Te amo, te odio, dame más

Todo periodo histórico tiene una tecnología de la comunicación que lo define. La imprenta, la telefonía, la radiodifusión. Y ahora, la conectividad, en todo momento y con distintos soportes. Eugenia Mitchelstein y Pablo J. Boczkowski entrevistaron a más de cien personas para esta investigación sobre medios y tecnología, con una idea central: nuestra dependencia digital a los dispositivos y a las redes sociales es total.


Por Pablo Boczkowski
Eugenia Mitchelstein


Mario tiene 44 años, dos hijos, terminó la escuela primaria y trabaja en una verdulería en Monte Grande, en el sur del conurbano bonaerense. Cuenta que “recién había una chica comprando y la mamá le preguntaba ¿compro un kilo o dos kilos? Y la chica así [hace el gesto de mirar el celular] ¿Un kilo o dos kilos? Tres veces le preguntó y… la piba no le dio bola y compró lo que le pareció a ella. Y bueno ¡mandale un WhatsApp -le digo- te va a contestar! ‘¡Sí! más de una vez se lo hicimos’, me dijo, ‘en la casa misma ¿viste?’”. Mario agrega que algo similar sucede en su propio hogar, donde hace poco le dijo a uno de sus hijos adolescentes, “‘¿Nacho te fijás?’… Y no me da bola. Está tirado en la cama y entonces le mando ‘Nacho’’ y le pregunto ‘¿no viste un par de medias mías?’ Y ahí sale [de su cuarto], se viene y se ríe, viste. Y le digo ‘no te rías porque te tengo que mandar un WhatsApp para que me contestes’, porque si no ni bola me da. Hace de cuenta que ahí no hay nadie, no le da bola a nadie”.

Todo periodo histórico tiene una tecnología de la comunicación que lo define. 
La imprenta marcó la cultura desde el siglo dieciséis al diecinueve, y la telefonía de línea y la radiodifusión caracterizaron la vida cotidiana del siglo veinte. A menos de dos décadas de haber comenzado, en el siglo veintiuno puede vislumbrarse una transición hacia lo digital como el soporte tecnológico dominante; una transición aun incompleta, marcada por la incertidumbre. Sin embargo, el relato de Mario resuena con las experiencias de muchas de las otras 126 personas que entrevistamos para una investigación sobre medios y tecnología y alude a una vivencia que empieza a perfilarse como central: la dependencia de los dispositivos y las redes sociales que incorporamos a nuestra vida cotidiana.

Mediante artefactos como los teléfonos móviles y plataformas como WhatsApp y Facebook nos informamos, entretenemos y comunicamos, incluso cuando estamos a metros de distancia en espacios públicos o dentro del hogar. No sorprende entonces que según la encuesta domiciliaria a 700 personas de Capital Federal y el Gran Buenos Aires que realizamos en octubre del año pasado, el 53% de los usuarios de redes sociales estaba entre “algo” y “muy de acuerdo” con el enunciado “no puedo pasar un día sin entrar a las redes”.
Bienvenidos a la condición comunicacional contemporánea.

El reinado del celular

La dependencia digital se enmarca en un contexto de alta conexión. Tres cuartos de los encuestados se conectaron a internet durante el último mes, y entre los más jóvenes el acceso es universal: llega al 99% (ver gráfico 1). Hay diferencias por género: mientras el 80% de las mujeres estuvieron online en los 30 días anteriores a la encuesta, sólo el 70% de los hombres hizo lo mismo. Y si bien también hay diferencias por status socioeconómico, el 63% de los sectores más pobres está conectado.

Gráfico 1: “¿Accedió a internet en el último mes?”, por edad.

El alto nivel de acceso a internet está enlazado a una dinámica de conectividad casi permanente: 85% de los encuestados dice estar online “casi constantemente” o “varias veces al día” (ver gráfico 2). Claudia, una preceptora en una escuela secundaria de 56 años, confiesa “que no podría vivir sin el teléfono y sin la tablet”; Julián, un productor de cine de 29 años, está conectado a internet “absolutamente todo el día”; y Agustina, una estudiante universitaria de 20 años a la que se le rompió la computadora la semana previa a la entrevista, dice estar “desesperada porque no puedo vivir sin mi computadora”. Si bien la frecuencia de conexión disminuye con el nivel socioeconómico, el 78% de los encuestados de menor poder adquisitivo está online al menos varias veces al día. Hay diferencias significativas por edad: entre los menores de 30, el porcentaje que está conectado varias veces al día o casi constantemente llega al 94%, y entre los mayores de 60, al 60%. 

Gráfico 2: Frecuencia de acceso a internet.

¿Cómo nos conectamos? Principalmente a través del teléfono celular, por su nivel de difusión –es el dispositivo de mayor penetración en la población– y su portabilidad. El acceso es casi universal entre los encuestados (92%), y un 71% tiene un teléfono con acceso a internet (ver gráfico 3). La computadora está en un segundo lugar, lejano: 53% tiene una PC de escritorio en su casa, mientras que la tablet es superada por la consola de juegos (26% contra 31%). Aunque el nivel socioeconómico está relacionado con el acceso a la tecnología, la edad juega un rol fundamental respecto al dispositivo que define la condición comunicacional contemporánea: el 95% de los menores de 30 tiene un teléfono celular con acceso a internet.

La alta penetración del teléfono celular se potencia con su omnipresencia en la vida de los entrevistados. Los acompaña todo el tiempo y a todas partes. Marcelo, un kiosquero de 62 años, dice “siempre lo tengo [al celular], estoy en contacto con todos mis hijos, siempre”. Gonzalo, que tiene 32 años y vive en Salta capital, cuenta entre risas que de “dieciséis horas que estoy despierto, diecisiete estoy con el celular”. Lola, una jubilada de 77 años, dice tener al celular “a mano todo el tiempo… si voy al baño lo llevo”.

Gráfico 3: “¿Qué dispositivos tiene?”

Las redes nuestras de cada día

Usamos el celular para muchas cosas, lo cual es parte de su éxito en el mercado. Pero dentro del abanico de usos posibles, la conexión a las redes sociales es el motor clave de acceso al universo digital. El 71% de los encuestados usa redes sociales, una cifra que llega al 96% en el caso de los jóvenes. Las mujeres (77%) y aquellos con mayor poder adquisitivo (86%) usan las redes más que los hombres (65%) y los de menor poder adquisitivo (56%). La red más utilizada es WhatsApp, seguida de cerca por Facebook (ver gráfico 4). Instagram es para los jóvenes: la usan la mitad de los menores de 30, comparado con el 7% entre los mayores de 60. Twitter y Snapchat están muy lejos de la punta. WhatsApp y Facebook, a diferencia del resto de las redes son transversales a las clases sociales: entre los encuestados de menor nivel socioeconómico, el 96% usan WhatsApp y el 87% usan Facebook. Agustín trabaja en una fábrica en Arequito y cuenta que está online “muchas veces, a cada ratito”. Agrega: “cierro Facebook y entro a Instagram”. Tatiana, una bibliotecaria en una escuela pública, convierte su uso de redes en un verbo: “más que nada el celular lo uso para whatsappear”.
Gráfico 4: Porcentaje que usa cada red social.

La actividad más frecuente en las redes es mirar el “muro” o “timeline”: el 61% de los encuestados lo hace una vez por día o más (ver gráfico 5). Esto es más del doble de frecuencia de acceso a las noticias (26% las consulta una vez por día o más). Entre saber sobre el mundo y saber sobre el otro, los entrevistados se vuelcan a saber sobre el otro. La noticia de un amigo le gana a la noticia de actualidad. En palabras de Estela, una contadora de 33 años, “más que nada, las redes las uso para ver familia, amigos, amigos que tengo lejos”.

La sociabilidad a través de las redes nos mantiene conectados: el 53% de los encuestados está de acuerdo con la frase “no puedo estar un día sin acceder a redes sociales” y el 55% con que “las redes sociales son imprescindibles para mí” (ver gráfico 6). Este nivel de dependencia es particularmente alto entre los más jóvenes (65% y 66% de acuerdo con estos enunciados, respectivamente), un poco mayor entre las mujeres, y no se registran grandes diferencias por clase social. ¿Cómo es “no poder vivir” sin acceso a redes? Zoraida, una estudiante universitaria en Córdoba, lo define como “un vicio”: “soy medio viciosa o sea… sí me encanta entrar a Twitter, Face”. Y por eso busca auto-limitarse: “por ejemplo, no tengo Face bajado como programa entonces tengo que entrar sí o sí desde el celu; pero eso me lo pongo como límite porque si no entro como tonta a hacer nada… y eso me desespera por qué digo…qué idiota me siento así, vergonzosamente sí, te juro”. Andrea, una fotógrafa de 31 años, cuenta que chequea las redes sociales “automáticamente”, lo cual le parece “terrible”. Da un ejemplo de su vida cotidiana: “de repente estoy así y [mi esposo] me dice “¿ya está?, ¿no hay más fotos en Instagram?” Y ‘ay no me digas, ¿estabas acá?’…y no me doy cuenta que estaba (…) siento que pierdo mucho tiempo en las redes sociales del día. De mi vida. Muchísimo. Entonces no quiero más”.

Gráfico 5: Frecuencia de actividades en redes sociales.

La experiencia de Andrea indica que la relación de dependencia de una persona con la tecnología digital puede ser molesta para aquellos con quienes se interactúa cara-a-cara. Por ejemplo, Ramiro, un estudiante de arquitectura, se enoja: “me junto con mis amigos, que los veo… dos meses en el año y estás charlando, te estás cagando risa de algo y hay un tonto que está así (hace el gesto de mirar el celular) y decís, ¡pará! O sea, estás todo el día, todos los días del año mirando el celular, ¿tanta dependencia tenés de esto?” Marisol, que tiene 33 años y trabaja en la cocina de un restaurant, dice que “WhatsApp… te acerca más a las personas que están lejos pero… de otra forma te aleja de las personas que tenés al lado”.

Esta dependencia digital puede generar conflicto en las reuniones con familia o amigos. Susana, un ama de casa de 77 años, cuenta con envidia cómo una amiga de ella obliga a sus hijos y nietos a dejar los celulares en una panera cuando van a comer a su casa. Susana se lamenta: “Yo no lo puedo lograr con mis hijos (…) Me parece espantoso (…) Porque no comparten la reunión. Si vos invitás a un almuerzo y están todos con el celular, no me gusta.” Pero en seguida reconoce “Y yo medio ¡a veces también! los chicos me dicen…Vos nos decís a nosotros y ¡mirate! Entonces un día me sacaron una foto y dicen… ‘la voy a visitar a mamá y mirá como me recibe’: ¡estaba yo con el celular!”

Gráfico 6: Grado de acuerdo con las frases “no puedo estar un día sin acceder a redes sociales” y “las redes sociales son imprescindibles para mí”.
La seducción del bit 

Atracción, ambivalencia, ansiedad y adrenalina. Estas son algunas de las sensaciones que caracterizan la dependencia digital.

Los entrevistados sienten una atracción intensa hacia el universo digital, que tratan en su discurso como si fuera un canto de sirenas del que es difícil sustraerse. Carlos, un estudiante de escuela secundaria comenta que “estás tratando de hacer algo productivo y como que te llaman las redes sociales… como que es difícil salir de eso”. Marta, una psicoanalista de 52 años, cuenta que se siente “como un poco prisionera (risas)… porque… tenés que estar cada vez que ‘plin!’ hace algo el celular, cada vez que suena tengo que contestar los wasap, los mails y toda esa historia”. Alejandra, una estudiante universitaria, dice ser “muy adicta al celular. Consumo absolutamente todas las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, todas las que se te ocurran, Whatsapp…estoy todo el tiempo pendiente del celular”.

La atracción, y lo difícil que resulta sustraerse a sus encantos, suele generar sentimientos encontrados. Julián dice que está conectado a internet “absolutamente todo el día”, lo cual le resulta “un plomo…pero también me gusta”. Ramiro comparte cierta frustración con el manejo de los tiempos: “vas bajando [scrolleando] ‘ay, mirá, a ver, abro esto’, ‘uy, esto me interesa’ lo abro y abajo y mirás y decís ‘ay, mirá esto también me interesa’. Se va haciendo una cadena que… me molesta; estoy perdiendo tiempo, a ver, me senté a las 4, son las 4 y media, 5 de la tarde y sigo haciendo pavadas y no son cosas que me interesen”. Tatiana reflexiona que el teléfono celular “te facilita porque si no capaz hay más desencuentro, pero… es como tremendo el hecho de que estés siempre pendiente o sabiendo dónde está el otro”.

Esta ambivalencia se asocia con la sensación de vacío frente a la desconexión. La expectativa de que siempre habrá o llegará algo más hace que resulte insoportable estar lejos del dispositivo. Josefina, una empleada del sector público, cuenta que el celular “siempre conmigo, salvo si voy a misa… El otro día me fui al trabajo, me di cuenta de que me lo olvidé y me fui a buscarlo… Dependo del celular.” La constante presencia del celular hace que su ausencia se sienta fuertemente. En palabras de Tatiana, “me ha pasado igual que me lo he olvidado y sentís una falta”. Isabel es de La Pampa pero estudia en Buenos Aires. Una vez, se dejó el celular en su casa de La Pampa. Cuenta: “estuve dos días sin celular y sentía que me moría… Esos dos días dije, ‘bueno no puede ser tan grave que no tenga celular, bueno, no me voy a morir’… [Pero] yo sentía que me moría”.

El complemento de la falta es la expectativa frente al reencuentro. Estefanía, una empleada de una ONG, comenta que “a veces que estás en una situación o una reunión que no podés estar chequeando, y… cuando terminás tenés esa sensación como que tengo que chequear algo.” Rodolfo, un abogado de 58 años, quien “duerme con el teléfono encendido… en mi mesa de luz” – aunque aclara que al levantarse a la mañana “no lo llevo a la ducha” – dice que “no puedo salir de mi casa, de mi oficina, a alguna reunión afuera sin mi celular.” Y agrega que si “me voy a otra oficina en mi mismo piso por diez minutos, vuelvo y chequeo si mientras estuve alejado del celular, me entró algo”.

La otra cara de la conexión

La dependencia digital presenta desafíos importantes para los medios periodísticos, la industria del entretenimiento, y la actividad política.

Los medios se enfrentan a un dilema. Por un lado, la combinación del celular y las redes se ha vuelto esencial para llegar a los usuarios. Por el otro, para el público el contenido noticioso no es un factor primario en su interés de acceder a las redes—solamente un cuarto de los encuestados dice que hace esto al menos una vez por día. La dependencia digital no está motorizada por el deseo de informarse sino de sociabilizar. Esto plantea una situación de fuerte asimetría: mientras las redes pueden prescindir exitosamente del contenido noticioso -como por ejemplo lo hacen en gran medida Instagram y WhatsApp- es difícil para los medios imaginarse un futuro sin las redes.
 
Para la industria del entretenimiento, la dependencia digital genera otro tipo de desafío: dificulta la posibilidad de sumergirse en experiencias como un libro, una obra de teatro, un concierto o una muestra de arte. La creciente presencia del multitasking en la vida cotidiana ayuda a que la televisión y la radio convivan con, y se retroalimenten de, las redes. Usar en simultáneo múltiples dispositivos, cambiar rápidamente de pantallas y dividir nuestra atención se ha vuelto la norma en cómo nos relacionamos con el contenido audiovisual. Pero el consumo de bienes culturales que obligan a interrumpir el flujo de nuestras actividades cotidianas, que en cierto sentido definen a la llamada alta cultura, compite con nuestro apego al universo digital.
En el ámbito de la política, la combinación de celulares y redes funciona no sólo por el contenido de los mensajes y la mayor horizontalidad en los canales de comunicación, sino también porque se nutre de, y al mismo tiempo refuerza a, la dependencia digital. La comunicación digital puede potenciar desde actos políticos, cuyo alcance se magnifica por la multiplicación de posteos y compartidos en las redes, hasta pedidos de la ciudadanía a los dirigentes, como la reciente viralización de los reclamos acerca de la desaparición de Santiago Maldonado. En este último caso, la híper-conectividad posiblemente haya contribuido a magnificar sensaciones colectivas que hubieran tardado mucho más en manifestarse en el ecosistema comunicacional del siglo veinte. Y en la rutina de la acción gubernamental o de las iniciativas de la oposición, la dependencia digital da origen a una lógica nueva en la comunicación, según la cual poder se construye a través de un vínculo cotidiano y de reciprocidad con la ciudadanía.

Más allá de estos y otros efectos en las noticias, el entretenimiento y la política, el foco en la dependencia digital nos lleva a preguntarnos sobre las consecuencias tal vez no deseadas de la conexión, habitualmente percibida como un valor positivo. Por ejemplo, hasta hace unos meses, la misión de Facebook era hacer el mundo “más abierto y conectado”. La conexión también ha adquirido el carácter de un derecho, asociado a la idea de que bajos índices de inmersión en lo digital atentan contra el desarrollo económico y social de una comunidad. Este discurso motiva a las múltiples iniciativas públicas y privadas para cerrar la llamada “brecha digital”, desde el Plan de Telecomunicaciones Argentina Conectada hasta el Project Loon de Google.
Sin embargo, nuestra investigación revela que la conexión tiene múltiples facetas. En las entrevistas se mezclan el placer del encuentro con la culpa por la pérdida de tiempo, la experiencia de estar al tanto de múltiples contextos sociales con la sensación de vacío, angustia y hasta muerte frente a la separación – tan solo temporaria – de dispositivos y redes. No todos los entrevistados expresan sentimientos extremos, pero muchos transmiten ambivalencia y diversos grados de pérdida de autodeterminación. Ni la tecnología ni el uso que hacemos de ella son neutrales. Cuando pensamos en un mundo cada vez más conectado, tal vez sea válido hacer una pausa y reflexionar acerca de las consecuencias individuales y colectivas de nuestra dependencia del universo digital.

Los autores agradecen a Claudia Greco, Mora Matassi y Amy Ross por sus comentarios sobre una versión anterior de este texto, y al equipo de entrevistadores: Victoria Andelsman, Tomás Bombau, Sofía Carcavallo, Paloma Etenberg, Rodrigo Gil Buetto, Camila Giuliano, Belén Guigue, Silvana Leiva, Inés Lovisolo, Mora Matassi, Mattia Panza, Jeanette Rodríguez y Marina Weinstein.

Fuente: www.revistaanfibia.com - Ilustración Julieta De Marziani

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