un modelo basado en el transporte público genera más empleo que un modelo basado en el transporte privado, porque hay que remunerar algo que en la contraparte sucia hace de forma gratuita el trabajador; que apostar por la agricultura ecológica genera más empleos que la agricultura industrial; que las fuentes energéticas renovables generan más empleo que las fuentes energéticas sucia y que intentar cerrar los ciclos de la materia, es decir, reutilizar y reciclar los distintos desechos que producimos, genera más puestos de trabajo que incinerar esos residuos o arrojarlos a un vertedero, etcétera. Desde esa perspectiva, tenemos oportunidades abiertas dentro del marco capitalista, pero son oportunidades que tenemos que mirar con bastante cuidado y que matizar un poco. Una de las tendencias que muestra hoy el capitalismo es la de, para maximizar sus tasas de reproducción del capital, prescindir de las personas para sustituirlas por el trabajo de máquinas, lo cual garantiza una mayor productividad. En consecuencia, apostar de forma importante por una economía sostenible es generarle problemas a nuestro sistema económico. Mira, en España nos quejamos de que el «impuesto al Sol» ha ralentizado la instalación de paneles solares, pero eso no está ocurriendo solamente en España: el desarrollo de las renovables está disminuyendo en todos los países en los que había llegado más lejos. Esto, desde el punto de vista capitalista, en principio no tiene mucha lógica, porque lo normal sería que conforme un sector va ganando escala fuera ganando también capacidad de implantación.

¿Por qué entonces este parón? Pues porque las renovables encajan bien en el seno del sistema económico en la medida en que sean minoritarias. Las renovables tienen una tasa de retorno energético, que es el cociente entre la energía conseguida y la empleada en conseguirla, menor que la que arrojan los combustibles fósiles, porque necesitan más energía humana —es decir, más puestos de trabajo— para generar la electricidad que las centrales fósiles. También tienen un menor factor de carga, que es el tiempo que una central está produciendo energía de manera efectiva: el Sol y el viento son irregulares y en consecuencia generan menos factor de carga que una central térmica a pleno rendimiento. Todo esto implica dificultades para sostener la tasa de beneficios global. Y la búsqueda de la mayor tasa de ganancias posible es central para el funcionamiento del capitalismo. Reemplazar unas fuentes energéticas que requieren pocos empleos por otras que necesitan más va en contra del funcionamiento natural del capitalismo. Por lo tanto, apostar por una economía sostenible es apostar también por una economía poscapitalista. Esa transición, no vamos a ser capaces de hacerla dentro del capitalismo.

P. B .C.— Ustedes los ecologistas, ¿suelen encontrar mucha incomprensión en un mundo que es fácil imaginar reticente a estas propuestas decrecentistas: el de los sindicatos y la izquierda desarrollista tradicional?

L. G. R.— Pensar que estos temas están en el centro del debate político sería engañarse, desde luego. Hay claramente una parte mayoritaria de la izquierda política y sociológica que le da la espalda a esto y que de hecho lleva dándole la espalda desde la revolución industrial. Hasta la revolución industrial podemos ver cómo las luchas por unas mejores condiciones sociales se casaban con las luchas por un menor deterioro del ambiente. Tras la revolución industrial, con toda esta afluencia de energía disponible, eso se rompió, y hasta hoy. Pero pensar que las cosas no están cambiando también sería engañarse. En los últimos tiempos, se está abriendo el debate y cosas que antes no solamente estaban fuera del ciclo electoral y del debate político y social ahora empiezan a entrar dentro de ellos. La nueva presidenta del PSOE, Cristina Narbona, no solamente ha sido una interlocutora de estos debates durante los últimos años sino que comprende su significado. Y si nos vamos a Podemos, mucho más enmarcado en la izquierda que el PSOE, vemos cómo algunos actores importantes dentro del partido se avienen a discutir sobre estos temas y a mantener estos debates tanto a nivel interno como a nivel externo. Yo creo que, en este sentido, podemos ser razonablemente optimistas.

P. B. C.— Desde Ecologistas en Acción y FUHEM proponen una serie de medidas micro, meso y macro. Las más interesantes, por ser las que menos suelen formularse, son las meso, y entre ellas, además de la prohibición de la obsolescencia programada, el incremento de las zonas peatonales en las ciudades o una rehabilitación integral del parque residencial con el objeto de lograr una reducción drástica del consumo energético, proponen «una huella ecológica de consumo máximo por persona en forma de “tarjeta de débito de impactos” o “declaración de impactos realizados al año”». Explíquenos esa idea.

L. G. R.— La idea macro en torno a esto es que los seres humanos decidimos cuál es nuestro orden económico y social y nuestros parámetros culturales sólo dentro de los límites que nos marca nuestro entorno. El entorno nos marca un campo de juego y dentro de ese campo de juego ya podemos hacer lo que nos dé la gana. Todas las sociedades preindustriales buscaban indicadores de cómo era el entorno y readaptaban sus estructuras a los límites así detectados. Sin embargo, desde la revolución industrial hemos desdibujado ese campo de juego y ha parecido que nos movíamos fuera de él. No estamos teniendo en cuenta esos límites ni estamos preocupándonos de conocerlos. Y uno de ellos podría tener que ver con esto. Igual que somos capaces de gestionar un presupuesto económico, y sabemos de cuánto dinero disponemos al mes y en función de eso organizamos nuestra economía familiar y doméstica, podríamos empezar a pensar en cuánto crédito tenemos desde la perspectiva energética. Abordar esto de manera fina y exacta es seguramente muy complejo, pero podemos pensar en indicadores más burdos: una cantidad de kilowatios por persona y mes, una cantidad de litros de gasolina por persona y mes, etcétera; indicadores que nos permitan tener una economía real y sujeta a los límites marcados por nuestro entorno. Ésa es la idea.

P. B. C.— Proponen también la puesta en marcha de un sistema de monedas sociales. ¿En qué consistiría?

L.G.R.- A lo largo de la historia ha habido distintos sistemas económicos, y cada uno de esos sistemas económicos ha tenido también distintos sistemas monetarios. Hemos tenido monedas que penalizaban la acumulación y hemos tenido sistemas monetarios en los que las monedas podían ser creadas por parte de la ciudadanía en lugar sólo por una determinada institución. En ambos casos, esas monedas han posibilitado sociedades más igualitarias que las nuestras. Ahora mismo, nuestro dinero es generado por organismos que no controlamos las personas. Lo generan los bancos a partir de sus actividades de préstamo y demás y bancos centrales que, desde la llegada del neoliberalismo, son independientes del poder político y están fuera del control colectivo y democrático. Frente a eso, existen ya monedas sociales como las del sistema LETS de intercambio que demuestran que las personas pueden generar su propio dinero y hacerlo de manera social y colectiva. Necesitamos sistemas monetarios que no solamente estén controlados por las personas sino que además no creen monedas con interés. Cuando el Banco Central Europeo pone dinero en circulación, lo hace con un tipo de interés que hace que la cantidad puesta a circular sea siempre menor que la cantidad de dinero que se tiene que devolver. La economía tiene que crecer inexorablemente para generar esa nueva riqueza, y eso contribuye grandemente a la locura en la que estamos inmersos. Necesitamos monedas que no nos obliguen a crecer de manera continuada. Y necesitamos monedas no pensadas para la acumulación y por lo tanto para un desigual reparto de la riqueza. El oro fue un cambio importante con respecto al sistema monetario que la humanidad ha tenido históricamente: favorecía la acumulación, y eso lo diferenciaba de sistemas como el maya, cuya moneda, el cacao, no tiene mucho sentido acumular, entre otras cosas porque se pudre. Nosotros también podríamos pensar en mecanismos como la oxidación del dinero u otros que devalúen la moneda si se guarda.

P. B. C.— También abogan por anclar la moneda a valores físicos como una bolsa de alimentos básicos o de minerales estratégicos o a la cantidad de población.

L. G. R.— Sí. Tener monedas ancladas a determinados valores físicos no es una idea nueva. Hasta los años setenta estuvo funcionando el patrón dólar-oro, que no era otra cosa que anclar la moneda de referencia mundial, el dólar, a un valor físico, el oro, que es limitado, como cualquier otro recurso mineral en la Tierra. Luego, el resto de monedas se anclaban al dólar. Aquél era un mecanismo que nos permitía no ir creando dinero por encima de los recursos disponibles. De lo que se trata es de no creernos que podemos crear una riqueza desmaterializada: la riqueza tiene que tener siempre un sustento material. El oro es uno de esos posibles sustentos materiales, pero hay otras alternativas. El Grupo MaPriMi, de la Universidad Autónoma de Madrid, ha estado trabajando en esto y ha publicado un libro, Meter al dinero en cintura, en el que propone una moneda anclada a una cesta de materias primas. Puede sonar revolucionario, pero no lo es: que la moneda esté anclada a un valor físico es algo que ha sucedido incluso en nuestro sistema actual.

P. B. C.— El patrón oro y el patrón dólar-oro no eran la mejor opción, pero sí eran una opción mejor que la actual de dejar que la moneda flote en un éter friedmanita de difusa confianza.

L. G. R.— Efectivamente, no era ni mucho menos un sistema ideal, y comportaba una serie de problemas. La principal era que, al hacer del dólar la moneda de referencia, daba a Estados Unidos una capacidad acrecentada de compra en los mercados internacionales. Además, al ser el dólar la moneda refugio, todo el mundo tenía que comprar dólares, lo cual permitía a Estados Unidos financiar su deuda. En fin, había toda una serie de elementos que hacían al sistema distar de ser ideal. Pero por lo menos ponía unos límites a la creación de dinero. Una vez Nixon abolió el patrón dólar-oro, y una vez el resto de países rompió también su relación con el dólar, comenzamos a padecer las burbujas financieras tan brutales que hemos tenido desde entonces y que han ido yendo a más.

P.B.C.— Varufakis compara el patrón oro con el mástil al que Ulises se amarraba para no dejarse perder por los cantos de las sirenas.

L. G. R.— No conocía ese símil de Varufakis, pero es muy bueno.

P. B. C.— Otras de las cosas por las que abogan desde el movimiento ecologista son abolir la deuda ilegítima, la producción armamentística y la propiedad privada para acumulación en lugar de para uso. Explíquenos esta última idea.

L. G. R.— La explico con un ejemplo: una serie de gente y yo llevamos muchos años trabajando por tener una vivienda compartida en derecho de uso. Es una vivienda que nunca va a ser propiedad de ninguna de las personas que estamos dentro de la cooperativa, sino que será siempre propiedad de la cooperativa y, cuando nos vayamos por las razones que sea —porque nos vayamos a otro lugar, porque nos muramos, por lo que sea—, a esa vivienda vendrán otras personas que la podrán utilizar. Yo no necesito tener la propiedad de mi vivienda. Necesito acceso a una vivienda en condiciones dignas y que me pueda permitir económicamente, nada más. Y lo mismo vale para una lavadora, para una caja de herramientas o para el transporte. Al fin y al cabo, el transporte público es algo así: un transporte colectivizado. Hay muchísimas cosas que no tienen por qué ser propiedad privada de las personas, sino que las podemos utilizar de manera comunitaria. Es más: desde la perspectiva ambiental, una propiedad comunitaria tiene grandes ventajas. Volviendo al ejemplo de la lavadora, si la lavadora perteneciera no ya a la comunidad, sino a la empresa fabricante, no tendría ningún sentido la obsolescencia programada, porque cuanto más durasen las lavadoras más rentables serían para la empresa. La empresa no sólo intentaría que no se estropeasen, sino también que, si se estropean, sean fácilmente reparables. Todo esto no quiere decir, por llevarlo a un terreno un poco caricaturesco, que cada uno no pueda tener su propio cepillo de dientes. Obviamente, hay elementos más íntimos, más cotidianos, que no tiene ningún sentido colectivizar.

P. B. C.— No hay por qué llegar a extremos polpotianos de colectivizar la ropa.

L. G. R.— Efectivamente. No tiene sentido. Los seres humanos somos seres tremendamente sociales, y desde la sociabilidad construimos nuestras formas de ser y de realizarnos, pero también somos individuos, y desde esa individualidad necesitamos espacios distintos de aquéllos en los que cultivamos esa sociabilidad. Otro ejemplo: seguramente tenga sentido que ciertos libros de trabajo se tengan en propiedad, pero no lo tenga poseer una gran cantidad de libros. Puede existir perfectamente una biblioteca autogestionaria en la que esos libros sean de uso compartido y común.

P. B. C.— En Ecologistas en Acción son partidarios declarados de la democracia directa, pero, ¿es posible lograr todos estos cambios democráticamente? ¿Cabe esperarlo de una humanidad que se lanza entusiásticamente al consumo desenfrenado? La causa ecologista, ¿no debería propugnar más bien una suerte de despotismo ilustrado?

L. G. R.— Ésa es una pregunta muy procedente. Es cierto que tenemos un problema de tiempo que es obvio y que necesitamos hacer cambios radicales en muy poco tiempo, y la democracia no es un sistema de prisas, sino uno que necesita deliberación. El verdadero espíritu de la democracia no está en cómo se toman las decisiones, sino en cómo se reflexiona alrededor de ellas. Y la deliberación requiere tiempo. A tenor de eso, cobra sentido esa suerte de despotismo que tú comentas. Pero hay otro elemento que debemos tener muy en cuenta: para que los cambios sean reales, tienen que atravesar a las personas. Pongo un ejemplo: cuando cayó el bloque soviético y, como consecuencia de ello y del embargo estadounidense, Cuba entró en lo que allí denominaron Periodo Especial, la isla tuvo que abordar una reconversión muy fuerte de su modelo agrícola y adoptar formas de agricultura ecológica. Ese cambio fue impulsado en parte por el Gobierno, pero también por una serie de iniciativas autoorganizadas que surgieron en diversos lugares. Cuando Chávez llegó al poder en Venezuela y empezó a entrar petróleo venezolano en Cuba, hubo una parte importante del campesinado cubano que simplemente volvió otra vez al productivismo y a la utilización masiva de combustibles fósiles, pero hubo otra parte del campesinado, alrededor de un tercio, que permaneció en las nuevas prácticas agroecológicas. En general, el grupo que permaneció fue el grupo que había sido protagonista de los cambios; que había abordado esos procesos de autoorganización a través de cooperativas. Y grosso modo, el grupo que volvió a las prácticas antiguas fue el que había hecho los cambios de manera obligada. Esto indica que, para que realmente haya cambios profundos, las personas tienen que participar en ellos; tienen que ser protagonistas de ellos. Y la única forma de ser protagonistas es participar en la toma de decisiones.

P. B. C.— Pero, ¿cómo se armoniza esa necesidad de que la gente participe en la toma de decisiones con la premura con que la crisis climática nos obliga a tomarlas?

L. G. R.— Hombre, la fórmula es más fácil de enunciar que de poner en práctica, eso está claro. Pero se trata de buscar un equilibrio. Las instituciones, esos poderes que están arriba y que tienen la capacidad de imponer cambios —en algunos casos con modificaciones normativas; en otros incentivando iniciativas de economía social y solidaria, etcétera—, pueden ser los catalizadores de esos cambios sociales mientras entendamos que no deben ser ni los motores, ni los actores del cambio. Ser un catalizador no es poca responsabilidad, ni es poco trabajo, pero es distinto de ser el motor del cambio social. Esa responsabilidad, yo creo que debería recaer en la ciudadanía organizada de manera democrática.

P. B. C.— ¿Qué opinión le merecen figuras como Al Gore, representantes de cierto ecologismo mainstream que, por un lado, puede ser acusado de superficialidad, pero por otro alcanza a un público que de otra manera sería sordo a las reivindicaciones del ecologismo?

L. G. R.— En efecto, Al Gore ha tenido una virtud que yo creo que es de reconocer. En el movimiento ecologista, o al menos en Ecologistas en Acción, somos muy conscientes de que nuestros mensajes, por el mero hecho de emanar de Ecologistas en Acción, no son escuchados por una parte de la población que tiene una serie de sesgos ideológicos que le imponen unas determinadas barreras. No es nada raro: nosotros y nosotras mismos hacemos lo mismo con otra parte de la población hacia la que, por las razones que sea, tampoco prestamos atención debido a nuestros propios sesgos ideológicos. En ese marco, que personajes como Al Gore hayan lanzado mensajes sobre el cambio climático ha permitido que el mensaje llegara a una parte de la población a la que no hubiera llegado de otra manera, y eso es de agradecer. ¿Qué problema le veo yo al tema de Al Gore? Pues que él intenta hacer una cuadratura del círculo que es absolutamente imposible. En su documental nos habla de los tremendos impactos del cambio climático mientras vuela en avión, va en coche… Lo que nos viene a transmitir es: «No pasa nada, porque el capitalismo, a través de sus cambios tecnológicos, va a hacer que se resuelva el problema climático sin que tengamos que cambiar nuestra vida de forma importante. Del mismo modo que pudimos alejar el tema de la capa de ozono, podremos alejar éste». Pero el agujero de la capa de ozono y la crisis climática que tenemos por delante son asuntos de magnitudes completamente diferentes, y requieren ser abordados por vías totalmente distintas. Los desafíos que tenemos por delante son imposibles de acometer sin cambiar el sistema. En la cumbre de Copenhague de 2009 empezó a oírse un lema que, a tenor de esto, cobra todo el sentido: «No necesitamos un cambio climático, sino un cambio sistémico».

P. B. C.— No ha lugar a un capitalismo de rostro verde igual que nunca lo hubo a un capitalismo de rostro rojo.

L. G. R.— No lo hay. De hecho, lo que tenemos por delante probablemente sea el final del capitalismo global, o al menos, si es que no en todos, su final en muchos territorios. Si el capitalismo no puede reproducir el capital, que es su único objetivo, entra en crisis. Históricamente, la principal manera de reproducir el capital ha sido incrementar la producción, lo cual se ha conseguido a través del mayor uso de máquinas. Eso sólo se puede sostener con un mayor consumo de materia, de energía, porque, a fin de cuentas, las máquinas son materia, energía y conocimiento condensados. Y la materia y la energía se le arrebatan a la naturaleza. De alguna manera, también aquí se roba trabajo: el realizado por la naturaleza. Cuando el capitalismo empezó a utilizar los combustibles fósiles, metió dentro del ciclo de reproducción del capital fuentes energéticas que estaban fuera y eso le permitió unas tasas de crecimiento inéditas. Pero la materia y la energía disponibles en el planeta son limitados, así que el capitalismo, cuando alcance esos límites —y parece que ya lo está haciendo— va a tener problemas para valorizarse a nivel interno. Otra manera de reproducir el capital es la llamada acumulación por desposesión: no crear el valor de forma interna sino arrancárselo a quienes lo han creado fuera del sistema; expoliar lo que hay fuera de los márgenes del capitalismo; expandirse para conseguir meter más y más territorios y más y más facetas de la vida dentro de sus límites. Pero eso también está llegando a su final.


P. B. C.— El mundo ya es todo lo globalizado que puede ser.

L. G. R.— Exacto. Las últimas grandes partes del pastel que faltaban por incorporar al capitalismo, China y el bloque soviético, ya están incorporadas, y por lo demás ya no hay mucho más donde expandirse. Así que no. No sólo no ha lugar a un capitalismo verde, no sólo el capitalismo verde es un oxímoron, algo imposible de realizar, sino que la propia viabilidad del capitalismo como sistema está comprometido en estos momentos.

P. B. C.— Que no hay otra esperanza para el planeta Tierra que una catástrofe que nos obligue por la fuerza a decrecer, parece transmitirlo En la espiral de la energía. En el libro se presenta la historia humana como una espiral de crecimiento, crisis, colapso y regreso al crecimiento.

L. G. R.— Sí. Las sociedades humanas, una vez empezaron a basarse en la dominación, han sido sistemas que no han solido ser estacionarios, sino que han solido crecer de forma continuada hasta que ha llegado un momento —y esto se repite una y otra vez— en el cual ese crecimiento ha chocado con los límites marcados por los recursos. Cuando se han producido esos choques, ha habido tres grandes escenarios posibles. En algunos casos, lo que se ha producido ha sido una crisis que a su vez ha generado una pequeña reorganización: una cancelación de las deudas impagables, una limpieza de la competencia, una simplificación de las estructuras y de la complejidad sociales, etcétera, lo cual ha permitido retomar otra vez el crecimiento sin modificar el grueso del sistema. Un ejemplo de esto es la China imperial, cuya historia es una sucesión de ese tipo de crisis periódicas. También el capitalismo occidental —esto lo explica muy bien Giovanni Arrighi— ha ido viviendo grandes ciclos separados por crisis importantes que se han superado con pequeñas reorganizaciones del sistema a fin de recuperar las tasas de beneficio. Bien, ése es el primero de los escenarios posibles.

P. B. C.— ¿Cuál es el segundo?

L. G. R.— El segundo escenario es, ante esos límites, ser capaces como sociedad de pegar un gran salto tecnológico que permita explotar mejor las fuentes energéticas existentes o encontrar fuentes energéticas nuevas. La revolución industrial inglesa es un paradigma de esto: justo antes de la revolución industrial, Inglaterra estaba inmersa en una situación en la que la madera, que cumplía un papel muy importante como fuente energética en el capitalismo agrario, empezaba a escasear. Gracias a empezar a utilizar de forma masiva el carbón, y además utilizarlo mejor gracias a toda una revolución tecnológica —la máquina de vapor—, el capitalismo inglés no sólo fue capaz de superar aquella crisis sino de dar un gran salto.

P. B. C.— ¿Cuál es el tercer escenario?

L. G. R.— La tercera de las posibilidades es que lo que sobrevenga sea un colapso, entendido éste como una pérdida rápida de la complejidad social. Rápida en términos históricos, claro, no en términos vitales: décadas o incluso siglos. El colapso del Imperio romano es el ejemplo paradigmático: era un imperio incapaz de sostener los grados de complejidad que tenía y fue perdiendo complejidad de forma acelerada. Cuando digo que perdió complejidad me refiero a que perdió población, perdió interconexión entre esos nodos, las sociedades se hicieron más locales, se perdió también especialización local, con una vuelta a una economía mucho más agraria… Y las formas de gestión también se hicieron más sencillas; perdieron sofisticación. Lo que nosotros defendemos en En la espiral de la energía es que lo que ahora tenemos por delante es ese tercer escenario: un colapso de nuestra civilización industrial; de este capitalismo global. Nada parece indicar que tengamos la posibilidad de encontrar una nueva fuente energética que nos permita dar un salto adelante y desde luego los grados de complejidad que tenemos son de tal magnitud que tampoco hacen pensar en una pequeña reorganización. Lo que vamos a tener es un colapso; una pérdida acelerada de complejidad como la que vivió Roma.

P. B. C.— En el libro también se sostiene la aparente paradoja de que existe una «relación determinante es la existente entre energía y dominación. Una cantidad y calidad mayor de la energía disponible ha permitido controlar a más personas y más territorios».

L. G. R.— Ésa es otra de las tesis un poco fuertes que sostenemos, pero tampoco planteamos un determinismo energético-ambiental sobre los órdenes humanos. Que haya más energía no implica necesariamente que haya más relaciones de dominación, sino que permite que las haya. Cuando se hace un recorrido histórico desde el Pleistoceno, en primer lugar nos encontramos sociedades con un acceso muy limitado a la energía y muy igualitarias. Después surgen las primeras sociedades agrarias, y en ellas hay más energía disponible, pero no por ello hay más relaciones de dominación. Lo que sí sucede en esas sociedades agrarias es que llega un momento en que, por una serie de circunstancias, empiezan a estructurarse elementos básicos de la dominación como el patriarcado, el Estado, la guerra, las relaciones utilitaristas con la naturaleza…, y ello lleva acoplado un salto en la disponibilidad energética. Actualmente, qué duda cabe de que el uso masivo de los combustibles fósiles se da en sociedades en las cuales la capacidad de control de unas pocas personas sobre el grueso de la población ha alcanzado niveles jamás vistos. No solamente tenemos una cantidad brutal de normativas que condicionan toda nuestra vida sino que además nuestras propias vidas son escrutadas de una forma que hubiera sido impensable para la gente de hace un siglo. Somos grabados por la calle, se sabe todo lo que hacemos en Internet y, para los que no operamos en paraísos fiscales, todas nuestras operaciones bancarias son también conocidas y escrutadas minuciosamente por los distintos poderes.

P. B. C.— En cambio, una sociedad que pivotase no en torno al uso de combustibles fósiles, sino al de energías renovables, tendría menos energía, pero más democracia.

L. G. R.— Sí, las energías renovables proveen una cantidad bruta de energía claramente menor que la que nos proveen los combustibles fósiles, pero son de acceso más universal. Mientras que las bocas de mina o los pozos petroleros son propiedad de una única persona, el Sol más o menos luce en todos los lugares, el viento más o menos sopla en todas partes y la escorrentería del agua también es más fácilmente apropiable por la sociedad. Cuando transitemos hacia un sistema que pivote sobre el uso de esas energías, podremos transitar también hacia sociedades más democráticas. Google o la NSA estadounidense ya no podrán saber sobre nuestras vidas lo que ninguna institución ha podido saber jamás de cualquier ciudadano o ciudadana, porque detrás de eso hay unas fuentes energéticas que habrán desaparecido. Caminamos hacia un colapso, pero también hacia la apertura de oportunidadesmuy interesantes de emancipación. Y esto hay que subrayarlo. Cuando algo viejo se rompe, algo nuevo tiene que nacer, y en ese sentido el siglo XXI nos va a abrir posibilidades que estaban cerradas en el siglo XX. Que el colapso sea inevitable no tiene que llevarnos hacia la inacción, sino todo lo contrario: ahora es cuando la acción cobra más sentido, porque podemos tener más incidencia que en el pasado, y si no la tenemos nosotros las tendrán neofascistas como Trump o Le Pen.

P. B. C.— En En la espiral de la energía también hablan de un necesario cambio de dioses; de abandonar al dios del progreso y al dios del yo.

L. G. R.— Sí. Que el capitalismo surgiera a caballo de la modernidad no es casualidad: en realidad, la modernidad es el sistema de valores funcional al capitalismo. No tienen vidas autónomas, sino que se realimentan el uno al otro. Nacieron juntos y evolucionan juntos. Y dos cuestiones centrales concretas que surgen con la modernidad y que son tremendamente funcionales para el capitalismo son una individualidad exacerbada y una competitividad bestial. Eso que se nos vende como intrínsecamente humano no lo ha sido ni mucho menos: en los inicios del Estado —Almudena Hernando analiza esto muy bien— las identidades eran relacionales, no individuales. Los seres humanos no se concebían a sí mismos como yoes individuales, sino como yoes comunitarios; como un nosotros más que como un yo. Y aquellas sociedades pivotaban en torno a las ideas de solidaridad y de apoyo mutuo y no a la de competitividad. Lo que venimos a defender en el libro es que los seres humanos actuales no somos biológicamente distintos de aquellos otros y que podríamos estructurar sociedades distintas con un marco de valores distinto.

P. B. C.— Llegamos al final de esta entrevista. Pero, antes de terminar, recomiéndenos un buen puñado de lecturas ecologistas. ¿Cuáles son sus títulos clásicos de cabecera y cuáles recientes le han interesado más?

L. G. R.— Pues… Un autor español que me gusta bastante y que vengo leyendo desde hace tiempo es Jorge Riechmann. Los ecologistas hemos aprendido mucho de él en lo que tiene que ver con esa interrelación compleja entre lo económico, lo social, etcétera. Y tiene una bibliografía amplísima. Es difícil destacar un solo título, pero yo destacaría Biomímesis: ensayos sobre imitación de la naturaleza, ecosocialismo y autocontención, del que además acaba de publicarse la segunda edición. Por lo demás, en el marco de la economía ecológica, y también en castellano, tenemos gente tremendamente valiosa, como Óscar Carpintero o Iván Murray.

Pero si me tuviese que quedar con uno me quedaría con José Manuel Naredo, del que un buen texto para empezar es Raíces económicas del deterioro ecológico y social: más allá de los dogmas. Es un texto breve pero un buen inicio. Una tercera referencia que yo mencionaría es Cambiar las gafas para mirar el mundo, que es un libro colectivo que sacó la Comisión de Educación de Ecologistas en Acción de Madrid. Ahí está Fernando Cembranos, ahí está Yayo Herrero, está Marta Pascual… Y se hace un recorrido amplio por otra forma de ver el mundo con una mirada ecologista, feminista, solidaria… Luego, por decir alguna cosa internacional y que también tenga que ver con estos temas, hay un autor muy importante que es Richard Heinberg. Y también recomendaría a una estadounidense que se llama Gail Tverberg que tiene un blog que se titula Ourfiniteworld, «Nuestro mundo finito», en el que trabaja específicamente cómo se interrelacionan los temas energéticos y materiales con los temas económicos desde una perspectiva bastante compleja e interesante.

Fuente:  - El cuaderno - decrecimiento.info - Imagenes: Pinterest
González es doctor en Ciencias Químicas, miembro de Ecologistas en Acción —organización de la que fue co-coordinador durante nueve años— y un respetado intelectual, así como autor o coautor de una decena de libros, entre los que destacamos En la espiral de la energía, una especie de voluminosa historia de la humanidad, desde el punto de vista de su uso de la energía, escrita con Ramón Fernández Durán y editada en dos volúmenes.

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